Una docencia compleja
El profesor de excelencia en el salón nos educa y en la calle lucha con nosotros Cartel que llevaba una estudiante en la marcha en defensa de la Universidad de Puerto Rico, 12 de febrero de 2011.
Pensarse, actuar y fungir como docentes requiere una importante dosis de auto-reflexión. En cierta medida podríamos corrernos el riesgo de desdoblarnos, simplificar una práctica que ciertamente es profundamente compleja, por lo que al pretender separarla de otros linderos para vernos en nuestra especificidad, es decir, separarla del todo, tal vez la posicione como menos de lo que es. Hace mucho tiempo que varios teóricos de la complejidad vienen reclamando la necesidad de retomar unos planteamientos que hiciera Pascal en el siglo XVII.
…siendo las cosas causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y todas entretejiéndose por un lazo natural e insensible que liga las más lejanas y las más diferentes, yo considero imposible conocer las partes sin conocer el todo, tanto como conocer el todo sin conocer particularmente las partes. (Pascal, [1656] 1940)
Como sabemos, el término complejidad deriva de complexus, o lo que está tejido junto. El pretender desprendernos de alguna manera de la totalidad afirmando nuestra especificidad, si bien podría ser absolutamente necesario en algún momento, no está exento de riesgos que debemos ponderar con mucho cuidado para no ir en la dirección de la simplificación. En ese sentido nos alerta Ortega y Gasset en Las Meditaciones del Quijote (1914/1960): El Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo, según Platón, “a fin de que todo en el universo viva con conexión”. La inconexión es el aniquilamiento. El odio que fabrica inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad.
En las últimas décadas del siglo XX y en las primeras del XXI Edgar Morin ha combatido vehemente la fragmentación que simplifica y la simplificación que fragmenta. En sus fecundas reflexiones sobre la educación ha planteado insistentemente que:
Es necesario desarrollar la aptitud natural de la inteligencia humana para ubicar todas sus informaciones en un contexto y en un conjunto. Es necesario enseñar los métodos que permitan aprehender las relaciones mutuas y las influencias recíprocas entre las partes y el todo en un mundo complejo…El ser humano es a la vez físico, biológico, psíquico, cultural, social, histórico. Es esta unidad compleja de la naturaleza humana la que está completamente desintegrada en la educación, a través de las disciplinas, y se ha vuelto imposible aprender lo que significa ser humano. Hay que restaurarla de tal manera que cada uno, desde donde esté, tome conocimiento y conciencia al mismo tiempo de su identidad compleja y de su identidad común a todos los demás humanos. (Los siete saberes necesario para la educación del futuro, p. 15)
De los planteamientos de Morin se derivan algunas pistas que necesitamos aquilatar cuidadosamente. ¿Podemos en realidad reivindicar nuestra función docente sin hacer abstracción de todas las otras cosas importantes que somos? Sabemos que al mismo tiempo que somos docentes somos padres, hijos, hermanos, vecinos, amigos, sindicalistas, religiosos, místicos, hombres, mujeres, ambientalistas, entre una infinidad de otras cosas. No estamos convencidos de que podamos separar todas esas identidades, complejas de por sí, pensar, actuar o fungir como docentes, ni siquiera como identidad primaria, en un momento en particular. Con frecuencia tratamos de separar algunos de estos posicionamientos, con relativo éxito o fracaso, dependiendo del caso, para no “contaminar” nuestras ejecutorias, como padres digamos, con los condicionamientos que provienen de las otras dimensiones de nuestro ser.
Pensar el salón de clases sin la facultad, sin el recinto, sin la universidad, sin la ciudad, sin el país, sin el planeta; y sobre todo sin las relaciones de poder que lo habitan y atraviesan continuamente, es una tarea sumamente difícil y tal vez poco productiva. Por eso, al privilegiar espacios para el saber debemos tener cuidado de no satanizar unos espacios y sacralizar otros. Si hacemos esto último, como parece ser la tendencia en algunos claustrales en estos momentos, nos corremos el riesgo de convertir los procesos de aprendizaje en una especie de liturgia.
Causa cierta sorpresa que en la defensa del espacio conocido como salón de clases, no se hayan considerado los planteamientos de Ivan Illich, Michel Foucault, Paulo Freire y la pedagogía crítica, entre otros, aunque sea para cuestionarlos o destacar su impertinencia para la situación actual de la UPR. ¿Nos hemos preguntado sobre el efecto que 12 ó 13 años de “salón de clases” han tenido en el deseo de aprender de los estudiantes universitarios? Sin pretender descalificar totalmente la importancia del salón de clases, como ciertamente hizo Illich de manera muy convincente, nos parece, no podemos menos que ubicarlo en el contexto del poder, la resistencia, las simulaciones mutuas, los simulacros y otras consideraciones muy alejadas de lo intelectual.
