A propósito de la estética del pensamiento
A Raúl de Pablos Escalante
Con la publicación en el año 2008 de La invención de sí mismo se concluyó la Estética del pensamiento. Título genérico de una propuesta filosófica en tres volúmenes que se vino gestando desde 1987. En términos comerciales, la obra en tres volúmenes es un rotundo fracaso; en términos filosóficos ignoro qué eco o repercusión, si alguna, haya podido tener. Estoy consciente, sin embargo, de que no es muy frecuente en el contexto cultural contemporáneo, particularmente en el mundo iberoamericano, este tipo de producción filosófica. Se trata, en definitiva, de «una filosofía en español», como decía mi querido amigo José Echeverría. Curiosa expresión esta última. E interesante, pues ella permite apreciar hasta qué punto nuestra lengua española no está confinada a ninguna nacionalidad. Ni siquiera, o para empezar, a España. Además, después de todo, ¿qué es España sino un ancestral, fecundo y conmovedor crisol de lenguas, pueblos y culturas?
A mi entender, no es correcto hablar o pensar en términos de filosofías nacionales o regionales (filosofía puertorriqueña, caribeña o latinoamericana, por ejemplo). Pueden reconocerse, sin duda, idiosincrasias, estilos o rasgos característicos de las naciones y demarcaciones geográficas donde surge y se crea una u otra filosofía. Se habla así del empirismo inglés, del racionalismo francés, del idealismo alemán o del pragmatismo norteamericano. Pero ello corresponde a una época relativamente reciente en la historia de la filosofía, es decir, a la Modernidad y a su «geopolítica de la razón» (como le ha llamado acertadamente Carlos Rojas Osorio), la cual resulta inseparable del desarrollo de las lenguas nacionales, de la configuración de la Nación-Estado y de la expansión de la civilización europea por el resto del planeta. Sin embargo, la aspiración filosófica y el acto creador del pensar están lejos de ceñirse al ámbito histórico y geopolítico de su procedencia.
De cara al legado europeo-occidental, la filosofía tiene como origen la lengua griega y la profunda riqueza cultural de la antigua Grecia. Estamos hablando de más de 2500 años, y de una época en la que las fronteras entre las culturas eran opacas y difusas, lo cual hizo posible una amplia y fecunda compenetración cultural. La Roma imperial, primero, y luego el imperio de Alejandro, no sólo fueron empresas conquistadoras sino que además se dejaron conquistar, a su vez, por la sabiduría griega. Por otra parte, el arte helénico se implantó en la India y la milenaria sabiduría de la India se dio a conocer en Grecia. A lo largo de las grandes rutas comerciales del mundo antiguo y junto a los antiguos ejércitos imperiales, se desplazaban también los amantes de la sabiduría de distintas procedencias étnicas: griegos, indios, persas, chinos. Se daba de esta manera un intercambio no sólo mercantil sino también de ideas o conceptos; pero, sobre todo, de maneras de ejercitar o practicar la sabiduría, y de experimentar con los límites y el alcance del pensamiento.
Desde una más amplia perspectiva, habría que decir que la filosofía tiene cinco grandes referentes o ejes lingüísticos que no agotan, de modo alguno, el gran legado de la sabiduría: el griego, el latín, el sánscrito, el pali y el chino. Hay, pues, en rigor, lenguas con tradición filosófica, más que filosofías autóctonas o nacionales. Más aún, hay una experiencia filosófica única, propia de nuestra condición humana, expresada en diversas lenguas, a tono con las condiciones históricas de la época y la fuerza singular de una determinada forma del pensamiento. Una genuina propuesta filosófica rebasa su carácter nacional y crea su propio lenguaje dentro de la lengua en que escribe. Más aún, la proeza de una filosofía consiste en rebasar el género humano, apuntar a la proliferación de los mundos y a la integridad del universo entero.
