Vestigio
El texto que brotaba de la pantalla añadía: «El surgimiento de vestigialidad ocurre por procesos evolutivos normales, típicamente por la pérdida de función de una característica que ya no está sujeta a presiones de selección positiva cuando pierde su valor en un entorno cambiante. La característica puede seleccionarse con mayor urgencia cuando su función se vuelve definitivamente dañina, pero si la falta de la característica no proporciona ninguna ventaja, y su presencia no proporciona ninguna desventaja, la característica no puede eliminarse gradualmente por selección natural y puede persistir en todas las especies. Ejemplos de estructuras vestigiales (también llamadas órganos degenerados, atrofiados o rudimentarios) son la pérdida de alas funcionales en aves isleñas; el órgano vomeronasal [una estructura que capacita a los perros, gatos, puercos y algunos primates a percibir ciertos olores pero que en los humanos es un cero a la izquierda]; y las patas traseras de la serpiente y la ballena. El apéndice humano ya no se considera vestigio.»
El artículo había aparecido en la pantalla de Arturo de manera inesperada. Una semana atrás había querido confirmar el significado de la palabra «vestigio» para asegurarse que la estaba usando bien en un relato. Después que confirmó que estaba en lo correcto, se le olvidó cerrar la página de internet que había usado. Dejó la computadora prendida y se fue a su casa. Una semana más tarde, al activar la pantalla, la página se le apareció de repente y lo primero que él vio fue una imagen impactante.
Era un detalle de la la parte final del colon ascendente, el segmento que en Latín se conoce como el cecum. Del cecum brotaba hacia la derecha el ileum, omitida en la imagen su conexión con el jejunum y el duodenum, que son los viaductos por donde baja la comida que el estómago desintegra. El ileum lucía como un tubo transversal recortado, más subimpuesto que conectado con el cecum. La imagen era un dibujo en blanco y negro que resaltaba en rojo las venas cecales, dándole al cecum una apariencia de batata atrapada en una red o de territorio atravesado por un sistema pluvial de sangre o de morcilla cicatrizada. Arturo miró la imagen por un rato y se le ocurrió que un artista surrealista la podría haber dibujado, usando un lápiz de carbón y otro de color rojo para luego escribir al calce «Esto no es un cecum.»
En la imagen, el apéndice se parecía al rabo de una rata. En las ratas el rabo les ayuda a mantener su balance, a comunicarse con otras ratas, y a regular la temperatura de sus cuerpos. El apéndice humano, en contraste, no servía para nada excepto para mandarte al hospital a riesgo de muerte si explotaba después de inflamarse. Arturo nunca tuvo ese problema pero por mucho tiempo vivió preocupado por no saber en qué lado del vientre estaba el apéndice, aterrado de que en un momento de dolor agudo no podría decir si su malestar era inocuo o grave.
¿Por qué se había interesado tanto en el concepto de vestigialidad? Si escribía su relato usando fuentes bibliográficas, ¿no violaba su precepto en contra del recurso de la ficción histórica a la investigación? Hacía mucho que Arturo venía expresando su disgusto por ese género a la vez que sus métodos levantaban su cabeza pustulosa aquí y allá en lo que escribía, como el humo que se cuela por debajo de la tapa de una olla donde hierve un caldo, es decir, que sale flotando en el aire de modo inevitable, independiente de la voluntad del cocinero, por mejor puesta que esté la tapa.
Cuando puso su contraseña en la pantalla su intención era abrir iTunes para escuchar canciones de Sylvia Rexach. Necesitaba música para escribir en un ambiente apropiado. Pero al ver la palabra «vestigialidad,» escrita en font llamativo y bastante grande, acompañada de una imagen visceral, la sorpresa le formó una sinapsis en el cerebro con la celeridad de un bocinazo histérico.
Esa sinapsis transformó su intención igual que como le pasa a quien va a un restaurante para comerse un salmón y después de mirar el menú termina saboreando un pargo. Borró lo que tenía guardado. Se dispuso a escribir en silencio. La primera oración fue como un rayo sináptico que fulminó su propósito. El resto fue como un trueno, excepto que su ruido fue prolongado, con una mezcla de pausas, tonos altos y tonos bajos, medidos no en decibeles sino en movimientos repetidos a través de un espacio de horas, días, semanas, meses, como los de una ola que comienza un viaje en el Mar Caribe y acaba en el Mediterráneo.
Al leer el artículo sobre la vestigialidad, le había interesado entender por qué el apéndice, que toda la vida había creído inútil, excepto para matarte, ya no se consideraba un vestigio. Al consultar una nota al calce, supo que cinco investigadores habían proclamado desde la Revista de Biología Teórica que unas tomas del intestino grueso revelaban que el apéndice vermiforme, ese rabo de rata cuyo nombre propio aludía a la forma de un gusano, después de años supuestamente viviendo del guame, ahora parecía que hacía algo, adjunto a un órgano que aunque por dentro era sucio y apestoso, cumplía una función muy importante.
Según los biólogos, por muchos años el mundo había despreciado al apéndice como se desprecia a un parásito social. Según ellos, el apéndice tenía una función inmunológica basada en su asociación con tejidos linfáticos de gran importancia. Era una especie de «díme con quíen andas…»
En el artículo instaban a creer en el apéndice como la gente cree en Dios: no podían decir cúal era su función inmunológica específica, pero el pueblo debía tener fe en que esa función era real. Quizás por eso les habían publicado en una revista de orientación teórica. Entonces, a base de lo que llamaban «conocimiento adquirido,» especulaban que el apéndice era un safe house para bacterias que desde allí podían salir al ataque contra patógenos amenazantes.
