The White Crow: ¿cómo se hace una leyenda?
Al principio del filme se explica que “cuervo blanco” le dicen en Rusia a los que son “distintos o únicos”. Nureyev lo era de varias maneras: homosexual, algo prohibido por el régimen; voluntarioso a nivel de deidad, presumido y malaleche, en un lugar donde esas características se reservaban para el Estado, y uno de los mejores bailarines en la historia. El guion del dramaturgo David Hare nos da una mezcla, eficiente la mayoría de veces, de flashbacks que nos relatan la vida del niño y su familia, que contrasta con la situación que el bailarín adolescente quisiera tener. ¿Qué mejor lugar para alcanzar un nueva vida que Paris?
Pero antes de llegar allí vemos cómo se va desarrollando el conocimiento del baile en el joven en la Academia Vaganova de Ballet Ruso en San Petersburgo (Leningrado, en ese momento) bajo la dirección de Alexandre Ivanovich Pushkin (Ralph Fiennes, quien también dirigió el filme). Más tarde, este Pushkin, quien no se debe confundir con el poeta Alexandre Pushkin, también fue maestro de Mikhail Baryshnikov. Dándose cuenta del talento de su pupilo, en un momento dado se lo lleva a vivir con él y su esposa. Esta lo cuida demasiado bien.
Graduado de sus clases, Nureyev se unió al ballet Kirov (hoy día el Marinsky) y, dado su talento, ascendió a solista rápidamente. Hay que entender que el talento para el baile no se puede enseñar ni se puede aprender. Es evidente que hay rasgos innatos que le permiten a unos ser mejores que otros: estructura ósea, forma corpórea, y, tanto para hombres como mujeres, apariencia y dominio del escenario. Si ven en YouTube el debut (1963) norteamericano de Nureyev verán que era, sin duda, un “cuervo blanco”: su presencia era única y sus habilidades deslumbraban e impresionaban al más desconocedor del baile.
Un buen actor puede hacer cualquier cosa en escena o en la pantalla; un gran actor puede hacernos creer cualquier cosa. Sin embargo, no puede hacernos ver que baila como Nureyev. Por suerte, los productores y Fiennes, en particular, han dado en el clavo por haber hecho el casting de Oleg Ivenko como Nureyev. Bailarín ucraniano que hace su debut en el cine, Ivenko tiene algunos rasgos faciales parecidos a los del primer ícono pop del ballet. Aunque Nureyev no tenía ojos azules, Ivenko baila tan bien que podemos aceptarlo en el papel. Además, no es mal actor todo el tiempo.
El guionista incluye como uno de los personajes a Clara Saint (Adele Exarchopoulos), quien jugó un importante papel en la deserción de Nureyev. Clara era una chilena millonaria que había sido novia de Vincent, uno de los malogrados hijos de André Malraux. El contraste entre Clara y Rudolf nos adentra en algunos de los demonios que poseían al bailarín y, además, sus escenas nos comunican sus complejos, paranoias y obsesiones sin tener que desperdiciar tiempo en anacronismos freudianos. Aparece también el muy real Pierre Lacotte (Raphaël Personnaz) quien fuera premier danseur en la ópera de Paris y quien contribuyó a que Rudi fuera nombrado director del ballet de la ópera parisina en 1983.
La cinematografía de Mike Eley es estupenda y las actuaciones muy buenas. Se destaca el propio Fiennes con una actuación que combina la arrogancia muda del semiburócrata que no cree en el régimen, pero lo disimula, y la epifanía silente que goza al descubrir un pupilo fuera de serie: un “cuervo blanco”.
En el ápice de su apogeo, cuando emparejado con la prima ballerina assoluta del Royal Ballet, Dame Margot Fonteyn, se había convertido en ídolo pop en un arte que es súper high-brow, Rudi fue el primer hombre (Tommy Tune, Ray Charles y Pavarotti, le siguieron) en aparecer en los anuncios de la compañía peletera Blackglama. What becomes a legend most?, decían los anuncios en un retruécano genial, y enseñaban a una serie de divas: Dietrich, Streisand, Crawford, Loren, Callas, Sills, Liz y muchas más, todas “leyendas” en su tiempo. Y ahí estaba Rudi, el tártaro, rodeado por la Fonteyn y Martha Graham, sin tener que envidiarle nada a nadie: una verdadera leyenda.
A pesar de algunos baches, el filme es encantador y tiene sus tensiones y la pátina de los filmes de la época de la Guerra Fría. La escena final en que vemos el niño actor-bailarín de ocho años Maksimilian Grigoriyev, bailando como si fuera Rudi cuando tenía esa edad, vale el precio de entrada. Definitivamente, de lo mejor que se proyecta hoy día en la Isla.