Volviendo al asunto de la Estética del pensamiento debo también añadir que ha dejado en quien la escribió una profunda satisfacción espiritual. Satisfacción no significa auto-complacencia. Quien se dedica a la filosofía se dedica a cultivar el amor y la práctica de la sabiduría, a honrar y estar a la altura de una experiencia milenaria. Se llega así a comprender, en definitiva, cuán vulgar, ridícula e inútil es la vanidad del pensamiento, la cual sirve de cuna a la tan de moda frivolidad intelectual. La filosofía no se limita a ser la confección elocuente y persuasiva de un discurso. Tampoco es la filosofía una disciplina anacrónica trasnochada, pero cuyo glamour sirve muy bien de fachada a los nichos de poder académico; así como de anclaje a los títulos universitario (¡el famoso “PhD” o Philosophy Doctor, que no pocos exhiben sin haberse siquiera preguntado por el sentido de la palabra “filosofía”!).
La filosofía es, desde antiguo, un método de vida, una preparación para la muerte, una persistente investigación y un inagotable descubrimiento de nuevas maneras de entender y percibir el mundo. Es en tal sentido que vale con mucho el adjetivo “espiritual”. Se trata de una palabra que hay que rescatar de su significado religioso. Le debemos al gran historiador de la filosofía antigua, Pierre Hadot, haber iniciado en las últimas décadas la noble tarea de recuperar el concepto de ejercicio espiritual (que, dicho sea de paso, es de origen precristiano) como parte íntegra de la experiencia filosófica (que es de donde lo toma san Ignacio de Loyola). Los últimos libros de Michel Foucault tienen, a propósito, una gran deuda, que él mismo reconoce, con Hadot. Aprovecho y digo, de paso, que en francés cuando se dice la palabra esprit o espíritu se entiende básicamente “mente”; pues a pesar de ser una lengua latina no cuenta, como el inglés, por ejemplo, con un equivalente de la palabra mens. Lo cual permite poner en evidencia que una cosa son las palabras y otra los conceptos.
No obstante, lo espiritual tiene además otro sentido más elemental y radical. Ella alude a la respiración. Lo espiritual es el hálito vital que sostiene el pensamiento. Spiritus en latín remite precisamente al movimiento de inhalación y exhalación. El mismo significado tiene la palabra griega pneuma, y el hebreo ruach. Es una hermosa historia que nos llevaría hasta los conceptos de anima y psyche; y, aún más remotamente, a la palabra sánscrita atman, para de ahí volver al vocablo alemán atmen, única lengua moderna que conserva, hasta donde sé, su primitivo sentido indo-europeo: respirar. Pero lo más interesante es estudiar de qué manera se va construyendo, a partir de ese fuero lingüístico, la idea de una esencia incorruptible que lleva el nombre de alma o espíritu. Se trata del punto de confluencia del hinduismo, el pitagorismo, el platonismo y la tradición judeocristiana.
Todo el caudal de una auténtica filosofía idealista o del Espíritu culmina en la obra monumental de Georg W. Friedrich Hegel. Así también, el legado del genuino materialismo, que se origina en la antigüedad (Demócrito, Leusipo, Epicuro, Lucrecio) culmina en la grandiosa obra de Karl Marx. Desde otra perspectiva, no es casual que ambos sean, a pesar de sus posiciones antagónicas, herederos de una Filosofía de la historia que, como la de san Agustín, habrá de marcar profundamente el destino del pensamiento occidental.
El acto de pensar, fundado en la respiración, es inseparable del cuerpo y, con ello, de las múltiples y complejas interacciones por las que se expresa y articula un modo de pensar. Un cuerpo que no respira es un cadáver, y un pensamiento sin cuerpo es inconcebible. La ficción cartesiana de un yo pensante y descarnado, identificado con los supuestos platónicos-cristianos del alma, es una ingeniosa creación conceptual. Pero se trata de una concepción profundamente errónea, por más poderoso que haya sido, y siga siendo, su arraigo. Le debemos a Nietzsche haber llevado hasta sus últimas consecuencias el cuestionamiento del cogito cartesiano y, por ende, de la idea de un alma individual, eterna o inmortal. Tarea iniciada por Spinoza y Hume en los albores de la Modernidad, y por el Buddha Gotama en la India, miles de años antes. Hay que decir que una buena parte de la filosofía del pasado siglo XX se ha formado a partir de la obra de Friedrich Nietzsche.
