What’s in a name? Sobre «Todos los nombres el nombre» de Bruno Soreno
Juliet: «What’s in a name? That which we call a rose
By any other name would smell as sweet.
-Romeo y Julieta (II, ii, 1-2)
El trabajo sería desistematizar todos los sistemas lingüísticos;
no encontrar códigos, sino decodificar los ya existentes.
-Peter Handke / El peso del mundo.
(Uno de los múltiples epígrafes del libro)
Sigo enumerando; el libro juega como Julio Cortázar, confiesa una existencia intoxicada, como William Burroughs y además, anti-soussurianamente, se estructura a partir de una búsqueda de la sustancia en el nombre, como en La importancia de llamarse Daniel Santos, de Luis Rafael Sánchez. En el gusto por decir lo más bajo desde el lenguaje más alto va sobre los textos de Manuel Ramos Otero. En su preferencia por la oscuridad y los seres que la habitan cita, además, los clásicos del canon gótico, como E. T. A. Hoffman. No me invento nada. Todas esas referencias están dadas en el propio libro. Pero también hay en él citas, conversaciones, que no están dichas (escritas-citadas) en el libro, con ciertos “escritores malditos” del contexto cultural puertorriqueño: el Joserramón (el Che) Melendes (sic.), Iván Silén, Néstor Barreto. Fíjese lector que el libro declara entre sus interlocutores -citando directa o indirectamente- a novelistas, cuentistas y poetas, de la tradición puertorriqueña, la hispanoamericana, la estadounidense y la europea. Se trata se una inserción voluntaria en el mejor canon de enfants terribles de la literatura occidental en la que la isla está inscrita desde la conquista española, aunque sea desde esta frontera que es un adentro y un afuera de “extremo occidente”. Están sí, están todas las citas que van. Por ejemplo: “La rosa es una rosa es una rosa es una rosa es una rosa es una rosa es una rosa es una rosa es una rosa…” (272), en la página entera. Ese juego hace patente que el lenguaje lo crea todo a la vez que equivale a nada porque también todo está afuera de él. La imposibilidad de que la rosa aparezca con colorido, textura, perfume, la imposibilidad de que en español uno diga rosa y esa palabra diga un algo que es una flor, la que sabemos, sin que diga todas las veces que la rosa fue nombrada en la poesía. No me repito yo, que últimamente veo rosas por todas partes, sino que es que están y la búsqueda de la flor es un signo de los tiempos.
Un libro que se titule así, Todos los nombres el nombre, es inevitablemente una reflexión sobre la identidad. En esta isla que se sigue “buscando” desde los círculos intelectuales (puesto que sospecho que para otros ella es más el performance diario que la pregunta) ese gesto no es ingenuo. La persecución identitaria en este libro es el alumbramiento de las diarias puestas en escena del ser desde la oscuridad. Dice, en Adelaida recupera su peluche, texto que había salido ya recientemente con la editorial La secta de los perros y que está incluido en esta colección montada sobre una línea de poesía y cuentos en fuga, sobre la noche:
Hay que admitir que la noche en estas latitudes torrenciales es una cosa fenomenal. El fenómeno, sin embargo, no es una cosa oculta debajo de la piel de la noche, allí en trastienda oscura y polvorienta de esa ciudad dentada, sino que, por el contrario, el fenómeno es un exceso de realidad inaudita que te abofetea en la cara y que, si no te cuidas el trasero, te da chino. (162)
En la noche se ve todo más claro puesto que en ella se vive a plena luz. En ella se encuentra la belleza de lo sórdido, además de la posibilidad de entender lo que más duele; puesto que sin escapes este texto se lanza al fondo del pozo: “Me duele mi jardín de cosas enterradas, los escaparates profundos, las bestias, las arcadas, las exhalaciones especialmente brumosas de ciertos cigarrillos siempre de noche, me duele un libro, un saber” (8). El saber, el libro, el humo de cigarrillo, la geografía de la ciudad, el subconsciente, todo eso está a la vista (los escaparates profundos) si uno se queda despierto después de la puesta del sol; si uno está dispuesto a introducir la cabeza en el pozo. Y el caso es que “Cuándo, cómo podría yo separar mi nombre de todas las preguntas. Yo quisiera ser capaz, como hacen ciertas faunas, de no saber” (9). Puesto que de lo que sabe Bruno Soreno es de la pulsión de muerte, de carnavales enterrados en lugares mustios alejados de la luz, de la actitud esquizo que confunde el amor con el asesinato.