Lo menos que podríamos hacer es reconocer las múltiples limitaciones que tiene un escenario muy complejo, y aquellos elementos que inherentemente sabotean el aprendizaje (estar sentados en asientos que parecen aprisionar, ubicados en filas, con el que pretender profesar o ejercer la docencia casi siempre en un lugar preeminente que no deja dudas de su superioridad y poder), aún cuando uno combata insistentemente esas particularidades ciertamente anti-intelectuales. No podemos olvidar que por otro lado se encuentra una cuota de nuestro poder, el que reside en nuestra capacidad de evaluar y otorgar una nota que será registrada en el expediente del estudiante y de la que depende “su futuro”, o al menos las devaluadas credenciales que muchas veces ha venido a buscar. Esto último, lamentablemente, se configura en un obstáculo, también de naturaleza anti-intelectual, al proceso de aprendizaje profundo. De ahí que Illich propusiera que desde el nacimiento se le otorgara al ser humano el título más alto posible para que de ahí en adelante se dedicara a aprender realmente y no a buscar un título que, si bien no le garantiza nada, le abra las puertas del éxito económico y el “bienestar” material.
Tal vez con el paradigma pedagógico basado en la “enseñanza” en mente se podría efectuar una separación entre los docentes y los estudiantes, rescatando cada uno su espacio autónomo. Si reconocemos que dicho paradigma ha sido superado, al menos teóricamente, desde el último tercio del siglo pasado, y nos instalamos en el paradigma del aprendizaje, la separación se hace mucho más difícil. Eso, a menos que la entendamos desde la razón burocrática y nos entendamos como los que tenemos la responsabilidad de vigilar, evaluar y poner calificaciones, en lugar de ser cómplices en el proceso de aprendizaje, en el que todos somos aprendices, en todo momento. Desde la razón burocrática, nuestra docencia la definen las oficinas de personal, de nómina, el registrador, así como el reglamento y el manual del profesor.
Si acogemos las propuestas de que la educación es un proceso “para toda la vida”, que no acaba con la titulación más alta en un área del saber, inevitablemente estaremos posicionados como estudiantes permanentes. Pensada desde estas premisas, la docencia se asume en toda su complejidad y en lugar de pretender deslindar espacios, encontramos convergencias y podemos soñar con proyectos conjuntos que nos permitan construir, entre todos, esa otra universidad que sabemos es posible. Así, las particularidades se empiezan a hacer borrosas y los bordes más difíciles de definir. Basarab Nicolescu (2000) nos alerta sobre las consecuencias de continuar pensando a partir de dualidades, como estudiante/docente, por ejemplo. Según él, la complejidad y la transdisciplinariedad procuran: la trasgresión de la dualidad de los pares binarios: sujeto/objeto, subjetividad/objetividad, materia/conciencia, natural/divino, simplicidad/complejidad, reduccionismo/holismo, diversidad/unidad. Esta dualidad es transgredida por la unidad abierta que engloba tanto al universo como al ser humano. Como habíamos adelantado, coincidimos con Edgar Morin, quién entiende que la complejidad es,
…un tejido de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados, que presentan la paradójica relación de lo uno y lo múltiple. La complejidad es efectivamente el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que, la complejidad se presenta con los rasgos perturbadores de la perplejidad, es decir de lo enredado, lo inextricable, el desorden, la ambigüedad y la incertidumbre. (Morin, et. al. 2002a, p. 40, énfasis añadido).
En síntesis, para asumir la complejidad de la docencia necesitamos reconocer las conexiones más que pretender deslindar campos. Esto último sólo puede hacerse por medio de la abstracción, por no decir, simplificación de nuestra práctica-teórica del contexto en que se lleva a cabo. Debemos plantearnos, además, que
“[L]a universidad sin condición no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que se denomina hoy la universidad. No está necesaria, exclusiva, ni ejemplarmente representada en la figura del profesor. Tiene lugar, busca su lugar en todas partes donde esa incondicionalidad puede anunciarse. En todas partes en donde ella da, quizá, qué pensar y se da, quizá, para ser pensada. A veces, más allá incluso, sin duda, de una lógica y de un léxico de la condición”. (Derrida)
En estos tiempos, al reflexionar sobre la universidad que queremos debemos también dedicar un tiempo para pensar en todo aquello que aceptamos como dado, incluyendo, pero sin limitarnos, a los espacios (los salones de clase, por ejemplo) y tiempos (¿quién dice que se necesitan 45 horas en un semestre para producir los aprendizajes que requiere la aprobación de tal o cual materia?) en que lleva a cabo el proceso educativo, es decir, en todos aquellos en los que fungimos como docentes.
Para finalizar, nos hacemos eco de la propuesta que, por medio del Manifiesto de la Universidad sin Condición (80 Grados, 30 de noviembre de 2010), nos presentarán unos distinguidos universitarios:
Invitamos a romper con el pensamiento gremial de la división por talleres y en cambio con-formar un todo universitario encarnado por la experiencia y el deseo común. La comunidad universitaria es un todo in-divisible, compuesto de una multitud de identidades e individuos. Si bien podemos distinguir y diferenciar sus componentes (profesores, estudiantes, trabajadores), su enredo y colaboración son lo que hacen viable la universidad como tal. Estos tres sectores se intercambian de cuerpo para ser luz, sombra y figura, nunca permaneciendo estáticos en su identidad y caracterizándose por la fluidez de su actuar. Una universidad sin condición es, por necesidad, una universidad común –aquello que es de todas y todos porque es de nadie– donde paradójicamente se juega lo singular de cada cual.