La Estética del pensamiento es heredera de un recorrido que, si bien se refuerza con Nietzsche, remite a una antigua tradición que se inaugura con Heráclito en Grecia y con el Buddha en la India. Se trata de una compenetración, práctica y teórica, con el sentido del devenir, es decir, con el fugaz esplendor de la vida, la efeméride del momento y la impermanencia de todo lo que llega a ser. A este respecto, hay una figura central y una experiencia espiritual que han sido determinantes para esta propuesta filosófica: el gran pensador japonés Eihei Dōgen (永平道元, 1200-1250) y la práctica de zazen.
Se trata, además, de tomar distancia con respecto a dos extremos: el extremo del idealismo, es decir, el supuesto de que la mente o el espíritu es la esencia última de lo real; y el supuesto del materialismo, es decir, la reducción del pensamiento y de los procesos mentales a las condiciones materiales que lo posibilitan. En la época moderna y contemporánea nuestra guía ha sido, a parte de Nietzsche, las enseñanzas de Baruch Spinoza, David Hume y Gilles Deleuze. Se trata, en definitiva, de reivindicar una concepción inmanente de la ontología, en la que ya no hay nostalgia del absoluto, anhelo de trascendencia, ni creencia alguna en un alma eterna o inmortal; como tampoco necesidad de esperanza ni de fe, en el sentido cristiano de estas palabras. Se trata de afirmar, incondicionalmente, la simple e inmensa alegría de vivir.
A pesar de las reticencias, palpable a lo largo de los tres volúmenes, de reivindicar una ontología, he decidido adoptar este concepto, el cual si bien nos remite a la antigüedad, es de acuñación moderna (siglo XVII). Tradicionalmente, a la ontología se le entiende como una rama de la metafísica, junto a la teología. Sin embargo, a mi entender, es beneficioso y fructífero proponer una ontología no- metafísica y a-teológica, es decir, una ontología que, sin hacer concesiones a una concepción trascendente del ser ni a la idea de Dios como realidad última, permita clarificar la experiencia del devenir y su relación con el propio concepto de ser.
Para movernos en esa dirección, téngase en cuenta, primero, que en griego antiguo el verbo auxiliar eimí puede ser traducido al español como ser, estar o haber. Segundo, que su forma de infinitivo cambia a einai, con lo cual se enfatiza la acción propia de “ser” y no ya su carácter auxiliar. Tercero, que se trata de un verbo defectivo o irregular, que sólo tiene tres tiempos: presente, imperfecto y futuro: “es”, “era” y “será”. Y, finalmente, que el participio óntos, de donde proviene el término “ontología”, indica la actividad o actualidad de lo que es, el siendo. Dicho esto, resulta interesante percatarse de que los tres términos con los que puede traducirse el verbo, sea en forma auxiliar o en el infinitivo, le concede a la lengua española unos matices semánticos que permite poner en justa perspectiva el empleo filosófico o conceptual del participio óntos. De esta manera, si se traduce por “ser”, obtenemos el sentido de lo que da forma a la existencia; si se traduce por “estar”, obtenemos el sentido de lo evidente; y al traducir por “haber”, obtenemos el sentido activo de lo que hay, ocurre, sucede o acontece. Todos estos significados permiten plantear la noción de “devenir” o “llegar a ser” como inherente a una concepción inmanente de la ontología.
Retenemos el participio verbal óntos que se traduce por “siendo”; aprovechamos la diferencia entre ser y estar, propia de las lenguas ibéricas y decimos: lo que está siendo. Se resalta así la actividad de todo lo que llega a ser, es decir, el devenir. Lo que está siendo no es, pues, una entidad permanente e inalterable sino un proceso instantáneo de generación, degeneración y regeneración ad infinitum. Se perfila entonces un planteamiento crucial: no hay entidades o realidades sustanciales e inmutables; tampoco hay una Entidad suprema y absoluta. Puesto que nada existe por sí y en sí mismo, lo que hay es un entramado infinito de formas o modos de ser en constante proceso de transformación.
