Vivimos en un nursery
Aquellos que te hacen creer absurdos
pueden lograr que cometas atrocidades.
-Voltaire
¿Somos verdaderamente tan tontos como para caer una y otra vez en engaños similares por más burdos y absurdos que sean?Pues sí. La tontería es característica de una sociedad infantilizada. Y eso somos.
No somos la única. Muchas sociedades y en diferentes épocas han discutido su puerilidad colectiva. Lo que hace particular la nuestra es eso, que es nuestra y de nadie más. A quien le hace daño es a nosotros. Inducido y sostenido por un colonialismo que parece no tener fin; somos un país de niños con miedo.
Para el siglo dieciocho Voltaire ya había advertido el infortunio de una masa pueril. No solamente había dicho lo que cito en el epígrafe, también dijo:
“Quien no tiene toda la inteligencia de su edad, tiene toda su desgracia”.
Hace par de semanas fue un psicoanalista puertorriqueño y colega escritor de 80grados quien puso sobre el tapete nuestro infantilismo:
“…Puerto Rico es un país de hijos”.
Todo empezó porque invité a Alfredo Carrasquillo a discutir qué vino primero si el abuso o la gansería, si el tumbe o la corrupción. Partí de una premisa provocadora para un pensador de la talla de Alfredo: ¿Somos un pueblo pacífico, bueno, alegre, feliz, confiado, sumiso, tímido, temeroso, infantil, inmaduro? En fin, las características de un niño con retraso mental o discapacidad cognitiva en etapa educable que vive satisfactoriamente en una sociedad pero sin nunca llegar a crecer hasta convertirse en un adulto autónomo y responsable. ¿O somos un pueblo jaiba y taimado, ganso, vago, desconfiado, egoísta sin responsabilidad social ni moral, que vivimos del cuento y del oportunismo? En fin, las características de un sociópata: agresivo pasivo, hostil, inteligente, impulsivo, manipulador, bocón y tremendo actor que siempre aparenta estar en control.
Alfredo levantó los ojitos de algo que hacía con las manos, me miró insondable, pero no titubeó:
“Nuestro problema es que Puerto Rico es un país de hijos. Eso implica un país de gente que está siempre tratando de remitirse para lo bueno y para lo malo a la figura de un padre. Un padre ausente, un padre no interesado, un padre distraído. Un país de hijos colonizados esperando por un padre que funcione como amo… ¿Qué implica un país de hijos? Que los hijos no tienen que asumir responsabilidad por el mundo que tienen porque alguien más se encarga”. Eso nos dijo Alfredo en una de esas conversaciones que me gusta sostener en mi espacio radial. (Pueden buscar el podcast en la página en construcción de lastias.net)
Discurrió el tête à tête con Alfredo y mi cómplice Graciela Rodríguez Martinó sin saber que esa conversación serviría de preámbulo involuntario a la inmadurez manifiesta del Gobernador en una conferencia de prensa al día siguiente. El día que iba a nombrar a un jefe de la Policía y la metrópolis lo llamó para imponerle nuevamente el suyo. Salió contento a decir que había sido idea y voluntad propia y a burlarse de la prensa y los opositores cibernéticos. Como si lo hubiera hecho a propósito para decir como los nenes: “Los cogí de bobos”.
Pero no. Lo que hizo fue obedecer al padre ausente y distraído que de pronto reaccionó para actuar como amo. Como parece obedecer a sus hermanos mayores de una familia en la que siempre fue el benjamín mimado y bienmandado. Con la misma espontaneidad niña con que destruye públicamente la credibilidad de su servicio de meteorología y anuncia que va a conectarse por Skype con el servicio de papá que es el confiable.
Esa inmadurez es obviamente la razón de una eterna contentura en el gobernante que ha llegado a preocupar a los más formados dentro de su propio partido.
“Es como si no tuviera preocupaciones nunca. Yo que no puedo dormir pensando en qué voy a hacer al otro día para resolver tantos asuntos que me angustian sabiendo que no los puedo resolver, y él siempre está fresco como una lechuga como si no estuviera pasando nada. Me dan ganas de cogerlo así por los brazos y sacudirlo a ver si por lo menos lo despeino”, me decía el otro día un político al que por supuesto no voy a tirar al medio.
