Una conversación poética a propósito de un ensayo de José Luis Vega
El sol, la luna, la atmósfera rigen y nutren la vida de este planeta, las ondulaciones terrestres y el azogue de los océanos del que surgieron las islas, los archipiélagos y los continentes. Este enjambre de vida planetaria tiene como trasfondo la constante expansión del universo cuya enormidad apenas comienza a vislumbrarse. La ciencia se esfuerza por indagar en la razón de tales fenómenos y la filosofía no se esfuerza menos para ofrecer las más diversas y fecundas explicaciones. Por su parte, la poesía hace sentir la fugaz intensidad de lo que en un momento dado se experimenta. Este «sentir» no es, sin más, un sentimiento o una emoción. De la misma manera, cuando se habla de «poesía» no hay que pensar solamente en la composición artística de las palabras que generan el cuerpo de un poema. La poesía implica una tupida gama de sensaciones y pensamientos que envuelven los aspectos más sutiles de la condición humana, pero pasados por el tamiz de la experiencia artística. La poesía supone, además, la materia que conforma una determinada forma expresiva y el vigor afectivo de la inteligencia y sus corazonadas, el corazónmente que nombra César Vallejo. Podríamos afirmar que esas son las condiciones sine qua non del acto poético, es decir, de la creatividad.
El sentido pleno e íntegro de una obra de arte solo adviene cuando se adquiere el dominio de la materia con que se plasma su quehacer. Pero su significación concierne a la intensidad poética, a la potencia y fuerza expresiva con la que se conjuga lo que se vive y experimenta. La fuerza es el despliegue puntual de la energía vital; la potencia es la capacidad de dar forma a dicho despliegue. El entre juego del sentido y la significación es el ámbito por el que aflora el designio singular de una obra de arte. En la terminología clásica se podría decir que dicho ámbito es la lúdica distensión de la téchne y de la poíesis, del dominio técnico y del impulso creador.
Hay que precisar de inmediato que no se trata aquí de una oposición o conflicto entre «forma» y «contenido». Se diría mejor que la forma material – un soneto, un poema sinfónico, una pintura al óleo – está tan contenida en la construcción técnica de una obra de arte como lo está su fuerza expresiva. Por esta razón, es una idea falaz referirse a la forma material como el vehículo a través del cual se re-presenta la interioridad de lo que se expresa. Esto equivaldría a decir que el cuerpo es el ropaje del alma; o que el lenguaje es el adorno del pensamiento. Estos son lugares comunes conceptualmente muy débiles. Puede sin duda ocurrir que el virtuosismo técnico de una composición llegue a sobrepasar el impulso poético o viceversa. En ambos casos se estaría perdiendo de vista la intensidad vital del acontecimiento artístico. Sea como sea, habría que considerar que la materialidad de la forma es tan íntima como la fuerza que mueve a la creatividad.
En el caso del poema, la forma es la ofrenda del sentido en medio del aparente sinsentido y del quiebre del significado usual de las palabras; la significación es la curva asintótica que orienta el viaje infinito de la metáfora en su momentánea articulación de lo real. La metáfora, en su sentido más integrador, es la dimensión ontológica del lenguaje y del pensamiento. Por eso es correcto hablar de la forma del sentido, del horizonte de la significación y de la poesía del mundo.
