Antonio Navia, 1945-2023
La reciente muerte de Antonio Navia exige un cuestionamiento de lo que ha sido la historia de las artes en Puerto Rico, no solamente durante el periodo en que el artista estuvo activo, sino desde, por lo menos, el siglo XIX. Porque, en efecto, Navia fue un artista que a través de su vida mantuvo una mirada y una práctica firme, aquella que mejor ejemplifica lo que entendemos por “vanguardia” y que con tanto fiero y saña ha sido maltratada, censurada, y despreciada entre nosotros por ya más de un siglo.
A fin de cuentas, no esperábamos menos. En el reino del engaño, la colonia, la práctica de la verdad está vedada: “El imperialismo yanqui, para poder subsistir indemne, necesita a cada rato cubrirse con las máscaras de la mentira. Y el triste colono, que no sabe luchar o que pretende acomodarse a su situación infamante de democracia insulsa, recurre continuamente a la negación de la verdad” (Francisco Matos Paoli, Diario de un poeta I, 174). En las artes, específicamente, se ha negado a todo aquél que se ha desviado del camino autorizado, al abordar lo visual desde espacios no ortodoxos. Es el caso del arte más marginado e invisibilizado en Puerto Rico, la abstracción. Un examen de las exposiciones y publicaciones sobre artistas a través de más de medio siglo revela la escasa invitación hecha a aquellos que aquí se dedican al arte abstracto e inobjetivo. Nada ha marginado más a un artista en Puerto Rico, aún sobre factores tales como su color de piel o su género, que su práctica de la abstracción. Es una censura que ha resultado muy efectiva, llevada a cabo con la colaboración de instituciones e individuos con poder en las artes. Para completar el desatino, ha sido uno de los factores que más han incidido en la inexistencia de nuestras artes en los foros extranjeros.
Uno de los efectos más perniciosos del régimen muñocista fue la idea, persistente hasta hoy, de que el arte “debe servir al pueblo”, “comunicar”, ser “accesible”, “comprensible”, cumplir con una “función educativa”. Ha sido una prédica nefasta impuesta por las clases dominantes para socavar la independencia del quehacer artístico y suprimir el diálogo de nuestro arte con el de las demás naciones. Si algo le debemos a Navia, y al grupo de artistas que lo acompañó en su momento, es precisamente su rechazo a la camisa de fuerza que tal concepto del arte implica y su compromiso absoluto con la creación artística como actividad independiente, autónoma, ajena a ataduras con el estado, actividad filosófica consagrada al único compromiso que le es propio, la búsqueda de la verdad. No en balde fue tan socavada en la colonia.
De las grandes ironías del arte puertorriqueño resulta que personas provenientes de las clases acomodadas impugnaran el arte de aquellos sin privilegios, con la recriminación de que ese arte “no representa al pueblo”. Tal es el caso de Navia. Habitante de un residencial público de Bayamón, contra toda expectativa tuvo a bien concebir pinturas, esculturas y dibujos de una complejidad conceptual como solamente vemos en el arte primermundista. En nuestro ambiente conservador, ello lo condenó al margen. Sus ambiciosas instalaciones, particularmente, fueron concebidas para un público genuinamente popular, sin condescendencias. Penosamente, los resultados no fueron siempre los más felices, por carecer del apoyo económico necesario, sumado a la incapacidad de Navia para distinguir su tiempo de trabajo en el privilegiado espacio del estudio, del tiempo de trabajo en el limitado espacio del “mundo real”. Las instalaciones de Navia cargaron con evidentes limitaciones técnicas, en las que el artista no logró igualar su ejecución a la exactitud de su concepto, como sí demostró invariablemente en su obra pictórica y tridimensional. Sea como fuere, nos queda la ambición de sus propuestas, su imaginación y certeza en las posibilidades de una sociedad que podría llegar a ser plenamente, si así se lo propone. En Navia, las utopías sí son posibles.
En esa fe en la utopía concretada a través del arte, Navia se revela como insospechado continuador de la Generación del 50. De los alumnos de Lorenzo Homar, fue el más dotado, heredero preeminente del refinamiento técnico, del virtuosismo, pero sobre todo del insobornable espíritu crítico de su maestro. Para aquellos incapaces de ver más allá de las diferencias entre el maestro Homar y su estudiante Navia, las anteriores podrán sonar a palabras vacías. Pero quien se tome la molestia de examinar la elaboración de sus construcciones, la preciosista talla de sus maderas, su culto manejo del color, la precisión de sus tintas y caligrafías, sentirá la presencia del maestro en ese estudiante que lo superó, en un itinerario contrario, pero igualmente imprescindible.