Es que no las tiene, amigo. Preocupaciones, digo. Confía siempre en que alguien le va a resolver. Por eso vive su vida contento. Es emblemático de nuestro país de hijos. ¿O es que no saben que a escala mundial estamos catalogados como uno de los pueblos más felices según la medición del Instituto de Investigación Social de la Universidad de Michigan?1 Es más, para el 2005 éramos el más feliz en esa categoría, aunque en el 2008 nos desbancó Dinamarca.
¿Pero somos realmente felices? ¿Somos niños felices? ¿Por qué entonces vivimos todo el tiempo como si fuéramos enemigos, engañándonos y puteándonos los unos a los otros? Compitiendo a quién es más ganso, a qué empresario o cabildero es más hijoeputa, a qué gobiero es más corrupto.
Eso -la corrupción, el tumbe, la gansería y el abuso-, que fue el principio de nuestra conversación radial, nos da en la cara sin piedad y culmina con otra premisa aterradora. La perspectiva de tenernos que hundir aún más para impulsarnos y salir a flote. Angustiante para los que ya hemos entendido el axioma de la necesidad de un cambio drástico en el rumbo del país.
Para los estudiosos de nuestra decadencia como Alfredo Carrasquillo, todavía hay más abajo y toda nuestra felicidad e infelicidad, contradictoria como es, surge de nuestra inmadurez colectiva que reflejamos en conductas viscerales. Aunque parezca imposible, parece ser cierto.
Basta ir a cualquier lugar público para experimentar el nivel de desconfianza, hostilidad, gansería y violencia con que pretendemos convivivir. Cualquier fila de espera es buen ejemplo.
Estamos pendientes a que nadie se cuele; pero qué bien nos sentiríamos si pudiéramos hacerlo. Si alguien llamara nuestro nombre y nos sacara del montón. Si al que llaman es a otro fruncimos el ceño y nuestra hostilidad crece aunque no soltemos un puño. Con otros pequeños infortunios cotidianos se acumula silenciosa en un rincón del alma y en el mejor de los casos nos desquitamos frente al volante del carro con un bocinazo o un corte de pastelillo. En el peor, nos desquitamos como desgraciados victimizando a alguien más débil.
Nos incomoda la mirada de cualquiera que se posa más de un segundo sobre nosotros. Miramos a la vez con disgusto mal disimulado a quienes creemos menos aptos para la vida -intelectual, económica o socialmente-. Su ropa, sus accesorios, sus gestos, su tono de voz, son un indicio de que son diferentes a nosotros, más o menos privilegiados que nosotros. Diferencia que no toleramos en absoluto.
Hacemos chistes –burla- para disfrazar nuestra incomodidad de estar donde no queremos estar, con gente que no queremos estar esperando, por algo que debíamos recibir sin la humillación de esperar horas que no debíamos aguardar porque nos corresponde por derecho, trabajémoslo o no.
Estamos siempre al borde del colmo. Agresivos, belicosos, dispuestos a tirar si nos tiran, verbal y físicamente. Tenemos miedo.
Las filosofías más elevadas sostienen que el amor y el miedo son los dos únicos grandes sentimientos. Todos los demás son manifestaciones del uno o del otro. La hostilidad, la violencia y el maltrato son subproductos del miedo. La corrupción y la gansería son subproductos del miedo. ¿Cuándo vamos a lograr que sea el amor el que gobierne nuestras vidas en lugar del miedo? Sucio difícil.
Esto es lo que hay. Somos un país de niños con miedo.
Una sociedad esperando que alguien se encargue de esto y lo arregle. No somos la única, pero esta es la nuestra con el elemento particular de una estructura colonial que ha contribuído enormemente a que nos portemos como hijos esperando que papá resuelva.
Por eso hasta la corrupción y la gansería se explica con esa actitud pueril. Cito a Alfredo:
“Esa es la lógica de ser hijo. Tú no asumes responsabilidad por tu presente y tu futuro. Esperas que alguien se encargue. Eso genera un montón de prácticas perversas. Por ejemplo, la lógica de la corrupción es que no nos importa. Porque a los hijos no les importa gastar demás ni hacer mal uso de los recursos, porque hay la ilusión de un papá que se encarga”.
