La amnesia del capital
El pasado 15 de septiembre se cumplieron seis años del estallido de la crisis de 2008. Las consecuencias de esa conmoción lejos están de haberse disipado. Los responsables quisieran que pasemos por alto el aniversario. Pero los que hemos sufrido las consecuencias no debemos hacerles ese favor.
El 15 de septiembre de aquel año turbulento se anunció el colapso de Lehman Brothers, uno de los bancos de inversión de más abolengo en Wall Street. Era un hecho sin precedentes: al momento de quebrar, el capital de la empresa era alrededor de $635 mil millones. Al día siguiente corrió igual suerte AIG, la empresa de seguros más grande de Estados Unidos. Al poco tiempo se les unía Washington Mutual, la quiebra más grande de un banco comercial en la historia de ese país. En medio del pánico general, el crédito se paraliza: nadie está dispuesto a prestar dinero a nadie, pues nadie sabe cuál será el próximo en colapsar. No se sabe cuánto capital propio o ajeno está invertido en los títulos (recién bautizados) «tóxicos», cuyo supuesto valor, acreditado como AAA por Standard y Poor’s y otras casas calificadoras hasta la misma víspera de la crisis, se ha desvanecido de un día para otro. Sin posibilidad de obtener créditos, decenas, cientos de bancos y empresas se tambalean al borde de la quiebra.
Los portavoces del gran capital entran en justificado pánico. Henry Paulson, Secretario del Tesoro de Estados Unidos, resumió el sentimiento perfectamente: «I am worried about the world falling apart» y le advierte al Congreso que si no actúa inmediatamente «the financial system of this country, and the world, will melt down in a matter of days.» Un banquero de Merryl Lynch se lamentaba en la misma tónica que Paulson: «Our world is broken— and I honestly don’t know what is going to replace it.» Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal y admiradísimo gurú del neoliberalismo, describía su reacción como «shocked disbelief» y emitía un juicio tajante: «the whole intellectual edifice» de la teoría finanzas moderna, decía con asombro y consternación, había «colapsado». El Financial Times de Londres proclamaba a los pocos meses: «El mundo de las pasadas tres décadas ha terminado.» Aún luego de evitarse el colapso generalizado del sistema financiero, no fue posible dejar de reconocer la magnitud de lo ocurrido, por un tiempo al menos. Tom Geithner, sustituto en el puesto de Paulson bajo el gobierno de Barack Obama, declaraba que se estuvo al borde del «colapso del sistema financiero», que «nuestra economía estuvo al borde del abismo.» Jim Flaherty, Ministro de Finanzas de Canadá endosaba el diagnóstico y reconocía que se estuvo a una pulgada de la «catástrofe». Colapso, abismo, catástrofe, mundo roto, derrumbe, melt-down: esto de los representantes, administradores y defensores del sistema.
El derrumbe del mundo de las finanzas, la confusión de sus líderes, el espectáculo de los defensores del mercado y la privatización exigiendo que el gobierno los rescatara de la quiebra y de la disciplina de la competencia que tanto habían predicado, abrió por un tiempo cierto espacio para que, incluso en los medios de comunicación masiva, se escuchara la crítica y el cuestionamiento de los manejos del capital financiero, del neoliberalismo e incluso del capitalismo, al menos en sus variantes más salvajes.
Pero el efecto inmediato fue la estructuración, como exigía Paulson, de una gigantesca operación de rescate del gran capital privado: de los más grande bancos, aseguradoras y no pocas empresas industriales. Entre un tipo de medida y otra se estima que en Europa y Estados Unidos los gobiernos invirtieron en ese rescate cerca de $20 millones de millones (o billones en español o trillions en inglés). Y aquí llegamos a lo más irónico del asunto, o más bien, lo doblemente irónico del asunto.
