Máximo Colón
Avec conviction et avec une tristesse rigoureuse
-Erik Satie
animal colectivo
que agarra de los otros la tristeza como un pan repartido
-Anjelamaría Dávila
Conocemos a Máximo Colón (Arecibo, 1950) por sus fotos de la diáspora puertorriqueña en Nueva York. Reconocemos también el valor de ese trabajo, por recoger y preservar las instancias de lucha de una comunidad—la nuestra—enfrascada en su supervivencia dentro de un ambiente hostil, racista, generador de grandes desigualdades. El compromiso de Colón con su comunidad a través del trabajo fotográfico es de una magnitud tal que todavía no hemos considerado del todo, por tratarse de un artista que ha preferido mantenerse al margen del reconocimiento público. La mayor parte del corpus de su trabajo permanece inédito y archivado.
Por todo ello es que la presentación de esta serie de autorretratos constituye una auténtica sorpresa, porque ese sujeto que por varias décadas se ha dedicado a retratar a sus congéneres como parte de su labor político-social, ese fotógrafo que ha preferido borrarse a sí mismo para darle paso a la colectividad a la que pertenece y constituye su sustento vital, ha virado la cámara hacia sí mismo. Las consecuencias de este acto son todo menos simples.
A la fotografía dedicada a lo político-social se le ha criticado lo problemático que resulta la distancia del fotógrafo a la hora de dar cuenta de su objeto histórico. Como en el caso de los antropólogos, los fotógrafos realizan su trabajo bajo una pretendida objetividad, como si la imagen obtenida no fuera parte de un proceso subjetivo de observación, con todas las limitaciones que tal proceso posee, con todos los prejuicios y preferencias personales de los que supuestamente debe carecer el fotógrafo. De ahí la importancia de admitir la auto-mirada. Para reconocer que quien mira, lo hace desde una óptica personalísima, al igual que los espectadores, para que nunca olvidemos que esa imagen que da cuenta de un momento en la historia no es neutral ni inofensiva, sino producto de una acción individual proyectada.
Abordar el autorretrato podría parecer una actividad narcisista, poco apropiada para un artista cuyo trabajo más conocido está dedicado a la colectividad. En manos de un artista con menos sensibilidad esto podría ser cierto. Pero no es el caso con Colón. La gran conmoción que causan estos autorretratos se debe a que, pese a concentrarse en la autoimagen, inevitablemente emerge de los mismos el perfil de una colectividad, imagen cónsona con aquellas más conocidas del artista. Esto no es un logro menor; por el contrario, hace de este trabajo uno imprescindible a la hora de aquilatar la obra de nuestros artistas del lente.
Las estrategias de Colón para transformar su autorretrato en un retrato de su colectividad son complejas y bien vale apuntarlas. Primero, la extensión de tiempo que cubre la serie hace que el sujeto autorretratado se mantenga distante, ajeno, siempre inapresable. Los saltos en años y, por lo tanto, en la fisonomía del retratado, hace que “el uno” se transforme en “los muchos”. Vestido o desnudo, joven o maduro, el sujeto “Máximo Colón” nunca permanece único, ni exacto, sino en estado de perpetua suspensión.
Segundo, Colón nos permite atisbar su entorno y su ambiente cultural a través de los espacios en los que se retrata, los objetos que lo rodean, la vestimenta que a veces lo cubre. Sus autorretratos mantienen una historicidad constante. El cuerpo o el rostro no aparecen divorciados de su ambiente, nunca se ignora el espacio socio-político que habita su cuerpo, ya sea el del hombre joven, ya sea el del maduro.
Tanto por la ropa y los espacios, como por las actitudes y expresiones corporales, los autorretratos del joven Máximo, en particular, producen una aguda impresión que podemos resumir como “puertorriqueños en el Bronx en los años setenta”. La frase misma evoca una imagen, en blanco y negro, ya icónica, pero también peligrosamente inclinada al clisé. Pero Colón es mucho más artista que eso, y esta serie no solamente corrobora lo que tanto se ha dicho de esa diáspora puertorriqueña en el Bronx, sino que también la cuestiona y la complica, al punto de poner en entredicho nuestro conocimiento de la misma. Es este uno de los mayores logros de la serie.
Clisé fotográfico—y no por clisé, necesariamente falso—es el del “joven puertorriqueño duro de la calle”. En sus autorretratos de joven, Colón asume esa identidad para disputarla. En vez de colocar al “joven duro” en el espacio más obvio, la calle, Colón lo aísla en el espacio doméstico, por lo que la pose callejera se revela como tal, pose, una identidad inventada, ensayada en la intimidad, como armadura contra el adverso mundo público. Mantener su sujeto masculino en espacios interiores, específicamente domésticos, es el acierto de la serie, precisamente por tratarse del espacio que tradicionalmente se le asigna a la mujer y nunca al hombre. Mantenerse en el espacio doméstico es la estrategia utilizada por Colón para cuestionar una identidad nacional, cultural, y de género impuesta por circunstancias históricas, políticas, sociales.
En vez de utilizar el autorretrato como espacio para recalcar “valores eternos a-históricos”, enajenados de su espacio y tiempo, aquí el autorretrato se inserta en un tiempo y lugar precisos para examinar y polemizar ese mismo tiempo y lugar. Esta serie cubre varias décadas y lugares, pero resulta revelador que la misma se perciba como una unidad. Las fotos en cuestión fueron tomadas en Nueva York, además de México y Alemania y, sin embargo, rara vez manifiestan esos espacios. (De hecho, todas parecen decir “Nueva York”.) El espacio externo aquí cede al espacio interior, y la figura masculina de Colón se expone en lugares tradicionalmente concebidos como “femeninos”, con el sujeto tendido en una cama o un sofá, de pie en los pasillos, metido en la bañera, o tras una ventana, como quien se escuda de un mundo nocivo. En otras ocasiones posa recostado ataviado con una bata, e inclusive atiende niños, actividades que tradicionalmente se han asociado con “lo femenino”. Es por ahí que comienza la subversión en el trabajo de este artista, su redefinición de la masculinidad tradicional.