Los hijos de un papá corrupto piensan que están por encima de la ley. Si papá actúa por encima de la ley esa es la norma ¿no?:
“Estamos al garete. Todo el mundo se maneja como si la ley no le aplicara. Eso genera la corrupción como práctica generalizada en todo tipo de intercambio y a todos los niveles”.
Si a esa lógica le añades la de poder salir corriendo, estamos bien jodidos:
“¿Qué implica para nosotros la bandera americana? ¿Qué implica la ciudadanía americana? Libre acceso al territorio norteamericano. ¿Y qué implica eso? Esta es la tragedia. Que no hay que trabajar aquí por conseguir un país viable porque si me va mal me voy. El argentino, el colombiano, el chileno sabe que su país es lo único que tiene. Aunque tiene la posibilidad de la emigración, tiene que construir un proyecto de país. Para nosotros, además de ser un país de hijos, siempre la vida está en otra parte. Jugamos a que nos podemos ir. Si nos va mal en Salinas nos vamos para Hartford. Si nos va mal en Hartford nos vamos a Comerío y si nos va mal en Comerío nos vamos a Nueva York. Nunca hay un compromiso de construir donde estamos”.
O sea, que vivimos en un nursery. Y ni siquiera digo guardería infantil porque en español suena a protección de la buena. Digo nursery, como el de las plantitas que después trasladan a la tierra para que crezcan y florezcan. Con la diferencia de que no nos trasladan. Vivimos y morimos en el nursery con cara de niños grandes colonizados por consentimiento y creyéndonos felices.
Otros dirían que esa infantilidad nos hace mediocres como ciudadanos. Un filósofo argentino, José Ingenieros, en su libro El hombre mediocre (1913), lo describía como aquel que no lucha por ideales sino que, incluso, los combate porque afectan a su estabilidad, y se vuelve sumiso para convertirse en parte de un rebaño.
La rutina, han dicho otros, es el hábito de renunciar a pensar. Y es común en una sociedad guiada por la “niñología” y compuesta de “bebés mentales”, humanos acostumbrados a la inacción y la inmadurez colectiva, permanentemente asustados y dispuestos a obedecer.
No se suiciden, que no estamos solos en el mundo.
Rosa María Artal es una periodista española preocupada exactamente por lo mismo. En su país:
“El siglo XXI parece haber alumbrado una ciudadanía que precisa tutela y motivación para afrontar el más nimio esfuerzo, salvo fiestas y gestas deportivas (ajenas a su intervención). Atados a hipotecas y créditos, al sueño del triunfo fácil, los afectados por la crisis reaccionan con pasividad inusitada a ese atropello a la lógica que ha constituido el desarrollo de la hecatombe financiera y las medidas de ajuste que decreta, en connivencia o sometimiento de los políticos.La sociedad infantilizada malcría -¿para perpetuarse?—. Los niños españoles crecen en madurez social a través de las redes de Internet, pero se muestran francamente desanimados ante el compromiso y el esfuerzo. “Multirregalados” —hasta tres veces en Navidad—, ven paliada la ausencia de unos padres, entregados al trabajo y a lo que este puede comprar en progresión insaciable, con el teléfono móvil. El permanente control a distancia impide el desarrollo de la facultad de decidir y afrontar los contratiempos, de equivocarse, caer y volver a levantarse, dado que una paternal voz querida soluciona el conflicto puntual. O lo que es aún peor: la de los «amigos» de Twitter o Facebook. La educación autoritaria parió adultos reprimidos y proclives a utilizar sinuosas curvas en lugar de la línea recta. La aparente sobreprotección actual, la muerte de la iniciativa. Sensación ficticia, porque lleva de la mano justo hasta el borde del precipicio, donde desaparece todo aliento”.
¿Les suena a algo parecido?
Pues Julio Alonso Llamazares, otro periodista, piensa lo mismo:
“El problema de esta situación es que, al tiempo que el Estado se ha convertido en un padre que nos lo soluciona todo, o al menos eso pretende, al estilo de las familias tradicionales y protectoras, los ciudadanos hemos devenido en niños; niños inermes e irresponsables incapaces de hacer nada por nuestra cuenta, puesto que nos falta el hábito. Pero, en nuestra infantilización también nos hemos vuelto quejicas, seres despóticos y exigentes que, como los infantes de verdad, pensamos que todo nos debe ser resuelto por ese padre que es el Estado, incluido aquello que no tiene solución. Es lo que tiene saberse hiperprotegido: que, mientras más cuidados recibe uno, más exige al que se los proporciona”.
