Una de 1,000 cosas que hay que hacer antes de morir
Su linda cara con ojos rasgados y su pequeña boca rosada. Sus pechos desnudos y grandes como dos puentes colgantes que dividen Asia de Europa. Sus manos blancas y suaves me masajearon. Comenzó regándome con un cubo de agua caliente de la cabeza a los pies, splash…
―Aaahhhh ―se me escapa un gemido.
Me estremezco. Siento cómo mis poros se abren y reciben el contacto líquido. En la intermitencia con la que recibo el calor de los baldes, los orificios se acostumbran. Observo cómo abren y mandan señales foliculares. Miro la cúpula de este grandioso edificio y me embargan sentimientos lejanos y por siempre primarios. Quiero llorar de emoción y ahora es muy fácil porque estoy empapada y desnuda frente a ella, buscando un resoplido que me ayude a respirar.
De vez en cuando siento su mirada peregrinar por mi figura. ¿Qué le llamará la atención? ¿Mi tez, mi gesto de ahogo? La miro a los ojos y devuelve una sonrisa clara… splash… más calor… Se pone de pie despacio y va a su rincón.
Me da tiempo a mirar todo su cuerpo desnudo una vez más. Regresa con una manopla de tela y jabón y comienza a hacerme espuma sobre el cuerpo. Entre risas de todo tipo me entrego, quizás la nerviosa es la prominente.
Alzo la mirada y sumo a la experiencia extática un preciosísimo inmueble con orificios de estrellas como única entrada de luz natural. Estoy en Cağaloğlu Hamamı, recibiendo un reconfortante baño turco. La electricidad en el hararet o cuarto de calor es inexistente. No hace falta. Los destellos que entran colman la atmósfera.
Abunda la energía corporal y el sol está alto, brillando. Pienso que desde 1741 muchas personas se han sentido similar, arrobadas.
El sultán Mehmet I mandó a construir esta joya arquitectónica al arquitecto Süleyman Ağa, pero quien lo terminó fue Abdullah Ağa. Un dato interesante es que fue el último del periodo del Imperio otomano, pero el más majestuoso según compruebo empapada.
De entrada te topas con un jardín que divide la sección de hombres de la de mujeres. Él y yo nos despedimos con un beso y cómplice travesura. A mí una mujer me lleva al soğukluk o cuarto intermedio, me entrega una enorme llave antigua y me solicita que deje la ropa en la cabina. Me indica el número. Hacia allí me dirijo. La minúscula habitación tiene una camilla, un espejo, una peinilla y un bolsita con un souvenir: pantaletas limpias.
Me miré al espejo y sonreí, lo recuerdo con claridad. Me deshice el cabello y acomodé mis prendas sobre el tocador. Dudé si debía salir desnuda de inmediato o ponerme la toalla encima.
Al entrar a la íntima cabina, repasé mentalmente que afuera había una señora tomando té envuelta en una toalla colorida, distinta a la mía que era blanca. También noté a otra señora desnuda y despatarrada, tirada sobre el mármol, pero en otra habitación contigua y brumosa.
Me confundí por unos instantes dentro del pequeño cuarto y opté por emular a la segunda; o sea, dejar la toalla para más tarde. «Tal vez el ritual deba ser más relajado», me dije. Salí desnuda y miré alrededor. Las demás mujeres estaban en lo suyo, es decir, algunas trabajando, y otras disfrutaban en sus respectivas formas…
Volví a ver a la señora del té absorta, relajada, mirando en lontananza. Busqué indicaciones con la mirada. Ahora es cuando ella aparece. En traje de baño de una pieza color negro, se acerca a mí y se presenta oficialmente.
La gordita me ayuda a trepar en unas plataformas de baño, que de inmediato me convocaron a la entrega del ritual. Anduve por el soğukluk guiada por su contacto. Ella vigilaba mi andar y me brindó soporte con su limpísima y carnosa mano.
La enjabonada me la hizo con la misma delicadeza con la que me acompañó hasta el salón propio del hamamı. Se desprendió del traje de baño y comenzó a lavar mis dedos con espuma, los pies, los músculos de las piernas y muslos arriba. No podía contenerme y reía. Ella sonreía de vuelta. Escuché el eco de mi risa y miré en derredor. Habíamos 6 mujeres. Tres afortunadas, y ellas, las encargadas de lavarnos. Me dejó un ratito sentada en la esquina y me dijo en turco algo que interpreté como «te puedes echar tanto cuanto gustes de agua caliente».
