Alocución al pueblo de Fuente Vaqueros Discurso leído en la inauguración de la biblioteca pública de Fuente Vaqueros (septiembre, 1931)
Federico García Lorca
Antes que nada yo debo deciros que no hablo sino que leo. Y no hablo, porque lo mismo que le pasaba a Galdós y en general, a todos los poetas y escritores nos pasa, estamos acostumbrados a decir las cosas pronto y de una manera exacta, y parece que la oratoria es un género en el cual las ideas se diluyen tanto que sólo queda una música agradable, pero lo demás se lo lleva el viento.
Siempre todas mis conferencias son leídas, lo cual indica mucho más trabajo que hablar, pero al fin y al cabo, la expresión es mucho más duradera porque queda escrita y mucho más firme puesto que puede servir de enseñanza a las gentes que no oyen o no están presentes aquí.
Tengo un deber de gratitud con este hermoso pueblo donde nací y donde transcurrió mi dichosa niñez por el inmerecido homenaje de que he sido objeto al dar mi nombre a la antigua calle de la iglesia. Todos podéis creer que os lo agradezco de corazón, y que yo cuando en Madrid o en otro sitio me preguntan el lugar de mi nacimiento, en encuestas periodísticas o en cualquier parte, yo digo que nací en Fuente Vaqueros para que la gloria o la fama que haya de caer en mí caiga también sobre este simpatiquísimo, sobre este modernísimo, sobre este jugoso y liberal pueblo de la Fuente. Y sabed todos que yo inmediatamente hago su elogio como poeta y como hijo de él, porque en toda la vega de Granada, y no es pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más rico, ni con más capacidad emotiva que este pueblecito. No quiero ofender a ninguno de los bellos pueblos de la vega de Granada, pero yo tengo ojos en la cara y la suficiente inteligencia para decir el elogio de mi pueblo natal.
Está edificado sobre el agua. Por todas partes cantan las acequias y crecen los altos chopos donde el viento hace sonar sus músicas suaves en el verano. En su corazón tiene una fuente que mana sin cesar y por encima de sus tejados asoman las montañas azules de la vega, pero lejanas, apartadas, como si no quisieran que sus rocas llegaran aquí donde una tierra muelle y riquísima hace florecer toda clase de frutos.
El carácter de sus habitantes es característico entre los pueblos limítrofes. Un muchacho de Fuente Vaqueros se reconoce entre mil. Allí le veréis garboso, con el sombrero echado hacia atrás, dando manotazos y ágil en la conversación y en la elegancia. Pero será el primero, en un grupo de forasteros, en admitir una idea moderna o en secundar un movimiento noble.
Una muchacha de la Fuente la conoceréis entre mil por su sentido de la gracia, por su viveza, por su afán de elegancia y superación.
Y es que los habitantes de este pueblo tienen sentimientos artísticos nativos bien palpables en las personas que han nacido de él. Sentimiento artístico y sentido de la alegría que es tanto como decir sentido de la vida.
Muchas veces he observado, que al entrar en este pueblo hay como un clamor, un estremecimiento que mana de la parte más íntima de él. Un clamor, un ritmo, que es afán social y comprensión humana. Yo he recorrido cientos y cientos de pueblecitos como éste, y he podido estudiar en ellos una melancolía que nace no solamente de la pobreza, sino también de la desesperanza y de la incultura. Los pueblos que viven solamente apegados a la tierra tienen únicamente un sentimiento terrible de la muerte sin que haya nada que eleve hacia días claros de risa y auténtica paz social.
Fuente Vaqueros tiene ganado eso. Aquí hay un anhelo de alegría o sea de progreso o sea de vida. Y por lo tanto afán artístico, amor a la belleza y a la cultura.
Yo he visto a muchos hombres de otros campos volver del trabajo a sus hogares, y llenos de cansancio, se han sentado quietos, como estatuas, a esperar otro día y otro y otro, con el mismo ritmo, sin que por su alma cruce un anhelo de saber. Hombres esclavos de la muerte sin haber vislumbrado siquiera las luces y la hermosura a que llega el espíritu humano. Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de hombres que hablan, viven, miran, comen, pero están muertos. Más muertos que las piedras y más muertos que los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el alma muerta. Muerta como un molino que no muele, muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un ansia de liberación, imprescindible en todos los hombres para poderse llamar así. Es éste uno de los programas, queridos amigos míos, que más me preocupan en el presente momento.
Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fiódor Dostoyevski, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.
Y no olvidéis que lo primero de todo es la luz. Que es la luz obrando sobre unos cuantos individuos lo que hace los pueblos, y que los pueblos vivan y se engrandezcan a cambio de las ideas que nacen en unas cuantas cabezas privilegiadas, llenas de un amor superior hacia los demás.
Por eso ¡no sabéis qué alegría tan grande me produce el poder inaugurar la biblioteca pública de Fuente Vaqueros! Una biblioteca que es una reunión de libros agrupados y seleccionados, que es una voz contra la ignorancia; una luz perenne contra la oscuridad.
Nadie se da cuenta al tener un libro en las manos, el esfuerzo, el dolor, la vigilia, la sangre que ha costado. El libro es sin disputa la obra mayor de la humanidad. Muchas veces, un pueblo está dormido como el agua de un estanque en día sin viento. Ni el más leve temblor turba la ternura blanda del agua. Las ranas duermen en el fondo y los pájaros están inmóviles en las ramas que lo circundan. Pero arrojad de pronto una piedra. Veréis una explosión de círculos concéntricos, de ondas redondas que se dilatan atropellándose unas a las otras y se estrellan contra los bordes. Veréis un estremecimiento total del agua, un bullir de ranas en todas direcciones, una inquietud por todas las orillas y hasta los pájaros que dormían en las ramas umbrosas saltan disparados en bandadas por todo el aire azul. Muchas veces un pueblo duerme como el agua de un estanque un día sin viento, y un libro o unos libros pueden estremecerle e inquietarle y enseñarle nuevos horizontes de superación y concordia.
¡Y cuánto esfuerzo ha costado al hombre producir un libro! ¡Y qué influencia tan grande ejercen, han ejercido y ejercerán en el mundo! Ya lo dijo el sagacísimo Voltaire: Todo el mundo civilizado se gobierna por unos cuantos libros: la Biblia, el Corán, las obras de Confucio y de Zoroastro. Y el alma y el cuerpo, la salud, la libertad y la hacienda se supeditan y dependen de aquellas grandes obras. Y yo añado: todo viene de los libros. La Revolución Francesa sale de la Enciclopedia y de los libros de Rousseau, y todos los movimientos actuales societarios comunistas y socialistas arrancan de un gran libro; de El capital, de Carlos Marx.
Pero antes de que el hombre pudiese construir libros para difundirlos, ¡qué drama tan largo y qué lucha ha tenido que sostener! Los primeros hombres hicieron libros de piedra, es decir escribieron los signos de sus religiones sobre las montañas. No teniendo otro modo, grabaron en las rocas sus anhelos con esta ansia de inmortalidad, de sobrevivir, que es lo que diferencia al humano de la bestia. Luego emplearon los metales. Aarón, sacerdote milenario de los hebreos, hermano de Moisés, llevaba una tabla de oro sobre el pecho con inscripciones, y las obras del poeta griego primitivo Hesíodo, que vio a las nueve musas bailar sobre las cumbres del monte Helicón, se escribieron sobre láminas de plomo. Más tarde los caldeos y los asirios ya escribieron sus códices y los hechos de su historia sobre ladrillos, pasando sobre éstos un punzón antes de que se secasen. Y tuvieron grandes bibliotecas de tablas de arcilla, porque ya eran pueblos adelantados, estupendos astrónomos, los primeros que hicieron altas torres y se dedicaron al estudio de la bóveda celeste.
Los egipcios, además de escribir en las puertas de sus prodigiosos templos, escribieron sobre unas largas tiras vegetales llamadas papiros, que enrollaban. Aquí empieza el libro propiamente dicho. Como el Egipto prohibiera la exportación de esta materia vegetal, y deseando las gentes de la ciudad de Pérgamo tener libros y una biblioteca, se les ocurrió utilizar las pieles secas de los animales para escribir sobre ellas, y entonces nace el pergamino, que en poco tiempo venció al papiro y se utiliza ya como única materia para hacer libros, hasta que se descubre el papel.
