La moral de la catástrofe
En las palabras que siguen, prefiero dirigirme a los míos. Sarah Palin puede seguir disparándole tranquilamente a los antílopes desde su helicóptero, Jorge Santini puede seguir acicalando su exquisita colección de armas y José Ramón de la Torre puede continuar acariciando su benemérita colección de puestos académicos. Es a ustedes, a los liberales de la izquierda Bien Pensante, la que matricula a sus hijos en la Escuela del Pueblo Trabajador, la que asiste con entusiasmo a las noches de Cine del Estuario, la que escucha arrobada a Superaquello y a Rita Indiana, la que compra pan de hogaza en el mercado de los sábados en el Viejo San Juan y todavía se anima de vez en cuando a presentarse en el Festival de Claridad, es a ustedes a quienes quiero dirigirme.
Vengo con una modesta proposición, un eco lejano y algo empalidecido de aquella otra, en 1729, cuando Jonathan Swift se dirigió a sus compatriotas irlandeses con su Modest Proposal. ¿Por qué, para mitigar la miseria y la indigencia de los desposeídos, dice Swift con agria ironía, no podría vendérsele a los ingleses ricos la carne de los niños de los pobres? De esa manera se resolvería un problema apremiante: desalojar las calles de tanta madre pedigüeña rodeada de tanto niño piojoso. Que los ricos se coman a los niños pobres con un poco de sal y pimienta. Con esta insólita propuesta, sostenida con vehemente sangre fría en un discurso atiborrado de convincentes estadísticas y rigurosas argumentaciones, Swift clavaba sus afilados colmillos retóricos en la yugular del mercantilismo, el sistema económico prevaleciente de su tiempo, un sistema que reducía el cuerpo de los pobres a mercancía, convirtiendo de este modo a los miserables en la verdadera Riqueza de las Naciones, los cuerpos que sufragaban, en carne propia, la utopía de un Estado que cifraba su riqueza en la abnegación incondicional de sus súbditos. Un Estado, por cierto, que esclavizaba la mano de obra infantil porque en el Reino Unido nadie era lo suficientemente joven como para no formar parte de la fuerza laboral.
Esta proposición que traigo hoy no es ni tan truculenta ni tan teatral como la de Swift, aunque también exige un pequeño sacrificio. ¿Por qué, para mitigar la cuota de $800 que la administración universitaria de la UPR le exige pagar a los estudiantes con motivo de la crisis presupuestaria, nosotros, los profesores de esa misma UPR, no cedemos entre el 1% y el 3% de nuestro salario de un año? Pienso sobre todo en los estudiantes graduados, la mayoría de los cuales estudia con mucho sacrificio. La idea de ceder un por ciento modesto del salario de los profesores no es mía. La lanzó hace unos días en una discusión en la comunidad virtual de Facebook el profesor David Auerbach, distinguido colega del Programa Graduado de Traducción de la Facultad de Humanidades. Ya conozco algunos de los miedos y reservas que una propuesta tan controvertible como ésta genera. La conversación virtual que siguió a la invitación del profesor Auerbach rápidamente puso sobre el tapete varios de ellos. No obstante, me hago eco de esa propuesta y los invito a que exploremos sus posibilidades.
Me preocupa el asunto de la cuota, en parte porque lo veo como un dispositivo para que se repita la cadena de acontecimientos que produjo el último conflicto huelgario. Soy de los que pienso que la huelga que acabamos de sufrir produjo consensos inesperados y alianzas prometedoras, y eso lo he consignado por escrito. Pero a estas alturas del juego, una segunda huelga podría debilitar mortalmente a la Universidad. La gran ironía es que, en una lucha por salvar la Universidad que tanto nos importa y que tanto valoramos, terminemos poniéndosela en las manos a una administración política que ha demostrado tan poco interés en ella. El fortuñismo exhibe una falta de conexión con el proyecto de la universidad pública francamente inédito y alarmante. Lo más perturbador es que, más allá de esta indiferencia, el gobierno parece moverse, tanto desde Fortaleza como desde la Legislatura, hacia una abolición gradual del modelo de una universidad pública sufragada directamente por una fórmula legislativa. A medida que la Cámara y el Senado empiezan a llenarse de egresados de las universidades privadas, la fidelidad con la fórmula irá, inexorablemente, perdiendo adeptos, o se modificará para incluir en el cómputo a otras universidades. Fortuño y su clase dirigente apenas guardan nexos sentimentales con la Universidad. Ni él, ni su esposa, ni sus hijos, ni sus amigos, ni los amigos de sus hijos estudiaron en la universidad pública que en gran medida produjo la clase media puertorriqueña. La Universidad no existe para ellos. ¿Hasta cuándo existirá para nosotros?