Los nombres se transmutan. La tierra se vuelve Anexia, Encerrado, Drug City, pero no importa qué nombres se pongan, cómo se dispongan las palabras en la página (en verso si se trata de versos, en prosa si lo que dice usa esa forma, pero no, y también viceversa, todo a la vez), el libro se lee de un tirón y va contando la historia de una desolación. En ese sentido recuerda los paisajes de ciudad devastada que aparecen en los libros que escribe Eduardo Lalo, solo que en Todos los nombres hay personajes irredentos que juegan, torturan y se torturan, aunque podría ser lo mismo si se piensa que todos ellos son espectros, ya están muertos, por lo que no importa el nombre: “¿Hay acaso una esperanza de morir y de que sobreviva el nombre, mi nombre, este mío, este que agarro sin garras, desgarrado, yo, él? ¿Conozco acaso el nombre que persigo en la bajada?” (238). Pasa que a la vez que niega la importancia del nombre puesto que las palabras no logran organizar el mundo por más que pujemos, el texto expone un exceso de realidad; ahí está lo Real, que no se apalabra pero se marca desde sus fronteras que son el cuerpo que se tajea y bota sangre. El texto explora, como el suicida, corroborar la existencia a partir de exponer el cuerpo a sus límites, más allá de los disfraces.
Hay algo de la propuesta de este texto que me parece debatible, sin embargo. Me obligo a decirlo porque el escritor o su seudónimo ha protagonizado debates más o menos públicos sobre el asunto de qué es literatura. What’s in a name? Me pregunto junto con él. El nombre hace a la cosa o viceversa. En este momento histórico el corpus de lo publicado da cuenta de muchas realidades que habitaban las sombras puesto que sus escritores no habían tenido acceso a la tecnología de la escritura y sus archivos; detalle que cambia en el momento de los procesadores de palabras y las editoriales independientes1. Mi criterio me lleva a aceptar esta diversidad y valorar los textos según el contexto en el que intervienen. Quién los escribe, cómo, avalado por quiénes, qué publico se construyen estos textos, en qué debates intervienen. Solo así se puede leer esta diversidad. Lo que se populariza, lo que vende, en un circuito o en el otro es más que nada un síntoma para analizar si el crítico lee el texto en su contexto y no desde otro que le es ajeno. Desde otros archivos no habilitados por la tradición, también válidos -que en este libro se activan junto con la cita erudita (la oralidad de la ciudad nocturna, por ejemplo)- se genera un debate que también puede ser erudito puesto que activa otras genealogías de la rosa que la tecnología de la escritura occidental ha desconocido. Entonces, la cita a Heléne Cixous, conocida feminista, donde argumenta sobre la curiosidad de habitar la piel del otro, para a partir de ella canibalizar mediante la burla a las otredades históricas del discurso occidental (negros, gays, mujeres, que mueren asesinados en el texto) es una justificación decontextualizada. Me explico. No es lo mismo que Cixous diga, en un texto que se titula Cuentos de la diferencia sexual lo siguiente:
La verdad está en el texto entre nosotros. En el texto que se teje entre los dos. Mas si me preguntaran, como en los cuentos, si me gustaría tener/ser un cuerpo de hombre para probar, diría que sí, para probar, me apasionaría conocer el mundo con otro cuerpo, para poder después trabajar verdaderamente, de una parte y de otra parte, la diferencia sexual, de conocer el aire, las piedras, la tierra con otros músculos, de conocer el misterioso goce masculino, si me gustaría conocer. Saber ese viaje, y todo lo que acompaña, y que veo en este momento […] que presiento pero no conozco, y saborear cierto tipo de angustia, de temblor, insurrecciones, depresiones, resurrecciones, arraigamiento en el centro del cuerpo. Pero no lo conoceré nunca. (Citado en Todos los nombres, 156)