Mientras cuento esto de manera tan breve, no olvidar que entre hecho y hecho hay muchos siglos; pero el hombre sigue luchando con las uñas, con los ojos, con la sangre, por eternizar, por difundir, por fijar el pensamiento y la belleza.
Cuando a Egipto se le ocurre no vender papiros porque los necesitan o porque no quieren, ¿quién pasa en Pérgamo noches y años enteros de luchas hasta que se le ocurre escribir en piel seca de animal?, ¿qué hombre o qué hombres son estos que en medio del dolor buscan una materia donde grabar los pensamientos de los grandes sabios y poetas? No es un hombre ni son cien hombres. Es la humanidad entera la que les empujaba misteriosamente por detrás.
Entonces, una vez ya con pergamino, se hace la gran biblioteca de Pérgamo, verdadero foco de luz en la cultura clásica. Y se escriben los grandes códices. Diodoro de Sicilia dice que los libros sagrados de los persas ocupaban en pergaminos nada menos que mil doscientas pieles de buey.
Toda Roma escribía en pergaminos. Todas las obras de los grandes poetas latinos, modelos eternos de profundidad, perfección y hermosura, están escritas sobre pergamino. Sobre pergaminos brotó el arrebatado lirismo de Virgilio y sobre la misma piel amarillenta brillan las luces densas de la espléndida palabra del español Séneca.
Pero llegamos al papel. Desde la más remota antigüedad el papel se conocía en China. Se fabricaba con arroz. La difusión del papel marca un paso gigantesco en la historia del mundo. Se puede fijar el día exacto en que el papel chino penetró en Occidente para bien de la civilización. El día glorioso que llegó fue el 7 de julio del año 751 de la era cristiana.
Los historiadores árabes y los chinos están conformes en esto. Ocurrió que los árabes, luchando con los chinos en Corea lograron traspasar la frontera del Celeste Imperio y consiguieron hacerles muchos prisioneros. Algunos prisioneros de estos tenían por oficio hacer papel y enseñaron su secreto a los árabes. Estos prisioneros fueron llevados a Samarkanda donde ejercieron su oficio bajo el reinado del sultán Harun al-Rachid, el prodigioso personaje que puebla los cuentos de Las mil y una noches.
El papel se hizo con algodón, pero como allí escaseaba este producto, se les ocurrió a los árabes hacerlo de trapos viejos y así cooperaron a la aparición del papel actual. Pero los libros tenían que ser manuscritos. Los escribían los amanuenses, hombres pacientísimos que copiaban página a página con gran primor y estilo, pero eran muy pocas las personas que los podían poseer.
Y así, como las colecciones de rollos de papiros o de pergaminos pertenecieron a los templos o a las colecciones reales, los manuscritos en papel ya tuvieron más difusión, aunque naturalmente entre las altas clases privilegiadas. De este modo se hacen multitud de libros, sin que se abandone, naturalmente, el pergamino, pues sobre esta clase de materia se pintan por artistas maravillosas miniaturas de vivos colores de tal belleza e intensidad, que muchos de estos libros los conservan las actuales grandes bibliotecas, como verdaderas joyas, más valiosas que el oro y las piedras preciosas mejor talladas. Yo he tenido con verdadera emoción varios de estos libros en mis manos. Algunos códices árabes de la biblioteca de El Escorial y la magnífica Historia natural, de Alberto Magno, códice del siglo XIII existente en la Universidad de Granada, con el cual me he pasado horas enteras, sin poder apartar mis ojos de aquellas pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más finos que el aire, donde los colores azules y rosas y verdes y amarillos se combinan sobre fondos hechos con panes de oro.
Pero el hombre pedía más. La humanidad empujaba misteriosamente a unos cuantos hombres para que abrieran con sus hachas de luz el bosque tupidísimo de la ignorancia. Los libros, que tenían que ser para todos, eran por las circunstancias objetos de lujo, y sin embargo son objetos de primera necesidad. Por las montañas y por los valles, en las ciudades y a las orillas de los ríos, morían millones de hombres sin saber qué era una letra. La gran cultura de la Antigüedad estaba olvidada y las supersticiones más terribles nublaban las conciencias populares.