Irónico, primero, porque los enemigos declarados de la injerencia del gobierno en la economía se apoyan ahora en el gobierno para tratar de reparar el descalabro creado por la competencia y los mercados que tanto defienden, e irónico, en segundo lugar, porque de ese modo, no solo rescatan al gran capital privado, sino que le lavan la cara y trasladan la culpa de la crisis ¡al mismo estado que los ha rescatado!
Así funciona esta siniestra operación: los gobiernos, que han perdido fuentes de ingreso desde hace décadas debido a la políticas de reducción de impuestos al gran capital y que están perdiendo ingreso y aumentando sus gastos por causa de la crisis, ahora se endeudan aún más para pagar por el rescate del capital privado. En consecuencia se deslizan a la crisis fiscal. Así, con el rescate del capital por el estado, la crisis del capital privado se convierte de ese modo en crisis de las finanzas del estado. Y ahora se retoma sin pudor lo que por unos meses había quedado en suspenso, en lo que el gran capital aseguraba su rescate: lo que está en crisis, ahora se descubre y afirma, no es el capital, es el estado. El problema no es el capital, es el gobierno. Los culpables de la crisis ya no son los especuladores con títulos fraudulentos, o el caos de una economía regida por la carrera tras la ganancia privada a como dé lugar, no, los culpables son los pobres que tomaron hipotecas que no podían pagar, los culpables son los empleados públicos que son unos vagos y tienen demasiados beneficios, los culpables son los sectores y servicios públicos que son demasiado amplios o generosos. Y como esos son los culpables, la solución debe ser la reducción del gasto público y una política de austeridad contra todos los asalariados.
En 2010 ya se está de lleno en esta contraofensiva neoliberal. Superado el pánico de 2008, Greenspan declara ahora que la crisis fue una anomalía, un relámpago inesperado, que nadie predijo, que nadie podía predecir y, sobre todo, que no se repetirá. Greenspan tiene razón en una cosa: nadie en el establishment previó lo que ocurrió, ni en la Reserva Federal, como él reconoce, ni en la academia afiliada a la ideas dominantes, ni entre los reguladores. Hay que reconocer que realmente creían en sus dogmas neoliberales. Eugene Fama, uno de los padres de uno de esos dogmas, la «Hipótesis de los mercados eficientes», rechazaba como habladurías la mención de «burbujas» en los mercados: los mercados, aseguraba, saben lo que hacen. Robert Lucas, avalado por el mal llamado premio Nobel de economía (realmente no es un uno de los premios establecidos por Alfred Nobel, sino un premio otorgado por el banco central de Suecia) aseguraba en 2003 que «El problema principal de la prevención de depresiones ha sido resuelto…» y el Fondo Monetario Internacional diagnosticaba en marzo de 2008, a cinco meses del colapso, que «los riesgos económicos globales se han reducido… La economía de Estados Unidos se ha sostenido bien.» En 2005, el economista de la National Association of Realtors, David Lereah, publicó un libro cuyo título y subtítulo, como bien señala David McNally, debe ser el peor de la historia: Are you missing the real estate boom? The boom will not bust and why property values will continue to climb through the end of the decade—and how to profit from them. (Recomiendo el libro de McNally, Global Slump, PM Press, Oakland, 2011, del cual he tomado buen parte del material para este artículo.)
Los cierto es que los que estaban al mando del barco no entendían nada, ni previeron nada. Si lo hubiesen entendido no hubiesen permitido el colapso de Lehman Brothers aquel 15 de septiembre hace seis años: como dije, realmente se creían su propio cuento de que el mercado corregiría automáticamente cualquier desajuste. Nada de esto es nuevo. Baste recordar las declaraciones de Irving Fisher, uno de los economistas más reconocidos de la época, que en vísperas de la crisis de 1929 opinaba: «Espero ver la bolsa de valores a un nivel bastante más alto que el actual en pocos meses.» O Paul Samuelson que en 1969, poco antes de la primera recesión generalizada de la postguerra, bromeaba que las agencias de gobierno pronto no tendrían que recopilar datos sobre las recesiones, pues serían cosa del pasado.