En sus autorretratos, una y otra vez Colón se hace la pregunta, ¿qué es un hombre?, en un proceso de demolición de la definición tradicional. El resultado de su búsqueda de respuesta a esta pregunta es una emoción singular: la tristeza. Un hombre es “un animal triste parado y caminando sobre un globo de tierra” (Dávila, 18). Sólo, o acompañado por quienes presumimos son sus hijos y su compañera, predomina la tristeza. Todos tristes, desde el recién nacido hasta el hombre maduro: “tristeza não tem fim”.
El sujeto masculino de Colón es un hombre que duda, que reflexiona, de comportamiento titubeante, a un paso de la pasividad. Desterradas quedan las imágenes de heroísmo, de acción, de dominio, seguridad, firmeza, con que históricamente se ha representado el sujeto masculino. Particularmente significativos resultan aquí los autorretratos desnudos. El desnudo masculino no ha sido frecuente en el arte puertorriqueño y los de Colón rompen con todo lo que podríamos esperar de los mismos, tanto así que redefinen no solo la masculinidad, sino el género del desnudo masculino mismo. Ni eróticos, ni heroicos, los desnudos de Colón presentan el cuerpo como espacio de reflexión, espacio de pensamiento. La desnudez aquí es signo de vulnerabilidad y, sobre todo, de honestidad en carne viva, como pocas veces vemos en nuestro arte. (El único otro ejemplo equiparable son los autorretratos de Julio Rosado del Valle, lo cual no es poco decir.) Significativamente, Colón evita la total objetivación del cuerpo desnudo al subrayar su rostro, su mirada directa, contendiente.
Pese al aislamiento en que Colón presenta su cuerpo, en sus imágenes no deja de colarse el mundo externo, que puede ser una calle, o un taller de fotografía, y hasta un letrero. Esos pequeños atisbos, precisamente por pequeños, advienen en contundentes acentos que enfocan la serie en su totalidad. Por ejemplo, en su autorretrato en el cuarto oscuro (NYC, 1985), un descamisado Colón se coloca entre una ampliadora fotográfica a su izquierda, y dos objetos a su derecha, un escudo con el título “POLICE” y un letrero con el título “DOS MUNDOS”. El artista no hace énfasis en ninguna de las partes que componen esta imagen, pero la posición central de su figura entre estos elementos resume de muchas maneras tanto la trayectoria del artista como la de su comunidad.
En lo que podría fungir como punto culminante de la serie, Colón presenta dos fotos de 1974 tomadas en Nueva York, en las que aparece su cuerpo desnudo, abandonado e inerte en cama. Sobre ese cuerpo inactivo, se destacan dos carteles, uno chino con una imagen de Lenin, y otro con retratos de cinco prisioneros políticos puertorriqueños. Con estos afiches, Colón enfrenta el cuerpo político al cuerpo individual, los “grandes discursos” cara a cara a los “pequeños”. Colón inserta lo personal en lo político—esa gran lección del feminismo—en demostración visual de la concordia entre ambos. En el arte de Colón, el cuerpo no es un espacio neutral, ajeno a su historia; por el contrario, ese cuerpo se presenta como un cuerpo colonizado, diasporizado. Su tristeza no es solamente individual o metafísica. Es una tristeza política, cuyas marcas carga el cuerpo como un tatuaje espiritual.
Mucho se ha discutido recientemente sobre lo que se ha dado por llamar “la redefinición de la masculinidad”. En esta “redefinición” se señala como una novedad el reconocimiento de una vulnerabilidad que otrora estuvo vedada a los hombres. Las imágenes de Colón son evidencia de que no existe tal novedad: los signos han estado siempre ahí pero no habían sido reconocidos. En el arte, como en la vida, la vulnerabilidad masculina se concibe aceptable para el sujeto maduro, aquel que va enfrentando su mortalidad, pero nunca para el joven, quien ostenta la vitalidad, representa el futuro y por lo tanto la esperanza de la tribu. Colón trastoca este esquema y en sus autorretratos revela la vulnerabilidad del joven, titubeante y dudoso habitante en un mundo hostil, cuya arma de defensa es el disfraz, mientras que el sujeto maduro enarbola su desnudez como signo de desafío e insumisión. Su enfrentamiento es tanto a la muerte como a los mores de la sociedad en la que vive, en la que la desnudez, atada como está a la mercancía visual capitalista, restringe su representación como lugar de conocimiento y reflexión. Si bien la desnudez del sujeto joven masculino sigue siendo problemática, la desnudez del hombre maduro pone en crisis la represión de ese cuerpo. Esta crisis posibilita la redefinición de lo heroico.
Con sus autorretratos, Colón ha creado una obra indispensable, que sorprende por la inusual demolición de tantos mitos sobre la masculinidad, la heroicidad, y la nación asediada. Bienaventurada sea.
Obras citadas:
Dávila, Anjelamaría. 2016. “Ante tanta visión de historia”. En Anjelamaría Dávila Malavé: Cuadernos de poesía 19. San Juan: ICP.
Erik Satie. 1989. “6ème gnossienne”. En Intégrales des oeuvres pour piano. Paris: Éditions Salabert.