Pensar fuera del cubo
Hubo remoción de asbesto en la Biblioteca José M. Lázaro gracias a evaluadores externos que apuntaron a finales de los noventa las condiciones deplorables en que se pretendía que profesores y estudiantes investigaran. Era bastante predecible que esa biblioteca, diseñada por Henry Klumb a finales de los sesenta, tuviera materiales originales, o posiblemente añadidos, similares al Edificio Domingo Marrero, diseñado por la firma de Arquitectos Toro y Ferrer e inaugurado en 1970, cuando el asbesto era la orden del día. ¿Cuántos estudiantes y profesores han desayunado, almorzado y comido en el Centro de Estudiantes? Probablemente posee materiales similares, con el añadido desastroso de un aire acondicionado central que garantiza que todos respiremos simultáneamente los mismos contaminantes.
¿Por qué si habitamos en una isla que tiene la bendición de viento y sol seguimos construyendo “Rubik’s Cubes” que una vez que se enferman no hay quien sepa reconstruir el enigma para que no resulte realmente más económica su implosión y luego construir otro adefesio arquitectónico? No seré especialista en arquitectura, pero como profesora y exalumna de la UPR, les garantizo que conozco bastante de edificios premiados que no toman en cuenta ni nuestro entorno ni cómo mejor adaptarlo a la sana relación pedagógica entre profesores y estudiantes.
El que ahora se conoce como el Viejo Edificio de Ciencias Naturales, era en los años ochenta el Nuevo Edificio de Ciencias Naturales. Su construcción fue pensada para laboratorios, pero no tomó en cuenta los salones de clase. Recuerdo que en mayo de 1981, mi admirado profesor de química analítica tuvo que administrar el examen final en un salón sin luz eléctrica y sin aire acondicionado, sin la posibilidad de poder abrir ni una sola ventana; las ventanucas de vidrio eran decorativas. El Dr. Rafael Torréns andaba con un cartón abanicando a los estudiantes fila por fila. Hice lo que pude en media hora, me aseguré de que el examen a medio terminar estaba correcto y fuera suficiente para pasar el curso con buena nota. Con mi consabido carmenritazo, le dije al profesor que no me quedaría allí por dos horas, que un cerebro con baja oxigenación no iba a sacar mejor nota que lo ya contestado en media hora con menor inhalación de bióxido de carbono.
A principios de los ochenta, poco antes de irme a estudiar el doctorado en Nueva York, la Facultad de Humanidades, cuya ventilación cruzada y techos altos construidos para el Caribe permitían dar clases durante el día sin necesidad de prender las bombillas eléctricas mas que en la noche, sufrió de la misma mentalidad arquitectónica cúbica. Llamémoslo así, porque al regresar a Puerto Rico como profesora en el 1997, me topé con todos los anfiteatros de los costados de la facultad transformados en oficinas y los salones reducidos de tamaño con la “ventaja” de aires acondicionados. Este adefesio cubicular humanístico, que añadía oficinas administrativas y reducía salones de clases, no tomó en cuenta la humedad inmensa que genera el río Río Piedras, por lo cual la falta de deshumidificador y mantenimiento de las cañerías, ha convertido lo que fuera un edificio “Spanish Revival” que calzaba con nuestro ambiente, en otro edificio enfermo. Ni hablar también del problema de drenaje de agua que ha convertido el sótano del edificio de la facultad donde solían impartirse los cursos accesibles para impedidos en sillas de rueda, en la desaparecida Atlántida. Ahora los impedidos, en vez de seguir un ovillo como Teseo en el laberinto, tienen que ovillarse ellos para cruzar los varios cráteres de las aceras y llegar al ascensor más cercano que les permita llegar, después de dar otra vuelta en busca de un segundo ascensor, al pasillo que los lleve al salón de clases. Les deberían dar puntos adicionales por solo presentarse a clases.
Unos semestres antes de la huelga del 2010, las oficinas del Departamento de Literatura Comparada (SGG 302, 303, 304, 305 y 306) fueron clausuradas por dos años debido a que treinta días sin aire acondicionado y sin ventilación de ningún tipo convirtieron el lugar en un cultivo de hongos, bacterias y cristales. Como yo estaba todavía en tratamiento de quimioterapia, me enfermé con subir al salón de clases una sola vez. Ser “impedida” me da el derecho a solicitar “acomodo razonable”, lo cual me permitió cambiar de salón. Sin embargo, mis colegas tuvieron que padecer treinta días de sufrimiento hasta que el estado de salud grave de uno de ellos proporcionó la evidencia suficiente para llamar a OSHA y que, de ese modo, fuera obligatoria la clausura y reconstrucción de salones y oficinas. Entre tanto, se trasladó la oficina provisionalmente a otro lugar del Edificio Pedreira (206) que, como fue habilitado a prisa, cuenta desde sus comienzos con una gotera paralela a las cañerías del aire acondicionado. Para contrarrestar este problema, se nos entregó literalmente un cubo para recoger el agua. Hoy en día hacen falta más cubitos: cualquiera que asuma la dirección del departamento tiene una gota que le cae justo en la cabeza; hay gotera en la zona donde está la impresora y se realizan las reuniones de departamento, y la “gotera y cubito originales” gozan de un espacio históricamente privilegiado: los archivos del departamento.