Me preocupa aún más el asunto de la cuota y la ansiedad que genera como indicador de una actitud tan generalizada como preocupante en estos tiempos de catástrofe fiscal. Si se examina el clima de huelgas y paros generales en Europa, descubrimos alarmantemente que el ánimo que impulsa a los sindicatos a las calles no es tan distinto del que agrupa a la derecha más reaccionaria del Tea Party Movement a formalizar su ataque frontal al gobierno de Obama. El espíritu que organiza hoy la huelga y el Tea Party es, en el fondo, el mismo: la protesta airada e intransigente contra las reducciones de salarios, de empleos, de beneficios marginales, de derechos adquiridos, de privilegios laborales, la reducción, en suma, del usufructo de goce que el capitalismo nos había prometido. En esta coyuntura, el privilegio de clase ha terminado por trascender cualquier discrepancia ideológica y el mensaje es claro: las comodidades adquiridas de la pequeña burguesía no son negociables.
Esta intransigencia rebota contra la pared de un hecho despiadado: el desplome del capitalismo que se verifica en esta recesión es un fenómeno global, ampliamente ratificado por economistas de todas las persuasiones y diariamente experimentado por gobiernos de izquierda, centro y derecha, desde Sarkozy hasta Rodríguez Zapatero en Europa y desde Obama hasta Chávez en América. Un mismo escenario produce una huelga laboral en Francia en protesta por el aumento propuesto de la edad de retiro y el aumento de la semana de trabajo; lleva a Ángela Merkel a denunciar el multiculturalismo como un mal de fondo y proponer el regreso de la hegemonía cristiana en Alemania, y amenaza con un regreso de la mayoría republicana en Estados Unidos, a pesar de que Obama haya logrado un plan de salud nacional y le haya rebajado los impuestos al 95% de la población. La reacción ante el desplome parece igualmente visceral e histérica a lo largo del más variado espectro político: que se vaya el gobierno en el poder, el que sea. Y más vale que quien venga sea para devolvernos los derechos adquiridos, los placeres conquistados, el goce perdido.
El desplome ha sumido a las clases medias de todas partes en un denial de proporciones ciclópeas. No me alegra admitirlo, pero alguien lo tiene que decir: la izquierda de esas clases medias no es la excepción. Muchas veces los argumentos con que la izquierda bien pensante denuncia las artimañas de los organismos dirigentes para infringir “nuestros” derechos y apoderarse de lo que “nos corresponde” se dejan leer bastante rápidamente como una fantasía victimizadora, que le adjudica quizás demasiada culpa a los malos de siempre y nos exonera convenientemente de la parte que nos toca en el orden de un capitalismo salvaje del que la misma clase media no puede salvarse con tanta impunidad. Siempre hay una conspiración útil, un presupuesto vilmente manipulado que, bien analizado y desenmascarado, devolverá las cosas a su lugar y pondrá a los culpables en el patíbulo que les corresponde. Y no es que a veces estos argumentos no carezcan de razón. Suelen tenerla bastante. Es que también suelen llevarse a un plano francamente insostenible, sobre todo cuando quien los articula se llena la boca con una facilidad pasmosa para tranquilizarse con frases como “la supuesta crisis” , el “supuesto déficit”, la “’llamada recesión”, mientras los gobiernos se quedan sin fondos para pagar las nóminas, y en universidades como la nuestra el 90% del presupuesto se usa, escandalosamente, para pagar la nómina. Los decanatos de la Universidad se han convertido en meras oficinas de recursos humanos, sin verdadera “facultad” para ejercer el liderato intelectual que les corresponde.