Contenta y obediente, llené el cubo y me lo vacié una y otra vez. ¿Por qué la chica rubia frente a mí no juega con agua? Se cansó tal vez. Me fijé de nuevo en la señora de las piernas abiertas y parecía estar dormida. Desde hace rato. Esa sí que sabía pasárselo bien.
Mi bañadora estaba en su esquina echándose agua y poniéndose el traje de baño otra vez. «¿Te vas? ¿Adónde vas? ¡Quiero que seas tú la que me lave!», grité en mi mente. Pero ella se alejó hacia el soğukluk.
Contemplé una vez más la cúpula, las ventanitas en forma de estrellas y cómo se reflejaban en el pedestal de mármol donde ¿dormía? la señora relajada. Mis ojos se cruzaron dos veces con la rubia, pero ella cambiaba la vista de inmediato. «Está muy tensa…» Pensé en mis amigas Las Mombis, lo a gusto que estarían aquí. Bueno, quizás no todas. Está claro que la desnudez no es cosa pública cotidiana. Andar en pelota se disfruta, pero no siempre entre pares del mismo sexo… curioso.
De pronto apareció otra de las bañadoras y ayudó a levantar a la chica rubia. Ésta se tapó los senos al incorporarse. Sólo dio unos pasos hacia delante y se tumbó en el pedestal, del otro lado, pero frente a mí. Observé cómo quien la bañaba la tocaba suavemente. Deseé profundamente que llegara mi ocasión.
Como guiada por mi propio pensamiento, entró mi gordita y de nuevo se desnudó. Se echó otro balde de agua caliente antes de acercarse a mí. Me regó con el líquido por vez ¿decimoquinta? Me tomó de la mano para llevarme a la plataforma de mármol. «¡Por fin!», expresé para mí. Me acosté boca abajo mientras ella me enjabonaba completa. Sus tacto era suave, pero firme en su fuerza. Me deslizaba por la superficie como un cuerpo muuuy ligero y resbaloso, húmedo. Me sujetaba y me atraía hacia ella para poder frotar con el guantecito de toalla cada parte de piel. Masajeaba cada músculo con empeño.
Poca vergüenza sentí al mirar los rollitos de mugre que exfoliaba mi dermis y se pegaban a su mano. «Debe estar acostumbrada a tanto (…)» ¡A propósito: la señora dormida parece que la despertaron porque ya no está!
Me solicitó que me volteara mientras seguía descamando mis pechos. A modo de reflejo, miré los suyos. La imagen de los puentes istambulitas alumbrados y coloridos de anoche volvió a colonizar mi pensamiento. ¿Qué pensará de mis senos? Quizás la hacían pensar en las colinas de İstanbul. ¡¿Cúpulas de mezquitas en colinas, con minaretes alrededor?! Me divertí con la imagen y nos miramos por breves segundos. Debe también estar acostumbrada a que la imaginación de sus clientes vuele. Creo que lo comprende. Volvió a mi pecho y continuó frotándolo con mimo, y placer para mí.
―Now you turn back ―fueron sus únicas palabras en inglés y obedecí. Me echó más agua, esta vez a temperatura ambiente y me sacudió despacio las gotas. Me palpaba con delicadeza, pero hundiendo sus dedos en mi carne. Creo que buscaba puntos de tensión. «No los vas a encontrar, pero, estoy a tu merced.» Continúe mi soliloquio.
«Puedes seguir haciendo esto por el resto de la tarde», debí haber dicho, pero estimo que hubiese sido más un improperio que un cumplido.
Este edificio de 300 años es una experiencia deliciosa. Cağaloğlu Hamamı es reseñado como uno de 1,000 lugares que hay que ver antes de morir, según el best seller del New York Times, One thousand places to see before you die.
El periódico The Guardian, en su sección de viajes, lo recomienda como el pionero en la categoría lugares de baño o hamams del mundo. Los demás están en las capitales de Londres, Moscú, Budapest y Helsinki. Florence Nightingale, Omar Sharif, Tony Curtis y hasta Cameron Díaz han hecho su baño aquí.