Tengamos ahora en cuenta la composición de un poema y la manera en que la palabra acoge la poesía. Escribe José Luis Vega en las primeras páginas de un delicioso, lúcido y entrañable libro suyo, recientemente publicado (2014) en la prestigiosa editorial española Pre-textos, titulado El arpa olvidada (Guía para lectura de la poesía): “La poesía no puede disecarse, es criatura del aire, casi un aspecto de la respiración. ¿Cómo comunicar entonces el sentido de su movimiento y el sonido de su vuelo? Pero más importante aún, ¿cómo mostrar el destino de su vuelo?” Estas son preguntas fundamentales que pueden tomarse como la brújula de esta Guía. No es frecuente que un poeta goce también de la capacidad analítica de la poesía. En este sentido, El arpa olvidada es un ejercicio que sirve de vigoroso aliento para la recuperación de la memoria mítico-poética en medio de unas condiciones de vida cada vez más insípidas, confusas y desmemoriadas. En la tradición occidental, dicha memoria se remonta a la evocación de la diosa Memoria (Mnemosyne, madre de las Musas, desde el primer verso de la Ilíada (“¡Canta, oh diosa…!”). Una evocación que se renueva con el designio milenario de la escritura poética y su esfuerzo por dar una forma inaudita al instante de una aparición, celebrando así À eterna novidade do mundo (“la eterna novedad del mundo”) de que nos habla Alberto Caeiro, el más perspicaz de los heterónomos de Fernando Pessoa, y maestro de todos ellos, incluyendo a Pessoa mismo. “El poeta vive”, escribe José Luis Vega, “para el instante. Existe para esa aparición”. (p. 153)
La poesía puede así entenderse como “la conmemoración de lo fugaz”.1 Una conmemoración que se realiza también como “una obra del espíritu”, donde la palabra espíritu remite, de entrada, al aspecto más simple y evidente de la vida: inhalar y exhalar. En un momento se nace, en un momento se muere. Por eso el poeta es el vigía que persiste en el instante de las palabras. “Y quien persiste en las palabras, pronto descubre que la poesía es la indócil criatura de la respiración – un soplo – que solo responde a su propia naturaleza”. (P. 154) Palabras que se dan la mano con estos versos de Jorge Guillén: ¡Respirar es entender, / Cuánta evidencia en la atmósfera! Queda así claro la aspiración a la belleza confirma la íntima complicidad del valor espiritual de la poesía y la condición material de lo que aparece, por vía de lo espiritual (spiro: respirar; spiritus: soplo de aire), bien entendido como el sendero de la inteligencia y del corazón.
Quizá sea este el punto mayor de mi discrepancia con el supuesto de que hay un mundo oculto que trasciende el mundo de los fenómenos. Entiendo que el dualismo que tradicionalmente opone el espíritu o mente, de una parte, y el cuerpo o materia, de otra, impide pensar las condiciones reales de la existencia. Este es un trasunto que reenvía a la severa crítica de Nietzsche contra el platonismo – que no debe confundirse, sin más, con la gran filosofía de Platón – y a un aspecto fundamental de la filosofía contemporánea que iría, al menos, desde Alfred North Whitehead y Henri Bergson hasta llegar a Gilles Deleuze y Alain Badiou. Alberto Cairo resumió este asunto en estos versos que parecen estar dirigidos contra su progenitor Fernando Pessoa: Porque el único sentido oculto de las cosas / Es que ellas no tienen sentido oculto ninguno. Es más extraño que todas las extrañezas / Y que los sueños de todos los poetas / Y los pensamientos de todos los filósofos, / Que las cosas sean realmente lo que parecen ser / Y que no haya nada que entender.
Por todo lo dicho, es importante no confundir las ilusiones que se generan a partir del contacto con la materia con la idea de que la materia es una ilusión o una creación de la mente. La materia es tan efímera e insondable como lo inmaterial. Hay la dimensión visible de la materia, pero también la dimensión invisible que es la materia y la energía oscura, por ejemplo. Nada está realmente oculto, salvo el criterio, siempre por desvelar, de nuestra ignorancia. Sin embargo, la apelación de los sentidos, incluyendo el propio acto de pensar, desencadena la fruición con la que la mente se adhiere a todo aquello que se percibe, imagina o piensa. Nace así el anhelo aprehensivo de que haya algo permanente e idéntico a sí a qué aferrarse y, con ello, la poderosa enredadera de la voluptuosidad, por más espirituales que sean las expectativas. La materia es, no una ilusión, sino la condición que pone en juego el señuelo de las ilusiones por la poderosa vía de la sensualidad y las caricias del deseo. Se explica así el vínculo de las apariencias, la belleza y la poesía. Como reza un verso del poeta griego Simónides del siglo VI a.c.: “La apariencia fuerza incluso a la verdad”. Si el deseo es ilusión, entonces la belleza es la verdad de las ilusiones.
Hay que insistir en que la belleza no es solamente una cuestión de gusto. Se trata de un acaecer estético que, por serlo, se eleva por encima de los criterios de subjetividad y objetividad, para recuperar la experiencia singular de lo común y percatarse de la intensidad de un momento de vida. Ese es, justamente, el sentido propio de la aesthesis en tanto que matriz de la inspiración poética; en tanto que emoción de la inteligencia para estar a la altura de lo que momento a momento toca vivir. Un poema verdadero es siempre un poema realizado, perfecto, donde no hay nada de más ni nada de menos: “El poema es ante todo perfección – aun cuando se vista de aparente descuido –, es rosa acabada, perfecta según algunos, perfectible, según aquellos proclives a la revisión. […] En el poema la poesía alcanza el límite de la obra, es decir, condición de cosa hecha, circuito cerrado”. (p. 106) La poesía de un poema es siempre una afirmación de vida, por más que palpite en su seno la inquietante y ambivalente pulsión de muerte. Palpitaciones que se pueden apreciar en la obra de Cesar Pavese, Paul Celan, Julia de Burgos o Alejandra Pizarnik cuando escribe estas cuatro palabras lapidarias: “querer quedarse queriendo irse”.