A la hora de pensar en la insensatez que comprende el rechazo al arte abstracto entre nosotros, nada resulta más sintomático que la amnesia en torno a la pieza realizada por Navia en honor a Francisco Oller en 1983. Con motivo del sesquicentenario del nacimiento del maestro Oller, la curadora Haydée Venegas invitó a Navia a realizar una instalación en el Museo de Arte de Ponce, donde se realizó la gran retrospectiva del maestro sanjuanero. Navia tituló su pieza Ajedrez para Francisco Oller, inspirada en El velorio, que abrió al público con un performance que ocupó los espacios de la entrada al museo, el patio interior y el (hoy sepultado bajo tierra) “Anfiteatro Lincoln”. Descripciones del evento existen, por lo que no las repetiremos. Sin embargo, es imprescindible subrayar que ningún otro artista ha ofrecido una versión de Oller tan conceptualmente compleja como la de Navia, por su mirada singular a El velorio como arte de avanzada, obra vanguardista tanto en el plano estético como en el político.
Hasta fines de los años setenta, fue lugar común considerar El velorio como costumbrismo jíbaro. Para la retrospectiva de 1983, y gracias a las nuevas lecturas de Haydée Venegas, la obra de Oller exigió y recibió miradas más críticas. Ajedrez para Francisco Oller se benefició de esas lecturas y a su vez ofreció otras, pues Navia nos reveló El velorio como nunca antes lo habíamos considerado. Ni cuadro costumbrista, ni obra de crítica social; el Ajedrez para Francisco Oller, aún inacabado como quedó, atendió la imbricación de los asuntos sociopolíticos en El velorio con la elaboración formal de su imagen y su proyección en el espacio tridimensional y sonoro, su relación con la investigación científica y las nuevas tecnologías, su integración de la historia y la cultura a la ciencia y sus implicaciones para la colectividad. Inéditamente, Ajedrez para Francisco Oller expone El velorio como maqueta o mapa para el futuro. Es una pérdida haber pasado por alto esta obra por ceder al prejuicio, tan generalizado, de que nuestros artistas “abstractos” carecen de pertinencia política, social o cultural. Esa subestimación ha representado un execrable atraso, tanto para creadores como para observadores, pues constreñidos quedamos a asumir la intrascendencia de nuestro pensamiento. En consecuencia, nuestro arte del siglo XX corrió la misma suerte del arte del XIX, en el que Oller, vanguardista de aliento internacional, se vio obligado entonces a retroceder a un lenguaje pictórico ya superado, con tal de sobrevivir en el estéril y todavía insuperado ambiente colonial. Nadie como Navia para testimoniar ese desgarre. Ajedrez para Francisco Oller queda como manifiesto único de la continuidad del quehacer estético en Puerto Rico, signo de pujanza y poder de permanencia de una comunidad contradictoriamente empecinada en su autodesprecio.
Sobre todo, de Navia debemos destacar que practicó un arte eminentemente social, ajeno a la expresión individual. “Arte social”, en Puerto Rico, se ha asociado con todo menos con la abstracción. La obra de Navia niega ese error, con su énfasis en la ciencia, disciplina en la cual lo individual cede su espacio a lo colectivo, lo inmediato cede a lo global. (Oller: “El arte y la ciencia van tan unidos como los pulmones y el corazón, si uno falta cesa la función del otro.”) De ese compromiso con la ciencia y la humanidad, nacieron piezas que todavía hoy no tienen igual en Latinoamérica. Dos de ellas: la construcción Cortex Codex VII, de 1986, y la pintura Progresión LIV, de 1977. Casi cuatro décadas desde su aparición, podemos señalarlas sin duda como dos absolutas obras maestras en cualquier lugar del mundo. La primera, no la vemos desde su presentación en 1990 en el Museo del Barrio; la segunda, desde su presentación en 1985 en el MHAA. Invisibles por demasiadas décadas: nuestra es la nación que se priva de sus maravillas, así como encarcela y expulsa a sus mejores mentes.
Navia deja mucha obra dispersa o perdida: pinturas, esculturas, dibujos, grabados, cuadernos, escritos. Algunas obras se conservan en colecciones privadas, otras en colecciones públicas. Entre sus piezas maestras, los restos del Stonehenge para Millet (1978), construcción excepcional en el arte de este hemisferio, permanece en los depósitos del ICP desde 1985 pendiente de una restauración. El gran arte de Navia queda en espera de un rescate que, gente de fe como somos, confiamos llegará, no para beneficio del artista, que ya no lo necesita, sino de todos nosotros, agentes de nuestra indigencia colonial.