Un mundo para Julio
¿Por qué éste fracaso estrepitoso? ¿Es que acaso era ese “lector hembra” (una frase desdichada del autor) que no podía enfrentarse activamente con una obra problemática, con una obra de ese calibre? ¿Era un reto muy grande? ¿Requería acaso de un vasto conocimiento, de una erudición extraordinaria para comprenderla a cabalidad? ¿Tendría acaso que esperar una edición anotada? (La de Andrés Amorós, Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid 2000.) ¿Necesitaba un mapa de París y un buen diccionario ilustrado de Jazz? ¿Era imperativo conocer los murciélagos que habitaban la oscuridad literaria de Europa en el siglo diecinueve? ¿Podía imaginar la conexión entre Duke Ellington, Kant, Zola, Varese y Satie, por medio de un hilo de saliva, razón, metafísica, narración y compases? ¿Tenía el valor necesario para enfrentarme por primera vez a la tortura china? ¿Debía crecer en el tiempo y convertirme en un lector-cómplice, copartícipe de las desventuras, agravios y paisaje intelectual del autor? ¿Era posible trasmutarme en un lectonauta, para darle la vuelta al universo cortaziano en esa autopista numérica que de alguna manera insospechada ata al cielo de la tierra con unos piolines? ¿Tenía entonces la sensibilidad, la locura, la irracionalidad y la sofisticación erótica de Julio? Cortázar ha escrito las páginas eróticas y amorosas más hermosas de la literatura (como por ejemplo, el capítulo 144). Capítulos que son realmente poemas: “La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba”(2) La boca y el beso no han tenido en la literatura un cómplice más descarado y más dulce que Julio Cortázar.
Pero volvamos a mi problema con Rayuela.
El misterio es mucho más sencillo. He vivido odiando a Manolito Traveler. A su Talita. A la extraña combinación de su nombre y su apellido; a su incapacidad para salir volando y sin embargo, vivir siempre en otro planeta y juntar la cabeza con la de la amada para compartir sueños. A su vocación de felicidad, sin saberlo. A saber que la felicidad es eso, un bife, y está aquí, justo aquí y no allá.
Manolito Traveler fue, debo admitirlo, un escollo infranqueable.
Nunca sabré por qué. Tal vez la oración ominosa con la que empieza el capítulo 37 contribuyó al desencanto: “Daba rabia llamarse Traveler, él que nunca se había movido de la Argentina…” Quizá es porque uno es de los que piensa que la felicidad siempre está del lado de allá, en esa otra orilla. En el trayecto. En la búsqueda. En la pregunta. En el cuestionamiento.
Lo cierto es que por casi 30 años no terminé a Rayuela, dando circunvalaciones extraordinarias para no enfrentarme a los últimos capítulos, a ese lado de acá. Pero la respuesta no estaba en deshacerme del mundo de Julio, si no todo lo contrario, en ir lentamente reconociendo sus escollos, fisuras, accidentes geográficos y su paisaje. Así estuve largos días escuchando su voz narrar la “Conducta en los velorios” y “Casa tomada.” Atravesé el Libro de Manuel, le di La vuelta al día en ochenta mundos,(muchas veces, por varios años), disfruté de Queremos tanto a Glenda, me sorprendieron Las armas secretas, y he debatido sobre las virtudes de esos seres maravillosos en las Historias de cronopios y famas. Algunos de estos libros los compré y reemplacé varias veces, algunos andan, naturalmente, desaparecidos.
Pero tal vez lo mejor fue esperar, a ser un lector más maduro. Quizá debí terminarla de una vez y para siempre. Muy tarde para esa reflexión, ya no hay vuelta atrás. En agosto de 2003, a 30 años de su publicación me percaté de que el mundo de Julio había estado siempre allí. Era como leerme a mí mismo. Metafóricamente, claro está, todos sabemos que Julio ha sido ese perro guardián protegiendo las puertas de la literatura latinoamericana, desalentando a los de palabras confusas, porque quien lea a Julio, no puede ser escritor, es casi imposible. Así las cosas me redescubrí personalmente en el mundo de Julio. El plasma, las manos, el centro, el agujero, la mandala, los espejos, la iluminación (o el satori), los sueños, el caos y su fuerza creadora, el otro, el tiempo, la boca, los peces, el Zen y la búsqueda de lo que ha estado siempre ahí conforman una buena parte de mi universo de palabras e ideas que han estado ahí porque el maldito de Julio las fue insertando a través de treinta años.
Quiero pensar que no estoy solo en este asunto. Cortázar ha tenido una influencia extraordinaria en la literatura y la ensayística contemporánea; ha sido y es (para emplear la frase clisé) uno de los pilares de la literatura latinoamericana. Es posible pensar que una buena parte de los ensayistas y escritores de esta parte del mundo tienen una enorme deuda intelectual con Cortázar. Julio, un innovador, propuso una invitación a mirar al mundo de otra manera, a darle vueltas al día en una infinidad de universos posibles e imposibles, a destilar el humor (su clase especial de humor) a las situaciones más inverosímiles y hasta controvertibles (como por ejemplo, el clandestinaje). Para ello era necesario desarrollar una nueva estirpe de lectores-cómplices. En mi caso, mi deuda es personal, como toda deuda que contraemos con esos escritores fundamentales, y sobre todo con su obra.
Al terminar Rayuela y hacer una reflexión del mundo de Julio comprendí un poco mejor mis obsesiones, demonios, fobias y perversiones: el color verde, el Jazz, Thelonious Monk, John Coltrane (por separado, o juntos: Trinkle, Tinkle o Nutty), el piano desquiciado de Eric Satie, la conducta en los velorios (que no es otra cosa que pura etnografía, pura antropología), las calles de las viejas ciudades, la dialéctica, la metafísica (o tal vez los ríos metafísicos), Suzuki, Phillip Kapleau, el Zen y su centro, la manera con la que miro a las izquierdas y miro mis propias ambigüedades políticas (siempre esperando que salga un pingüino de un garaje), el mar y las algas (“la Maga olía a algas frescas, arrancadas al último vaivén del mar”), Benito Pérez Galdós, el temor a la horrenda posibilidad de la muerte de mi hija la mayor como si su suerte fuera a ser la misma que la de Rocamadour, la tapioca, el karma, la de-construcción de los discursos (Morelli, ¿quién lo duda? fue el precursor de esta metodología), las largas conversaciones sin sentido, el humor, los peces y los nenúfares, la Maga (siempre buscando a la Maga, y la Maga siempre ahí, ahí justo en el centro), y en lo profundamente irracional (“en realidad yo me siento mucho más cómodo en un terreno que toca lo irracional, ese es mi verdadero campo”, solía decir Cortázar.) Yo Horacio, yo Julio, yo Manolito Traveler, ¿cronopio? ¿fama?
Palabras compartidas en la apertura del Congreso Las múltiples caras de Cortazar, organizado por el Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto Universitario de Mayagüez, en octubre de 2003. Las mismas fueron publicadas en las Actas del Congreso, y se publican aquí gracias al Decanato de Artes y Ciencias. El autor ha querido revivirlas en la ocasión del quincuagésimo aniversario de la publicación de Rayuela.