Pero en justicia hay que decir que no todo el mundo ha padecido de la misma ceguera que estos apologistas del capitalismo. La tradición marxista, para empezar, ha explicado y previsto las crisis del capitalismo desde hace mucho, muchísimo tiempo. Ha explicado, para decirlo en dos palabras, que el capitalismo no es solo producción de mercancías, no es solo producción para obtener ganancia, sino que esa ganancia es trabajo humano, con el pequeño problema de que los capitales, en su carrera en pos de la ganancia se obligan mutuamente a remplazar trabajo con maquinaria, lo cual conduce, en su momento, a una caída de la tasa de ganancia. Por eso el capitalismo tiende a la constante renovación tecnológica, pero tiene una relación contradictoria con esa renovación. Por eso, toda expansión capitalista termina en crisis, crisis que crea las condiciones para una nueva expansión,… hasta la próxima crisis. Nada más absurdo que plantear que estas crisis son un rayo caído del cielo: han sido, como cabe esperar según la teoría de Marx, un hecho recurrente del capitalismo desde la revolución industrial. Claro está, durante cada periodo de expansión capitalista se nos asegura y proclama, se jura y perjura, que las crisis ya son cosas del pasado y se procede a enterrar una vez más la teoría de Marx. Y cada nueva crisis viene a demostrar lo prematuro del entierro.
Pero la realidad es que no había que ser marxista para ver al menos algo de lo que venía. La historia desde 1980 ha sido la historia de las burbujas: el aumento desmedido del valor y el precio de ciertos títulos o propiedades o bienes basado en la promesa y expectativa de futuras ganancias, que, al no materializarse, conduce, pasado cierto tiempo, al colapso de aquellos precios y valores. En 1987 se rompió la burbuja de los llamados junk bonds, emitidos por empresas para comprar otras empresas. En 2000 estalló la burbuja de las llamadas empresas dot.com, fundada en la expectativa de la expansión del Internet, que incluyó el colapso de Enron y WorldCom, muchas de cuyas inversiones involucraban los títulos «derivados» que tendrían un rol estelar en la crisis de 2008. Esa crisis fue precedida por la quiebra, en 1998, de la empresa Long Term Capital Management, cuyos administradores eran Myron Scholes y Robert Merton, otros ostentadores del mal llamado premio Nobel de economía, eran los padres de las fórmulas matemáticas que aseguraban la confiabilidad del mercado de títulos «derivados». Con ese historial, ¿había que ser un experto en finanzas para prever que la nueva burbuja inmobiliaria, fomentada por Greenspan desde la Reserva Federal con reiteradas reducciones de la tasa de interés, conduciría a una nueva ruptura, como ya había ocurrido en 1987 y 1999 (y estamos dejando de lado otras crisis regionales, como las de las economías asiáticas en 1997)? No puede uno más que concluir que el juicio de un libro sobre este tema de Michael Lewis es cruel, pero justificado: «More morons than crooks».
Pero más cruel que el título resulta el programa que ahora nos imponen los que Lewis dice que son más otra cosa que pillos. El estado se ha endeudado para salvar al capital y ahora nosotros tenemos que pagar la deuda. Dicho más sencillamente: ahora tenemos que sacrificarnos para rescatar al capital. Han rescatado al gran capital y ahora nos pasan la cuenta. Ese es el sentido de las políticas de austeridad que hoy se imponen en todo el mundo, incluyendo la isla del encanto. El libro citado de McNally señala los elementos de esa política de austeridad que incluyen: ataques a los empleados públicos (salarios, pensiones, reducción de jornada, despidos), para lo cual hay que demonizarlos como vagos y privilegiados (¿suena familiar?); recortes a los servicios públicos, como educación, salud, asistencia social, desempleo; nueva ola de leyes para revertir conquistas laborales y aumentar las prerrogativas del capital (facilitando más aún la precarización del empleo) y nuevas campañas de privatización contra áreas no tocadas hasta el presente (el correo, el seguro social). Si el aumento de la pobreza y la desesperanza hace crecer la criminalidad, se responde con más cárceles y sentencias más duras.