Se dice que el dolor de saber abre las puertas más difíciles, y es verdad. Este ansia confusa de los hombres movió a dos o tres a hacer sus estudios, sus ensayos, y así apareció en el siglo XV, en Maguncia de Alemania, la primera imprenta del mundo. Varios hombres se disputan la invención, pero fue Gutenberg el que la llevó a cabo. Se le ocurrió fundir en plomo las letras y estamparlas, pudiendo así reproducir infinitos ejemplares de un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué cosa más difícil! Han pasado siglos y siglos, y sin embargo no ha surgido esta idea en la mente del hombre. Todas las claves de los secretos están en nuestras manos, nos rodean constantemente pero sin embargo, ¡qué enorme dificultad para abrir las puertecitas donde viven ocultos!
En las materias de la naturaleza se encuentran, sin duda, los lenitivos de muchas enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es la precisa, la justa, para que el milagro se opere? Pocas veces en la historia del mundo hay un hecho más importante que éste de la invención de la imprenta. De mucho más alcance que los otros dos grandes hechos de su época: la invención de la pólvora y el descubrimiento de América. Porque si la pólvora acaba con el feudalismo y da motivo a los grandes ejércitos y a la formación de fuertes nacionalidades antes fraccionadas por la nobleza, y el nacimiento de América da lugar a un desplazamiento de la historia a una nueva vida y termina con un milenario secreto geográfico, la imprenta va a causar una revolución en las almas, tan grande que las sociedades han de temblar hasta sus cimientos. Y sin embargo ¡con qué silencio y qué tímidamente nace! Mientras la pólvora hacía estallar sus rosas de fuego por los campos, y el Atlántico se llenaba de barcos que con las velas henchidas por el viento iban y venían cargados de oro y materiales preciosos, calladamente en la ciudad de Amberes, Cristóbal Plantino establece la imprenta y la librería más importante del mundo, y ¡por fin!, hace los primeros libros baratos.
Entonces los libros antiguos, de los que quedaban uno o dos o tres ejemplares de cada uno, se agolpan en las puertas de las imprentas y en las puertas de las casas de los sabios pidiendo a gritos ser editados, ser traducidos, ser expandidos por toda la superficie de la tierra. Éste es el gran momento del mundo. Es el Renacimiento. Es el alba gloriosa de las culturas modernas con las cuales vivimos.
Muchos siglos antes de esto que cuento, después de la caída del imperio romano, de las invasiones bárbaras y el triunfo del cristianismo, tuvo el libro su momento más terrible de peligro. Fueron arrasadas las bibliotecas y esparcidos los libros. Toda la ciencia filosófica y la poesía de los antiguos estuvieron a punto de desaparecer. Los poemas homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento griego, luz de Europa, la poesía latina, el Derecho de Roma, todo, absolutamente todo. Gracias a los cuidados de los monjes no se rompió el hilo. Los monasterios antiguos salvaron a la humanidad. Toda la cultura y el saber se refugió en los claustros donde unos hombres sabios y sencillos, sin ningún fanatismo ni intransigencia (la intransigencia es mucho más moderna), custodiaron y estudiaron las grandes obras imprescindibles para el hombre. Y no solamente hacían esto, sino que estudiaron los idiomas antiguos para entenderlos y así se da el caso de que un filósofo pagano como Aristóteles influya decisivamente en la filosofía católica. Durante toda la Edad Media los benedictinos del monte Athos recogen y guardan infinidad de libros y a ellos les debemos conocer casi las más hermosas obras de la humanidad antigua.
Pero empezó a soplar el aire puro del Renacimiento italiano y las bibliotecas se levantan por todas partes. Se desentierran las estatuas de los antiguos dioses, se apuntalan los bellísimos templos de mármol, se abren academias como la que Cosme de Médicis fundó en Florencia para estudiar las obras del filósofo Platón, y en fin el gran papa Nicolás v enviaba comisionistas a todas las partes del mundo para que adquirieran libros y pagaba espléndidamente a sus traductores.
Pero con ser esto magnífico, el paso grande lo daba el editor Cristóbal Plantino en Amberes. Era de aquella casita con su patinillo cubierto de hiedras y sus ventanas de cristales emplomados, de donde salía la luz para todos con el libro barato y donde se urdía una gran ofensiva contra la ignorancia que hay que continuar con verdadero calor, porque todavía la ignorancia es terrible y ya sabemos que donde hay ignorancia es muy fácil confundir el mal con el bien y la verdad con la mentira.