Si la poesía es una criatura del aire, entonces la inspiración, lejos de confinarse a la subjetividad, es la fuerza que pone en juego el artilugio de las palabras para crear el destello poético de las imágenes. En un poema cada sílaba, cada métrica, cada rima, cada ritmo es una onda expansiva del sentido. Pero como advierte nuestro poeta: “asir la sierpe del sentido que se mueve entre versos y oraciones no basta. Ocurre que el poema también se compone de palabras repletas de significación. Palabras sometidas a la intensidad que el ritmo impone, rozándose entre sí las unas a las otras en el cerco sonoro y ceñido del poema”. (p. 35) En efecto, si bien el ritmo sienta las pautas sonoras con las que se desencadena el caudal metonímico del significante y nos da la clave afectiva de lo que se siente, la melodía es el aroma de lo que se piensa: la música del pensamiento. Este acaecer estético rebasa tanto al poeta como a quien lee y permite seguir esas evanescentes “huellas sobre la arena” que componen el trazo de la escritura para dejar ver, o “trasver” como dice José Luis, “la manifestación concreta del poder supremo de la poesía”. (p. 91)
Por esta razón, lejos también de re-presentarse como una realidad objetiva, la poesía se realiza en el silencio de lo inasible. Al respecto debo de inmediato añadir que lo inasible no es sinónimo de inefabilidad. Lo inasible pone en evidencia que lo real no es algo que está ahí para ser aprehendido y poseído. Lo real es aquello, siempre indeterminado y, por lo tanto, siempre por determinarse, que despierta la alegría del entendimiento y, con ello, la potencia indefinida del lenguaje. Una potencia que se desencadena gracias al sentido de los límites y, por lo tanto, a la forma de una significación que apunta a los confines de lo ilimitado.
Conviene distinguir cuidadosamente la limitación del sentido de los límites. Hay limitación cuando se ejerce una fuerza coercitiva ajena a una forma. Por el contario, hay sentido de los límites en el despliegue espontáneo (sponta sua) y el tanteo que conduce a una determinada composición artística. El límite es la consistencia de la forma; la limitación es lo que constriñe su despliegue. El sentido de los límites no cesa de abrirse a lo infinito. La limitación es el confinamiento de una forma amputada de significación.
No habría entonces nada que buscar más allá o más acá del pliegue infinito del aparecer y desaparecer de los fenómenos que compone la desmedida de lo real. La profundidad, afirma Paul Valèry, está en la piel. Bergson expresa lo mismo de esta manera: “Porque no se obtiene de la realidad una intuición, es decir, una simpatía espiritual con lo que ella posee de más íntimo, si no se ha ganado su confianza por una larga intimidad con sus manifestaciones superficiales”. Nuestro mundo es la polifonía del lenguaje que no cesa de contraerse y expandirse, a la manera de los circuitos cardiovasculares, disipándose en del gran silencio que habita las palabras y sobrecoge toda forma de pensamiento. No hace falta creer en un Dios o en los dioses para entender, explicar o simplemente estar atentos en cada momento al despliegue de lo que aparece y desaparece: al fugaz esplendor de la vida. Como dice Jorge Luis Borges: “Para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es”.
Concluyo con un poema de Fernando Cros, celebrando de esta manera la publicación póstuma de su libro Sobre la huella (San Juan, Universidad Interamericana, 2014). El poema está dedicado, precisamente, a José Luis Vega:
Volver al silencio
Estamos rodeados por un bosque de sígnos,
donde el rumor del aire se viste y se abriga
con la idea del viento. Pero si ahora el sígno
y su vieja danza – la letra que canta –
fueran más hermosos que un soplo de brisa,
mejor nos valdría enterrar el signo
junto a la palabra
y devolver al habla su casa vacía.2
- La frase es del poeta español Miguel Florián [↩]
- En la edición citada la palabra signo aparece sin acento. Sin embargo, en el manuscrito original que Fernando Cros me confió aparece dos veces acentuada y una tercera vez sin acento. Entiendo que con ese juego el poeta quiere dar un giro al nivel de la significación. Es lo que quiero indicar con las cursivas, que son mías y no de Fernando. Léase al respecto la columna de 80grados Meditación del agua, del 17 de febrero de 2011. [↩]