Nada de esto es nuevo. Desde su nacimiento a principios de la década de 1980, el neoliberalismo ha sido una cruda ofensiva de clase del capital contra el trabajo. El predecesor de Greenspan en la presidencia de la Reserva Federal, Paul Volcker, lo explicó claramente en 1979 cuando implantó un brusco aumento en las tasas de interés, provocando una inmediata y severa recesión de la economía de Estados Unidos y el estallido de la crisis de la deuda del Tercer mundo. Según Volcker para detener la inflación había que detener las exigencias salariales de los trabajadores y para eso había que recuperar lo que tres décadas de expansión habían debilitado peligrosamente: el miedo que más paraliza, el temor a perder el empleo. Para restaurar el miedo había, no solo que tolerar un aumento considerable del desempleo, que pusiera fin a las exigencias salariales, sino que además había que convertir al desempleo en una condena mucho más severa y angustiante, recortando todo programa o medida de asistencia o apoyo a los que el capital no podía o no quería emplear. Miedo y crueldad: esa es la fórmula para recuperar la eficiencia, la disciplina y las ganancias. (Esto es lo que Marx llamaba el rol del ejército industrial de reserva en la regulación del valor de la fuerza de trabajo.)
Así la mencionada subida de la tasa de interés a nombre de acabar con la inflación se acompañó con la ofensiva de Reagan, que continuaría bajo todos los presidentes posteriores, Republicanos y Demócratas, contra las ayudas a desempleados y los pobres. A la misma vez, la crisis de la deuda del Tercer Mundo creaba el contexto para que el Fondo Monetario Internacional, a cambio de los créditos de emergencia necesarios, impusiera en todo los continentes los llamados Planes de ajuste estructural, con el mismo menú de reducciones del sector público, privatizaciones, flexibilización de leyes del trabajo, fin de subsidios a precios de productos esenciales, eliminación de la reglamentación del movimiento de capitales y apertura de las economías al control del capital externo. Desde entonces hemos vivido también la mezcla del ataque contra la clase trabajara con ese neoimperialismo: el traslado de parte de la producción industrial a regiones de bajos salarios donde se explota despiadadamente al trabajo, a la vez que se usan esos bajos salarios para, bajo amenaza de llevarse la empresa a otra parte, moderar las exigencias de los trabajadores de los países avanzados.
Ese es el universo del capital en que la máquina que debiera acortar el trabajo lo alarga, en que la abundancia potencial se convierte en miseria de muchos, en que el conocimiento y la tecnología más exactas se convierten en inseguridad generalizada, en que la posibilidad de tiempo libre para todo se convierte en el sobretrabajo de unos y en la marginación de otros. Ese living-dead que nos devora se estremeció hace seis años. Sus dueños percibieron por un segundo que tal vez su mundo no es eterno. Como no les cabe en la cabeza que otro mundo sea posible, lo que vieron ante sí fue tan solo un abismo. Pero la amnesia de siempre ya ha venido a rescatarlos del vértigo: ya retomaron su confianza en la competencia y el mercado. Ya preparan el próximo desastre, que los volverá a sorprender como si fuera un relámpago del cielo y cuya cuenta intentarán pasarnos. El capital es ciego ante sus contradicciones. No logra entenderse. Quienes podemos entenderlo somos nosotros y nosotras, los que sufrimos sus embates. Donde el sistema pone el olvido que hace que a seis años plazo ya no se acuerda de su crisis, nosotros y nosotras tenemos que poner la memoria y el entendimiento. Y la organización y la resistencia para no seguir pagando por sus crisis, para abolirlo de una vez. Porque más allá no está el abismo, estamos nosotros y nosotras.