Naturalmente, los poderosos que tenían manuscritos y libros en pergamino, se sonrieron del libro impreso en papel como cosa deleznable y de mal gusto que estaba al alcance de todos. Sus libros estaban ricamente pintados con adornos de oro y los otros eran simples papeles con letras. Pero a mediados del siglo XV y gracias a los magníficos pintores flamencos, hermanos Van Eyck, que fueron también los primeros que pintaron con óleo, aparece el grabado y los libros se llenaron de reproducciones que ayudaban de modo notable al lector. En el siglo XVI, el genio de Alberto Durero lo perfeccionó y ya los libros pudieron reproducir cuadros, paisajes, figuras, siguiéndose perfeccionando durante todo el XVII para llegar en el siglo XVIII a la maravilla de las ilustraciones y la cumbre de la belleza del libro hecho con papel.
El siglo XVIII llega a la maravilla en hacer libros bellos. Las obras se editan llenas de grabados y aguafuertes, y con un cuidado y un amor tan grandes por el libro que todavía los hombres del siglo XX, a pesar de los adelantos enormes, no hemos podido superar.
El libro deja de ser un objeto de cultura de unos pocos para convertirse en un tremendo factor social. Los efectos no se dejan sentir. A pesar de persecuciones y de servir muchas veces de pasto a las llamas, surge la Revolución Francesa, primera obra social de los libros.
Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni los ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podéis hacer desaparecer una obra, pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella porque son miles, y si son pocas ignoráis dónde están.
Los libros han sido perseguidos por toda clase de Estados y por toda clase de religiones, pero esto no significa nada en comparación con lo que han sido amados. Porque si un príncipe oriental fanático quema la biblioteca de Alejandría, en cambio Alejandro de Macedonia manda construir una caja riquísima de esmaltes y pedrerías para conservar La Ilíada, de Homero; y los árabes cordobeses fabrican la maravilla del Mirahb de su mezquita para guardar en él un Corán que había pertenecido al califa Omar. Y pese a quien pese, las bibliotecas inundan el mundo y las vemos hasta en las calles y al aire libre de los jardines de las ciudades.
Cada día que pasa las múltiples casas editoriales se esfuerzan en bajar los precios, y hoy ya está el libro al alcance de todos en ese gran libro diario que es la prensa, en ese libro abierto de dos o tres hojas que llega oloroso a inquietud y a tinta mojada, en ese oído que oye los hechos de todas las naciones con imparcialidad absoluta; en los miles de periódicos, verdaderos latidos del corazón unánime del mundo.
Por primera vez en su corta historia tiene este pueblo un principio de biblioteca. Lo importante es poner la primera piedra, porque yo y todos ayudaremos para que se levante el edificio. Es un hecho importante que me llena de regocijo y me honra que sea mi voz la que se levante aquí en el momento de su inauguración, porque mi familia ha cooperado extraordinariamente a la cultura vuestra. Mi madre, como todos sabéis, ha enseñado a mucha gente de este pueblo, porque vino aquí para enseñar, y yo recuerdo de niño haberla oído leer en alta voz para ser escuchada por muchos. Mis abuelos sirvieron a este pueblo con verdadero espíritu y hasta muchas de las músicas y canciones que habéis cantado han sido compuestas por algún viejo poeta de mi familia. Por eso yo me siento lleno de satisfacción en este instante y me dirijo a los que tienen fortuna pidiéndoles que ayuden en esta obra, que den dinero para comprar libros como es su obligación, como es su deber. Y a los que no tienen medios, que acudan a leer, que acudan a cultivar sus inteligencias como único medio de su liberación económica y social. Es preciso que la biblioteca se esté nutriendo de libros nuevos y lectores nuevos y que los maestros se esmeren en no enseñar a leer a los niños mecánicamente, como hacen tantos por desgracia todavía, sino que les inculquen el sentido de la lectura, es decir, lo que vale un punto y una coma en el desarrollo y forma de una idea escrita.