El asunto no puede ser más urgente. Esta negación tan formidable de una crisis global que se ensaña en los cuerpos de los desposeídos, de los inmigrantes, mucho más despiadadamente que en nosotros –los supuestos iluminados, los custodios de las grandes tradiciones críticas de la modernidad– pone en evidencia cuán impostergable se hace hoy día una moral de la catástrofe, una radicalidad nueva para un mundo sin futuro, sin opciones, un mundo en el que todo amenaza con ponerse peor. La izquierda olvida que la globalización globalizó los mercados, lo que hoy en día equivale sobre todo a la virtualidad de las esferas digitales de la sociedad del espectáculo, pero al mismo tiempo es la que detiene y dificulta la movilidad de los cuerpos que la globalización misma desplaza. Los cuerpos que la desaparición del trabajo lanza en balsas y caravanas desde el tercer hacia el primer mundo no pueden circular jamás con la impunidad de la mercancía. La mercancía posee una carta de ciudadanía global, un pasaporte de primera clase, que se le niega al refugiado. El refugiado es el paria de la globalización. Hoy Swift tendría que reescribir su Modest Proposal para ofrecerle al Banco Mundial la carne de los inmigrantes. Carne al pincho de dominicanos, ratatouille de nigerianos, falafel de palestinos, butifarras gitanas. Mientras los inmigrantes circulan en contra de la voluntad enfurecida de una Ángela Merkel, los camioneros en Grecia y Francia organizan su escargot, la marcha lenta, lentísima, del caracol de camiones desmovilizando el flujo de mercancías para provocar la ira del consumo.
Ante este escenario tan devastador, basta ya de fantasías facilonas. Urge preguntarse en qué consiste lo político hoy día. Lo político entendido no tanto desde la raíz griega de la polis, que sería la que concierne a las políticas, es decir, a los asuntos de pura convivencia social. Ese dominio de lo político es el que busca resolverse en los consensos, en inglés, policy. Me refiero a lo político que anuncia esa otra raíz griega del polemos, el que se refiere a las polémicas profundas, a las diferencias de fondo que generan los antagonismos irreductibles, por los cuales diversas comunidades rehúsan integrarse o disolverse en lo meramente social, allí donde lo social funciona como espacio coercitivo de integración a las malas, allí donde todos terminamos haciendo y deseando lo mismo.
Si la izquierda sigue poseyendo la capacidad de ejercer ese gesto de lo político como el antagonismo de la diferencia, no lo está demostrando de modo convincente. Deepak Lamba, en un reciente artículo sobre la hiper planificación urbana aparecido recientemente en Polimorfo, una revista de arquitectura, acuña una frase que me parece muy sugerente. Él habla de la recesión del sentido para referirse a una recesión paralela, pero no idéntica, a la recesión económica. Hasta qué punto la recesión del sentido, es decir, del capital simbólico, que no es otra cosa que la capacidad de imaginar lo imposible, marca el verdadero perímetro de la pérdida en estos tiempos catastróficos. En esta coyuntura, la incapacidad de las izquierdas para proponer y ejercer agendas imaginativas es, a mi entender, el foco más inquietante de la crisis global. No basta con contemporizar con el resto del mundo y unirse al coro de lamentos ante la creciente pérdida de las comodidades pequeño burguesas. Eso es más de lo mismo. What else is new. Ya lo dijo perentoriamente el bolero de Sylvia Rexach (en la voz de Carmen Delia Dipiní): Qué difícil es entrar de lleno a una vida sin encantos, donde ni la pena puede ahogarse en la inmensidad del llanto. Tiene que haber modos más imaginativos de sorprender al enemigo, de engendrar provocaciones, corto circuitos que den al traste con las conexiones de siempre, con el dominio de lo mismo. En 1729 Jonathan Swift le propuso a los ingleses que se comieran los niños crudos y provocó un corto circuito perdurable, poniendo en jaque la lógica misma del capitalismo mercantilista.
Lo que me lleva a la siguiente conclusión: la huelga no puede ser el destino exclusivo e irremediable del movimiento estudiantil, sobre todo la misma huelga de siempre, enfrentada a la próxima alza en la matrícula. Invito a los estudiantes a interrumpir las clases, pero no a cerrar las Facultades. Provoquen diálogos sustanciales en los mismos salones, con serenidad y cortesía. Abran discusiones urgentes, pongan a sudar a sus profesores con preguntas palpitantes. A veces el momento más revelador de una clase es el que se sale de la lección planificada. Por lo pronto, le repito a mis respetables colegas mi modesta proposición. Invirtamos la lógica de la perenne queja ante las reducciones. Busquemos en el bolsillo y hagamos nosotros mismos la reducción, aunque sea pequeña, pero con la elegancia de un samurai. Vamos a provocarla nosotros y a ofrecerla con las manos abiertas.