En términos metafísicos se supone que haya una Realidad última, causa originaria, principio absoluto y fundamento último de la existencia (la Idea, Dios, el Espíritu, la Materia, la Voluntad). En tal caso, el devenir tendría un comienzo, una razón de ser, un fin y una finalidad. Por su parte, en términos de una concepción inmanente de la ontología o, quizá mejor dicho, de una ontología de la imanencia, el devenir no tiene principio ni fin; ni propósito ni sentido ni un fundamento último y absoluto. El devenir es realmente un flujo incontenible en virtud del cual se ordena y se disipa todo lo que ha sido, es y será. Al decir de Heráclito: «transformándose reposa» (metabállon anapauetai, Fragmento DK 84a-b).
Precisamente por ello, de lo que se trata es de reconocer lo real tal cual es y afirmar el devenir en su actividad insubstancial e impersonal; es decir, en el hecho de que, no siendo algo en sí mismo, es todo lo que llega a ser y está siendo. Un puñado de arena es, en efecto, el universo entero; una partícula de polvo atravesada por la luz es inseparable de la inmensidad del gran vacío del cielo; el tiempo inconmensurable de un momento dado es lo intemporal de todos los tiempos; la eternidad es la experiencia íntima, plena y completa de la temporalidad. Los límites del cuerpo son también los confines de lo ilimitado. Las siguientes palabras de Buddha son, al respecto, tan enigmáticas como luminosas (y de las que hay que cuidarse de hacer interpretaciones apresuradas): «En este cuerpo de sólo ocho palmos de alto, provisto de percepción y conciencia, en tal cuerpo está comprendido el mundo, el surgir del mundo, el extremo del mundo y el camino que conduce al extremo del mundo.» (Sigo la traducción de Julius Evola en su libro La doctrina del risveglio, 1943. Hay traducción española en Grijalbo, México, 1998, La doctrina del despertar. He hecho una reseña de este extraordinario libro, traducida al italiano, y aparecida en las páginas de Buddhismo Theravada Hispano, bajo el título «La actualización de la Enseñanza»)
Habría así una compenetración con las condiciones reales de la existencia, que conduciría a una emancipación del ansia de existir (tanha), en tanto que raíz del sufrimiento (dukkha). Tarea tan noble como inagotable, pero llevada a cabo desde el cuerpo (lo cual implica, por cierto, a la mente, pues de no ser así estaríamos hablando de un cadáver), y no ya por vía del contemptus mundi o “desprecio del mundo”. En el vocabulario de Nietzsche se trataría de descubrir y afirmar la «inocencia del devenir» (Unschuld des Werdens). Las dualidades mente/cuerpo: pensamiento/sensibilidad, ya no tendría ningún sentido en el contexto de una estética del pensamiento. Se recupera así la palabra aisthesis – por el que se forma el concepto de “estética” –en su significación más rica y abarcadora: sensibilidad, sensación, percepción, percatarse de, darse cuenta de. Por su parte, el concepto de “pensamiento” (nous) adquiere también un sentido refrescante, joven y jovial. El pensamiento es ahora el fruto de un acto creador, de una poíesis de la inteligencia, que resulta inseparable, aunque sí distinguible, de la potencia de obrar del cuerpo.
El acto de pensar es un acontecimiento espiritual que abarca el cerebro, la mente, el cuerpo y el organismo, es decir, el tetragrama de lo que aparece como “individuo”. De esta manera, es sólo como disimulo de un efecto especular de la conciencia y del lenguaje que el propio pensar genera la idea o imagen de una entidad subsistente, llamada yo o alma. Lo que hay, real y efectivamente, es el producto, tan efímero como necesario, de la invención de sí mismo. Pero lejos de todo auto-engendramiento o creación voluntaria de identidades, esta “invención” no hace más que responder al conglomerado físico, psíquico, biológico e histórico que configura la dimensión espacio-temporal de la individuación.