Los baños públicos fueron originalmente creados por los romanos, quienes pasaron la tradición a los bizantinos, y éstos a los turcos. En la antigüedad, debido a la escasez de agua y por las demandas de abluciones del Corán, así como por la satisfacción de autolimpieza en lugares magnificentes, el hamamı se convirtió en una institución.
Hoy día sigue siendo un lugar especial, a pesar de que la mayoría de los hogares particulares, por fortuna, tienen cuartos de baño. La tradición es que muchas mujeres próximas al casamiento conciertan una visita al hamamı. Quizás la primera o la última (eso dependerá del acuerdo matrimonial), como regalo de su madre o de las amigas. Yo recomiendo esta experiencia de la manera que sea.
De mi cuerpo emanaban líquidos que me deslizaban de un lado a otro, y ella continuaba atravesando sus dedos en mis rincones. Me dejé llevar y jadeé otra vez. De mi boca salía saliva que se mezclaba con el calor que destilaba el mármol. Me babeé como un bebé. El vapor del salón me adormilaba y recordé a la señora durmiente y su gran vulva expuesta. De pronto el tiempo y el espacio se condensaron.
Cuando volví en mí tenía la blanca luz del soleado martes en mi rostro.
No estoy segura de cuánto tiempo pasó, pero agradezco la precisión de esta hermosa mujer y sus manos ayudándome a incorporarme sentada. Ella prosiguió con el lavado de cabello y enjuague. Sus yemas en mi cabeza eran una delicia, de las que te hacen vocalizar un mantra peculiar. Bajito.
Trató de desenredar mi pelo, pero me parece que desistió de hacerlo con peinilla, entonces enterró los dedos dividiéndome el cabello en cinco secciones, que encaracoló para escurrir el exceso de agua. Alzó mi rostro, como haciéndome volver en mí.
Me indicó que había finalizado. Trajo a mis pies nuevamente los zapatitos extraños y me ayudó a caminar. Preguntó gesticulando si me apetecía dormir un rato, lo negué y me llevó de vuelta a la cabina. Antes paramos en otra habitación y me hizo entrega de la toalla colorida. Ya había sospechado que la toalla de arcoíris sería una etapa posterior.
La colocó a la altura de los hombros y me amarró. Con el paño que me había proporcionado antes, recogió mi cabello mojado de un modo emblemático: al estilo hamamı. Me ayudó a trepar nuevamente en las plataformas estrafalarias y me indicó el camino. Proseguí solita, tratando de hacerlo con elegancia, cuando a mitad de camino se me soltó la toalla del cuerpo y fue a parar en el suelo. Seguí con estilo, desinhibida, hacia mi íntimo lugar.
Adentro del cuartito volví mi rostro al espejo. Me sentí limpia y serena. ¿Cómo le estará yendo a él? Lo estará bañando… ¿otra? Me complació imaginar su cara y sus babas… ¡je!
Salgo de la estancia vestida, sin sueño, más bien energizada. Me senté a beber un té de manzana. Observo a las demás, pero no hay otra como yo allí. Sólo están las bañadoras y la esteticista, trabajando. Al rato, sí encuentro la mirada de otra mujer que recibía mimos por parte de la esteticista. Le sonrío y ella me corresponde.
Siento mucho amor en este momento. Quiero a todas las mujeres que están en este lindo edificio, a todas las que conozco, pero no están aquí, y las que me quedan por conocer y reconocer.
Disfruté de mi té despacito y aproveché para desenredarme el cabello con una peinillita adornada con el logo del lugar, en fuentes orientales. Finalicé mis coqueterías femeninas y pensé que quería verlo, saber de él.
Atravesé el pasillo que dividía la sección femenina de la masculina, que otrora llevó a hombres a ser decapitados por intentar, o lograr, cruzarlo. Rememoré a la primera chica rubia que vi cuando entré a este lugar hace dos horas. Otra como yo. Su amplia y breve sonrisa, la gélida bienvenida:
―Enjoy your moment ―y desapareció por el mismo túnel.
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* Extracto de la Ópera Prima de la autora, que será publicada por Terranova Editores en 2011.