La historiadora francesa Alexandra Viatteau publicó hace seis años su libro La société infantile (2007) en el que plantea que un fascismo interiorizado y voluntario propicia que vivamos en un totalitarismo blando. Uf. Los términos son parapelos y apuntan nuevamente hacia una sociedad infantil que se deja llevar por sus emociones evadiendo la responsabilidad de profundizar en sus problemas.
Antonio Rubio Plo, un historiador español, nos habla de la teoría de Viatteau en los siguientes términos:
“En muchas ocasiones todo intento de raciocinio recibe como respuesta el grito o el insulto. Es muy característico de una sociedad infantil cuya existencia debe bastante a un sistema que pretende ser educativo aunque no eduque precisamente en la responsabilidad. A este respecto, Viattaeu denuncia que la enseñanza se está convirtiendo en un ejercicio de relaciones humanas más que de transmisión de saberes, los profesores son más «acompañantes» o de «apoyo» que educadores; y lo peor es que los conocimientos no se construyen alrededor del saber sino de la discusión permanente. Por lo demás, hemos llegado al extremo de que todo comunicador que se precie, debe exhibir nutridas dosis de ironía o de provocación, y sería capaz de justificar sus gesticulaciones o insultos en nombre de la justicia o de un mundo mejor. ¿Y qué decir del mundo de la creación artística, el de los “subversivos subvencionados”, en expresión de Viatteau? Esos creadores imponen sus gustos en la creencia de que no existe la verdad, aunque por lo visto tampoco la inteligencia o el buen gusto. Vivimos tiempos de un narcisismo colectivo, y cuando hay narcisismo impera el tribalismo, segura antesala del odio. Sin embargo, no todo es perceptible en el mundo de lo “políticamente correcto” porque un neolenguaje, no muy diferente al del 1984 orwelliano, sirve para ocultar la realidad”.
Si quieren acabar de joderse la cabeza, los invito a conocer un filósofo joven argentino al que sigo en Twitter, Luis Diego Fernández, autor de Hedonismo libertario, en uno de sus muchos ensayos en el que retrata el deseo como exceso.
O vayan a la historia y repasen a Tocqueville, su tiranía de la mayoría y su visión del ciudadano que vive aislado del otro.
Que conste que no pretendo presentar un guille de intelectual zumbando nombres y citas. Nada más lejos de mí. Es que soy una estudiante eterna y con la ventaja del Internet estoy adicta a buscar pensamientos afines. Y siempre los encuentro. Los rebusco, los investigo, los cuestiono. Algunas cosas las llevo en la mochila, pero hay tantas nuevas que me nutren, tanta gente por conocer que enfrenta los mismos demonios y trata de reinventarse y reinventar a sus países. Los invito a la ruta. Se van a sentir menos solos y menos impotentes.
Regresen entonces a Puerto Rico. Y tomémonos en perspectiva. Siempre hay vida después del caos. Solo hay que construirla.
Tenemos que empezar a hablarnos uno al otro, me dice Alfredo. Apalabrarnos fuera de los partidos políticos. Fuera de los sectores y las facciones. De cara, como ciudadanos. Ahí es que se darán las concertaciones que se hacen imposibles desde la camisa de fuerza de unas estructuras que lo que buscan es prevalecer como instituciones y no nos permiten abandonarnos a la conversación sin condiciones previas para buscar consensos.
Alfredo mide el progreso de este proceso desde tres puntos de partida:
- La formación de líderes capaces de pensar como adultos, no como hijos, que le pierdan miedo a la ruptura y el cambio.
- Una sociedad civil no de facciones sino de ciudadanos que son los que asumen responsabilidad y acción política.
- Un sector privado que quiera salvar lo que le queda y reinventarse.
Espero que sea el propio Alfredo quien continúe con ustedes esta conversación que empezamos.
- Al cierre de esta edición nos han sacado de la lista de países más felices. [↩]