A la luz de todo lo dicho, podemos ahora formular una pregunta clave: ¿Cómo puede el lenguaje dar cuenta de lo que desborda el límite del pensamiento? Hay que decir que pensar en términos de los límites del pensamiento no implica reconocer un supuesto ámbito de lo inefable y, con ello, las limitaciones del lenguaje. Las palabras o el lenguaje son un límite, pero no una limitación. Todo límite implica una forma, y toda forma es, estrictamente, el borde de lo ilimitado, es decir de lo que no tiene forma. A su vez, lo ilimitado, lo que no tiene forma – en una palabra: lo real – es precisamente lo que no cesa de manifestarse, de expresarse, de ocurrir. De esta manera, se evita el dualismo que opone lo real a la apariencia, es decir, a lo que se toma como realidad. Pero también el monismo que identifica, sin más, lo que se muestra o aparece con lo real.
El lenguaje es el extraño prodigio que permite poner en perspectiva la propia condición humana, pero también cualquier otra forma y actividad que hayan o puedan haber en el universo. Por lo tanto, es posible valerse del lenguaje para traspasar los límites que el propio lenguaje impone. De ahí la importancia del silencio, entendido, ya no como mutismo, sino como aquello que habita el lenguaje y por lo que aflora la poesía. Lo que podríamos llamar la “fábula de lo inefable” nos reenvía a la impotencia del decir, a lo que no puede expresarse en palabras. Contrario a esta concepción del lenguaje, se sostiene que ya todo ha sido dicho, pero que, por lo mismo, queda todo por decir; y que, llegado el momento, no hay nada más que decir, pues toda palabra sobra o está de más. No hay nada oculto a la espera de ser revelado; no hay una naturaleza o esencia última, inmanente o trascendente, que se resguarda en los secretos de la Palabra, y que hay que aprender a desvelar o des-ocultar. He ahí la trampa de las delicias hermenéutica. No hay que vivir a la espera de ninguna redención que no sea la nacida de nuestro propio esfuerzo humano. He ahí el aspecto fundamental del más alto sentido de la responsabilidad, la noble aspiración de una independencia que no puede menos que corresponder a la interdependencia de todo lo que surge, persiste y cesa, sea orgánico o inorgánico.
Todo está ahí, en el íntimo recogimiento de lo que hay. Y lo que hay es lo que se juega en cada momento que es lo inconmensurable de justo este momento. En definitiva, como se dice en el primer volumen, El drama de la escritura filosófica, no hay más cara que las máscaras de las palabras. ¿Pero de qué sirven las palabras si no hay la experiencia que sirve de guía al recto lenguaje, al recto estilo de vida y a la rectitud pensamiento? ¿Y qué puede ser la experiencia si no es el despertar al fugaz esplendor de la vida?
El gran pensador alemán Maestro Eckhart (1260-1327), nacido siete años después de la muerte de Dogen, y que predicó, escribió y pensó como pocos, en pleno auge de la Inquisición, y por la que su obra fue prohibida y condenada, escribió lo que sigue: «Quien durante mil años preguntara a la vida: “¿por qué vives?”, si pudiera responder no diría otra cosa que “vivo porque vivo” (Ich lebe darum, daß ich lebe). Esto es así porque la vida vive de su propio fondo (aus seinem eigenem Grunde lebt) y brota de lo suyo; por eso vive sin por qué (darum lebt es ohne Warum), porque vive de sí misma. Si un hombre verdadero, que actúa desde su propio fondo, pregunta: “¿Por qué realizas tus obras?”, si pudiera contestar rectamente (recht antworten), no diría otra cosa que: “las hago porque las hago” (Ich wirke darum, daß ich wirke.)» Se trata, por lo tanto, de un hacer que nace desde el fondo mismo con el que vivimos día a día nuestras vidas. Un hacer que no tiene otra razón de ser que la inmensidad de cada momento.
El esfuerzo consiste en vivir a la altura de esa aspiración, incluso en medio de las más adversas condiciones, para hacer lo que hay que hacer, no por un abstracto sentido del deber o por obediencia a algún imperativo moral (no han sido pocas las aberraciones que se han hecho en nombre de los “valores morales”), sino por el amor, la ecuanimidad y la gratitud que se descubren a partir de la singularidad de propia experiencia, así como del reconocimiento íntegro y cabal del sufrimiento ajeno, sea o no humano. En este sentido, la estética del pensamiento es también una ética de la existencia.