Para colmo, no se crean que el salón en que doy clases por el privilegio de “acomodo razonable” es ninguna maravilla. En el primer semestre del 2009-10, cuando todavía tenía mi herida en la cabeza y en plena quimioterapia, el entretecho de un salón del primer piso del Edificio Luis Palés Matos se nos cayó encima con una cascada de agua en pleno examen final de LITE 3011. El salón donde enseñaré este semestre dos secciones sufrió el semestre pasado otra “remodelación de emergencia” por la contaminación causada por cadáveres de ratones del entretecho. Aún más, el semestre pasado pude terminar mi curso graduado de LITE 6025 gracias a la amabilidad de un colega de COPU (Mario Roche) quien al escuchar mi cantaleta del salón enfermo del Departamento de Literatura Comparada, me consiguió un salón en el edificio de Comunicaciones por “acomodo razonable”.
A veces me pregunto cuántos colegas y estudiantes pacientes de cáncer o con otros impedimentos naturales o adquiridos serán necesarios para tomar en cuenta que, tarde o temprano, estos edificios enfermos lograrán que terminemos todos con derecho a solicitar “acomodo razonable”. Y es que no hay acomodo posible cuando se piensa en construir y reconstruir dentro de un cubo, sin tomar en cuenta nuestro entorno ni cómo ajustar los edificios al ambiente y los seres humanos que lo habitan.
Me apena que los nuevos estudiantes no tengan ni dónde tomar sus clases de Educación General, pero más me apena saber que los colocarán probablemente en otros edificios enfermos. ¿Estarán preparados para comenzar las clases con los aditamentos necesarios para aguantar algunos de los salones del resto de las facultades de la UPR? Desde luego, de tocarle algún curso en la Facultad de Humanidades, será indispensable cargar a cada clase un cubito recogedor de goteras, y por si se les fuera a caer un entretecho encima, no sería mala idea comprarse un abrigo impermeable de otoño y alegrarlo con una brillante sombrilla de playa como accesorio.
Sabemos que el presupuesto de la universidad es mínimo y el país está en crisis, pero me conformo con que empecemos a pensar más allá del cubito. Somos un país caribeño: soleado, húmedo y de gran ventilación. No es necesario seguir cerrando salones en edificios cuyo diseño original hacía buen uso de la ventilación cruzada y la luz natural. Integrar la tecnología a la enseñanza no amerita necesariamente encarcelar un proyector para que no se lo roben, añadir un aire acondicionado para congelarse como si estuviéramos en Siberia y sentir, cuando se corta la electricidad por un par de días o por la perpetua ausencia de deshumidificador, los pasitos de sabandijas atraídas por la humedad del entretecho. La cadena alimenticia completa se pasea por nuestros tejados y entretechos; desde las cucarachas, hasta moscas atentas a la discusión sobre la creación de “cadáveres exquisitos”.
Detesto tanta zoología en la techumbre de mis clases. Sería preferible que cada profesor cargara un mini-ipad, mini-proyector y mini-bocina, con tal de mantener los salones abiertos, hacer uso de la brisa y luz externas, y correr simples cortinas de ventanas cuando sea necesaria la penumbra. ¿Que la universidad no tiene dinero para eso? ¿Podría negociarse al menos que la inversión individual en tecnología de los profesores sea deducible de impuestos?
La Facultad de Humanidades necesita pensar fuera del cubo, remover entretechos por donde saltan alimañas adoradoras de humedad, deshacernos de tanto aire acondicionado innecesario, reconocer que economizar electricidad es una contribución al presupuesto gubernamental, y devolverle su arquitectura “Spanish Revival” original a todos los salones de clase. Si los administradores y las computadoras de escritorio necesitan congelarse en cubículos, los profesores y alumnos preferimos a veces dar clases debajo de un árbol que respirar la contaminación de las sucias cañerías de aires acondicionados. A desalambrar, que la universidad sin condición comienza con la remoción de tanto absurdo aire acondicionado y una visión ambientalista que utilice nuestra riqueza natural. Tomemos en cuenta que los salones enfermos amenazan la subsistencia de todos, porque no hay acomodo razonable ni forma de pensar dentro de un cubo.