Y ¡libros!, ¡libros! Es preciso que a la bibliotequita de la Fuente comiencen a llegar libros. Yo he escrito a la editorial de la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde yo he estudiado tantos años, y a la Editorial Ulises, para ver si consigo que manden aquí sus colecciones completas, y desde luego, yo mandaré los libros que he escrito y los de mis amigos.
Libros de todas las tendencias y de todas las ideas. Lo mismo las obras divinas, iluminadas, de los místicos y los santos, que las obras encendidas de los revolucionarios y hombres de acción. Que se enfrenten el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, obra cumbre de la poesía española, con las obras de Tolstói; que se miren frente a frente La ciudad de Dios de San Agustín con Zaratustra de Nietzsche o El capital de Marx. Porque queridos amigos, todas estas obras están conformes en un punto de amor a la humanidad y elevación del espíritu, y al final, todas se confunden y abrazan en un ideal supremo.
Y ¡lectores!, ¡muchos lectores! Yo sé que todos no tienen igual inteligencia, como no tienen la misma cara; que hay inteligencias magníficas y que hay inteligencias pobrísimas, como hay caras feas y caras bellas, pero cada uno sacará del libro lo que pueda, que siempre le será provechoso, y para algunos será absolutamente salvador. Esta biblioteca tiene que cumplir un fin social, porque si se cuida y se alienta el número de lectores, y poco a poco se va enriqueciendo con obras, dentro de unos años ya se notará en el pueblo, y esto no lo dudéis, un mayor nivel de cultura. Y si esta generación que hoy me oye no aprovecha por falta de preparación todo lo que puedan dar los libros, ya lo aprovecharán vuestros hijos. Porque es necesario que sepáis todos que los hombres no trabajamos para nosotros sino para los que vienen detrás, y que éste es el sentido moral de todas las revoluciones, y en último caso, el verdadero sentido de la vida.
Los padres luchan por sus hijos y por sus nietos, y egoísmo quiere decir esterilidad. Y ahora que la humanidad tiende a que desaparezcan las clases sociales, tal como estaban instituidas, precisa un espíritu de sacrificio y abnegación en todos los sectores, para intensificar la cultura, única salvación de los pueblos.
Estoy seguro que Fuente Vaqueros, que siempre ha sido un pueblo de imaginación viva y de alma clara y risueña como el agua que fluye de su fuente, sacará mucho jugo de esta biblioteca y servirá para llevar a la conciencia de todos nuevos anhelos y alegrías por saber. Os he explicado a grandes trazos el trabajo que ha costado al hombre llegar a hacer libros para ponerlos en todas las manos. Que esta modesta y pequeña lección sirva para que los améis y los busquéis como amigos. Porque los hombres se mueren y ellos quedan más vivos cada día, porque los árboles se marchitan y ellos están eternamente verdes y porque en todo momento y en toda hora se abren para responder a una pregunta o prodigar un consuelo.
Y sabed, desde luego, que los avances sociales y las revoluciones se hacen con libros y que los hombres que las dirigen mueren muchas veces como el gran Lenin de tanto estudiar, de tanto querer abarcar con su inteligencia. Que no valen armas ni sangre si las ideas no están bien orientadas y bien digeridas en las cabezas. Y que es preciso que los pueblos lean para que aprendan no sólo el verdadero sentido de la libertad, sino el sentido actual de la comprensión mutua y de la vida.
Y gracias a todos. Gracias al pueblo, gracias en particular a la agrupación socialista que siempre ha tenido conmigo las mayores deferencias, y gracias a vuestro alcalde, don Rafael Sánchez Roldán, hombre benemérito, verdadero y leal hijo del trabajo, que ha adquirido por su propio esfuerzo ilustración y conciencia de su época, y merced al cual es hoy un hecho esta biblioteca pública.
Y un saludo a todos. A los vivos y a los muertos, ya que vivos y muertos componen un país. A los vivos para desearles felicidad y a los muertos para recordarlos cariñosamente porque representan la tradición del pueblo y porque gracias a ellos estamos todos aquí. Que esta biblioteca sirva de paz, inquietud espiritual y alegría en este precioso pueblo donde tengo la honra de haber nacido, y no olvidéis este precioso refrán que escribió un crítico francés del siglo XIX: «Dime qué lees y te diré quien eres».
He dicho.