Con ese paper el apéndice se había transformado de gusano flácido e inservible en arsenal militar. Esto había ocurrido en el año de 2007 y Arturo se sintió molesto y perturbado por pasar catorce años sin haberse enterado de nada, sin saber que su apéndice era un salvavidas, ajeno a la posibilidad de que alguna vez le había servido para algo.
Después se interesó más por la idea de que un vestigio podía ser un patrón de conducta. Si la vestigialidad se refería a la retención de órganos inútiles pero esa inutilidad podía desaparecer en
cualquier momento, la biología era como la historia, que nunca se escribe de forma definitiva por más contundentes que sean los hechos de su verdad.
Arturo pensó en el amor como un ejemplo, pues era una experiencia de vaivenes, que podía aparecer, desarrollarse y persistir, o desaparecer, no ya por selección natural sino según lo que le viniera en gana. Si aparecía, perdía su cualidad vestigial, si se desarrollaba era una presencia que podía tener cualidades ancestrales, pero si desaparecía el vestigio terminaba siendo uno mismo, caminando por la calle como un zombie, muerto en vida, despojado de la función que era la esencia humana y sin la cual se convertía en un ente desprovisto de su más básica utilidad. ¿Si no era capaz de amar, para qué servía un ser humano? Esa pregunta Arturo la vivía en su propia carne.
De la vestigialidad del amor era precisamente de lo que hablaba Sylvia Rexach al decir, en una de sus más sentidas canciones, que una triste caravana de recuerdos había pasado por su mente dejando rastros de nostalgia de un amor ya fracasado. Aquellos ojos que en la canción buscan al amado, sabiendo que ya jamás va a estar a su lado, eran los mismos ojos con los que Arturo veía a diario, día y noche, el rostro de Sofía Morelli, ella riéndose en tonos graves, con una risa que le ponía en las esquinas de los ojos unos abanicos de arrugas amplios que le iluminaban la cara.
Con sus ojos él la devoraba. Se quedaba embelesado acariciando sus pestañas, le mordía el cuello en los párkines despoblados de gente, ocultándose detrás de los carros. Veía su cuerpo de ascuas desvestido en aquellos momentos de prisa y encanto que le mantuvieron vivo, recuperado de su anquilosamiento emocional, por seis años. Mejor ejemplo de un vestigio, de un cuerpo inutilizado por una función perdida, que el del suyo después de perder a Sofía, no había otro, y la falta de comparación en vez de invalidarlo lo solidificaba.
Pero estaba harto, cansado de recorrer caminos nuevos para siempre terminar en el mismo lugar. Necesitaba deshacerse de ese vestigio de amor. Sofía había desaparecido del mapa y dudaba que aún con el esfuerzo teórico más grande pudiese plantearse la posibilidad de que cumpliera una función para él que la reivindicara. En parte le agradecía que fuera la inspiración de muchas de sus disquisiciones. Pero le preocupaba que sus lectores llegaran a pensar que ya era un disco rayado.
Recordó haberse puesto a jugar con una aplicación en su teléfono para dibujar dos imágenes formadas por líneas rojas en un trasfondo negro. Eran líneas imprecisas cuya forma era clara. Su fecha era febrero 20 del 2017, lo cual era extraño pues eso era siete meses después que Sofía había salido por la puerta de su casa para no regresar. Él pensaba que sus dedos las habían delineado antes, estando con ella, quizás en un momento de desnudez sosegada. La espalda negra adquiría forma gracias a la línea roja que la atravesaba. La línea que formaba la cara estaba trazada a un ángulo de más o menos noventa grados, con una ligera inclinación hacia lo que debía ser la frente, lo que le daba un matiz cubista familiar. Unas curvas sugerían ondas de pelo, otras tenían la forma de unas nalgas. Una de las manos parecía extenderse hacia él. El busto era más reflejo de su entusiasmo que de la firmeza real de las carnes de Sofía, aun cuando apenas tenía cuarenta años.
Entre las imágenes y su escrito había una gran distancia. Ambos evocaban un recuerdo ardiente y amargo. Con gran reticencia las incorporó en la parte final del relato pensando que debía acompañarlas con una aclaración en el calce. No lo hizo. La frase que quiso usar era una coda abrasiva que convenía mejor enterrar. Quedaba claro que la funcionalidad ausente de Sofía no proporcionaba ventaja ni desventaja. Eso sugería que para sacársela de la mente no iba a poder depender de los designios de la selección natural. Tenía que estirparla, removerla como se hace con los molares: con anestesia local y a macetazos.
El valor de aquellos sentimientos que por seis años les habían sumido en un estado de arranque permanente, de arrebato emotivo e intelectual, había sido reducido a nada, su aliento extinguido, su sonido desvanecido como el de una gaita desinflada. Donde una vez hubo melao espeso solo quedaba un triste bagazo. Todavía tenían alas pero no volaban, eran serpientes cojas, dos ballenas lisiadas, atascadas por su propio peso, delfines que hablaban con chillidos que no tenían significado. Compartían con algunos animales un órgano olfatorio que a ellos los dejaba indefensos y que a los otros les ayudaba a parearse con sus amantes.
De todo eso eran reflejo las imágenes, ahora fósiles vivos, un recuerdo eterno en estado de muerte. Su amor por ella había sido, como el apéndice reivindicado por un grupo de biólogos teóricos, una «casa segura,» apartada de la fealdad del mundo y de las preocupaciones de lo cotidiano. Ahora no era nada. La hora de acabar había llegado. El descenso de la cortina tenía que ser raudo y final. Sólo una oración más antes de irse con sus motetes a otra parte.
Esas imágenes rojinegras son un vestigio –escribió sin darle a la oración la distinción de las entrecomillas ni el énfasis de un font distinto o quizás itálicas– pero bien podrían ser un mero garabato.