La propuesta de la filósofa francesa es que habría que reconocer el límite de nuestro discurso. Cada cuál habla desde su límite. El otro es inabarcable para cada sujeto, para cada género. La verdad está entre medio. Entonces, Bruno Soreno propone:
Yo sospecho que otra vez salto, otra vez devengo trashumante, pasajero, commuter, otra vez, sospecho que otra vez me voy pronto de aquí y que este ataúd relleno de vivos es uno de los pedazos que dejaré atrás. Yo soy uno de esos enterrados en vida. Nada es casualidad. Me encuentro en una foto de Halloween del año 1999, vestido de mujer. Me hallo horripilantemente plateado, y dos medios cocos de higuera haciendo de tetas duras bajo la tela, sobre la tela de mi pecho, justo protegiendo las tetillas. El rostro está pintarrajeado de negro, parodiando a un nigger, diplo burlándose doblemente del travesti, del negro, del homosexual escandaloso. Esta, aquella noche de pacotilla es cruel, para los parodiados y para mí. (281)
Cixous propone que es imposible viajar a la alteridad como si se tratara de viajar de Caguas a la zona bancaria de Hato Rey a trabajar (o Río Piedras, da igual). Propone saber que lo que habría que decir está en ese hueco entre el yo y el tú que eres yo para el que soy un tú. Tal vez ahí, precisamente, radique la crueldad que reconoce la voz que arma este relato. El caso es que leyendo se entienden muchas cosas porque están dichas, pero no todo está dicho y en este momento histórico tan precario de autoridad para la cultura letrada habría que decir con cuidado, porque hay muchas voces en el ambiente, muchos muertos que reclaman, muchas genealogías silenciadas que se imponen en la esfera pública de hoy, por distintos medios. Tal vez lo que quiera decir este que se pinta de negro porque no se reconoce como tal, es que el dolor está en todos. Y es cierto. También es inenarrable, inefable el dolor de cada cual. Pero ya mostró Susan Sontag en El dolor de los demás que mientras esos dolores son inenarrables, también se representan en la palestra pública ciertos dolores que sirven para avalar ciertas agendas.
A pesar de este detalle, confieso que leí el libro con placer. Que me conmovió por la belleza y la erudición que comento al comienzo de esta reseña. Me parece que la violencia en este libro funge como la violencia en las películas de Tarantino. Es catártica. El sacrificio ritual en las culturas ha sido una herramienta para aplacar la ira de los dioses contra nosotros, pequeños seres sin nombre que se enfrentan a Él, quien se anuncia diciendo “Soy el que soy”, el que tiene todos los nombres; ese Gran Otro del que está hecho nuestro subconsciente. Es valiente, en la medida en que hace visible que la violencia contra el otro es en verdad contra uno mismo. Es nuestro miedo de no ser, ese vértigo, el que nos hace cortarnos para mirar nuestra sangre. Salvo, que pienso que confirmar la mortandad de quien ha muerto mil veces mil en la escritura, no es una verificación de la fugacidad de la vida propia. Yo creo en el amor de Romeo y Julieta.
- Reflexión para el futuro: Decir “editoriales independientes” en Puerto Rico no se refiere a un modo de producción, puesto que la mayoría funciona al margen de las instituciones culturales del estado y la Universidad, que ya perdieron su función de guardianes del gusto. Se refiere más bien, precisamente, a la independencia del campo cultural letrado tradicional, lo que impone otras formas, otros temas, otras miradas -no todas de igual calidad literaria si se la define desde un diálogo particular con las tradiciones canónicas. El asunto es más complejo, puesto que las políticas de identidad se debaten en la academia desde los años sesenta del siglo XX, pero baste lo dicho por ahora. [↩]