Vale la alegría escuchar a Lizbeth porque las melodías que inventa reverberan. Son, a partes iguales, ungüento y “agüita de ajonjolí”, al decir de Tite.
Vale la alegría escuchar a Lizbeth porque las melodías que inventa reverberan. Son, a partes iguales, ungüento y “agüita de ajonjolí”, al decir de Tite.
Su escritura camina, avanza o espera. Y retrocede. Se tambalea al bruto compás de una calle llena de boquetes, toda vez que inventa al semejante y le fabrica caminos al otro lado de la ventana.
Pero nosotros no escuchábamos o preferíamos no hacerlo. Aquello era un murmullo, el escalofrío previo al desastre. Y al frente la ola: su respiración muda como de animal dormido.
Privatizar empobrece a la ciudadanía, enriquece a los de siempre. Ajustar no es despedir, es optimizar, hacer más con menos, usar el cerebro, repartir de forma equitativa el bacalao.
Nosotros éramos seis. Los policías rondaban la misma cifra. Tuvimos que explicarles. Hablarles de ese señor canoso, calvo ya, de nombre Oscar López Rivera.
La imagen es terrible y hermosa. Una mujer y un hombre entierran sus libros en un jardín para salvarse.
Habló sobre Monk mientras anduvo solo por el escenario desierto, mirándose los pies, vestido con ropa oscura, con esa intensa calma… en contraste con la fuerza arrolladora de su música.
“Uno no tiene los libros que quiere, tiene los que merece”, me dijo una vez un amigo, en un arranque que parecía sacado de algún diálogo literario. No sé si él, -mi amigo- tenga razón.
El pasado jueves estudiantes y simpatizantes con la lucha universitaria marcharon por Río Piedras. Nadie dijo nada. Mejor. Y cómo no. Más brutal que la palabra, suele ser el silencio.