«Un lugar donde el cáncer es la norma»
Jaime me envió ayer el “link” de un artículo publicado en el New York Times: “Forty Years’ War: A Place Where Cancer Is the Norm”, de Gina Kolata. Me conmovió particularmente la historia del Dr. Raber. Aunque el tipo de cáncer que padece en nada se parece al mío, me sentí identificada con su deseo de emplear su experiencia como paciente de cáncer para transformar su práctica médica. Ahora es otro: un doctor que ha aprendido en carne propia que ante un paciente de cáncer hay que formular toda pregunta no a partir de generalidades asumidas, sino de la singularidad, de la diferencia. En lugar de preguntarle a su paciente si come bien o se siente con energía, ahora pregunta: “¿Qué has comido en el día de hoy?” Por su propia experiencia, sabe muy bien que “comer bien” o “sentirse con energía” significa cosas bien diferentes para los pacientes de cáncer.
En realidad, había días en que comer una galleta de soda o una harina de maíz era todo lo que podía aguantar mi estómago. Hubo días en que caminar con andador por el pasillo frente a mi apartamento era para mí equivalente a poder subir una montaña. Seguramente le hubiese contestado al doctor que tenía cada vez mejor apetito y más energía si me lo hubiese preguntado. Es cuestión de perspectiva, pero mientras le hubiese dicho sinceramente a mi doctor que me sentía mucho mejor, le habría quitado la oportunidad de tratar mi cuerpo débil y mal nutrido. Parece que mi médico sabía todo eso y me recetó vitamina D3, hierro, B-50, además de Centrum, para que me mantuviera con fortaleza y pudiera compensar la falta de apetito durante las semanas difíciles de quimioterapia. Aunque no hubiese padecido de cáncer, mi doctor sabía escuchar para detectar de alguna forma el punto de vista de su paciente. Si escuchar al paciente para captar lo que dice y siente es importante, haber experimentado el cáncer en carne propia acorta la distancia entre médico y paciente, entre el padecer propio y el del otro. Permite incluso dejar de pensar en sí mismo para mejor aliviar el dolor de los demás.
Pienso que haber padecido de cáncer cerebral en el lóbulo temporal izquierdo me ha enseñado muchísimo sobre cómo aprender y enseñar literatura. De poder leer una obra teatral poco antes de ir a dormir y levantarme por la mañana con todos los diálogos memorizados, pasé a la experiencia frustrante de no poder ni leer más de dos líneas y terminar recordando solamente el último vocablo de la segunda oración. Podía sentir mis ojos vacíos, vidriosos, perdidos, tratando de regresar de nuevo al comienzo de la primera palabra de la primera oración.
Como sufrí de afasia por un periodo de tiempo, a veces las palabras que pronunciaba con la boca no coincidían con lo que pensaba mentalmente que estaba diciendo. “I just couldn’t tackle the bear”, como decía el paciente afásico del show de Gregory House para expresar la frustración de no poder enfrentar (‘tackle’) su condición bipolar (‘the bear’). Hasta se convirtió en un chiste de la familia. Cada vez que decía algo queriendo decir otra cosa, Carla y Danilo decían: “she couldn’t tackle the bear” (‘no ha podido enfrentar al oso’). Para darles un ejemplo, el día de mi cumpleaños le dije a Jaime que me llevara a celebrar a Casa Bavaria pero en realidad había querido decir Café Berlín. Me sorprendió muchísimo que estuviésemos agarrando la carretera hacia Morovis y no hacia el Viejo San Juan. Carla, Danilo y Jaime escucharon claramente lo que salió de mi boca: Casa Bavaria. Dentro de mi cerebro, pensé que había dicho que quería ir al Café Berlín.
A veces no podía escuchar dos sonidos distintos al mismo tiempo. Era imposible comprender lo que alguien estuviera diciendo si hubiese el más leve trasfondo musical o incluso el canto de un pájaro. Perdí el reflejo y los músculos de ambas piernas y era doloroso hacer nada con la mano derecha. Todo era difícil: desde escribir un párrafo simple hasta intentar comprender alguno de mis propios artículos publicados. Tuve el privilegio de leerme a mí misma preguntándome “¿Qué habrá querido decir, qué estaría ella pensando? Dios mío, esta oración es tan larga que he tenido que subdividirla en segmentos para no perder de vista cuál es el tópico principal”. De repente me convertí en mi propia alumna, sufriendo mi propia complejidad desde afuera, desde el punto de vista de otra que ni siquiera podía reconocer qué debía saber o que en realidad ya no sabía nada.
Cuando volví a Texas para una cita de seguimiento en abril de 2009, mi amiga Sonia me confesó que en una ocasión, pocos días después de la cirugía en MD Anderson, me puse a aplaudir con alegría por haber podido identificar la imagen de una jirafa en una tarjeta mientras ella y Rose Marie me miraban atónitas porque en realidad había dicho “ardilla”. Me dijo Sonia que tan pronto me retiré a tomar una ducha, Rose Marie se echó a llorar a lágrima viva preguntándose si yo podría alguna vez recuperar la memoria y la capacidad de expresarme por medio del lenguaje. Se pusieron de acuerdo para explicarme tan pronto saliera del baño que aquel animal no era una ardilla y debía andar de ahora en adelante con una libreta adonde pudiera escribir cuanta palabra se me hiciera difícil recordar. Compré una libreta verde para este propósito; era la única esperanza de volver a poner en su sitio las palabras y las imágenes, y recuperar la capacidad de comunicarme con cierta coherencia. Nadie podría entenderme si continuaba diciendo “círculo” por querer decir “rectángulo”, o llamar “ardilla” a una “jirafa”. Alguien que no hubiese visto el episodio de “House”, tampoco entendería cuando mis hijos explicaran resignados: “She couldn’t tackle the bear”.
Ya no estoy en guerra con este inmenso oso. He aprendido a mirar desde sus ojos. El oso está adentro y fuera de mí: en los ojos vacíos y errantes de algún alumno, en las palabras incoherentes de sus oraciones, en cada forcejeo al pronunciar un vocablo, en cada escritura de comprensión difícil, me veo a mí misma. “¿Me estarán llevando a Casa Bavaria mientras piensan en Café Berlín? Berlín/Bavaria, Morovis/Viejo San Juan. ¿Qué hay en un nombre?”, me pregunto. ¿Cómo conectar los puntos que puedan abrir la posibilidad de una comunicación efectiva y eventualmente, también precisa y concisa? ¿Deberíamos todos cargar una libreta verde para apuntar la esperanza de recordar o de al menos poder reconocer lo que todavía no se sabe o que no se sabe nada? ¿Cómo lograr que mis estudiantes superen las dificultades de lectura, comprensión y de poder acertar con las palabras? Frecuentemente me hallo preguntándome: “¿Qué estás pensando? ¿Cómo puedo dividir mi propio pensamiento paso por paso para que una mirada que no sea la mía pueda captar el proceso de mi argumento y también el punto de llegada a partir de ese proceso?”
Soy sobreviviente del cáncer pero no la vencedora de una guerra. He aprendido a extenderle la mano al enemigo que me ha regalado la dicha de ser otra más allá de mí misma. ¿Me habrá hecho esto mejor profesora? No lo sé, pero puedo afirmar que he sido y me he hecho amiga de este oso gigante y monstruoso. Lo oigo rugir de adentro hacia fuera, y lo dejo ser.
26 de octubre de 2009
*Extraído del libro Crónicas para matar el cáncer, de Carmen Rabell (Cap. XXXIII, San Juan: La secta de los perros, 2012).