Calles y estrellas: crónicas de un martes rosa
El ahora derrotado Luis Fortuño introdujo su papeleta de votación con su nombre a las 11:26 a.m. en un colegio en Guaynabo City y Alejandro todavía estaba haciendo fila en La Barra. Para los que mantienen que la familia es una institución, «este era el photo op ideal». Sus hijos le seguían. Uno de los trillizos, Luis Roberto, se acerca a la cámara y dice que ha votado «Por la palma, rajá», y la madre, Lucé, seguía al estudiante universitario para asegurarse de que el niño pusiera las papeletas en las urnas correctas. Así son las madres y las esposas y las primeras damas abnegadas. Así los yuppies padrotes.
Y pasó que las fuerzas del azúcar y la reproducción se repartieron, se batieron, se esparcieron a más no poder ¿en un día sin par? ¿Quién se quedó con el futuro, realmente? ¿Alguien fue capaz?
Ser o no ser incapaz fue el mantra del año y medio de campaña que se extinguió -y que le adscribía a Mr. Sweet una ahuecada inteligencia y al gobernador una capacidad proteica de planificación. Pero la campaña publicitaria del PNP demostró no ser capaz de entender su obvio despego de lo que pasaba entre cuero y carne del pueblo votante. Fue uno de los tragic flaws de Fortuño en su larga lista de tragic flaws. Fue y fueron sus asesores interesados en no ver y no escuchar, incapaces de entender que la idea de degradar al candidato después de haber degradado a los ciudadanos crearía una empatía natural entre ellos. Y de esa manera, no hacía falta proponer ideas. Entre los sí y no sin grises permitidos, la falta de «ideas» -que sólo existían cada vez que se mencionaba la palabra «ideas»- selló el destino de ambos candidatos. La falta de ideas y los zig-zags de la calle y las estrellas. No se puede publicitar lo que el otro no tiene si al hacerlo se revela con creces la carencia propia.
La publicidad, como los astros, inclina pero no obliga. Los anuncios de campaña, que ahora se verán en programas antológicos sobre la política isleña en décadas por venir, nunca tuvieron la fuerza de convencimiento ni la claridad contundente del knockout punch que los estrategas deseaban. Los ataques y los insultos que se colaban entre los programas de cable, en los descansos de La Comay, entre el beso y el desencanto de las pausas de las novelas, en los cinco minutos finales de un rerun de Law and Order: Special Victims Unit no eran efectivos como memoria emotiva cuando se está en fila un martes de elecciones, cuando las futuridades se suman a la realidad del día a día. Marca, entonces, en la fila de votación, el peso, la suma del pasado. La memoria de despidos y patadas y quiebras y el mayor interés en la industria de la construcción que en la importancia de la educación. La memoria existe, aunque algunos quieran olvidarla en los salones donde se practica el jugo duro de la política isleña.
Y entonces, las estrellas, el divertimento malsano que los medios de comunicación tradicionales utilizan como respiro para la tensión que ellos mismos crean, explotan siempre al final de la larga jornada política. Ver más allá es riesgoso si sólo se ve lo que se quiere ver más allá. Las estrellas se han fatigado. Y como todos los años de elecciones llegan La Gitana Patricia, Rukmini, Walter, Martín Ramos Paz y sus publicitadas campañas de autobombos en portadas insensatas y Rubenescas apariciones en radio y televisión. Fortuño gana. O Gana AGP. Y lo que gana es la irrealidad que se detona en una larga noche de conteo y reproches.
La calle -esa inasible realidad a la que echan mano los candidatos para probar que lo que dicen es cierto- no estaba alineada con las estrellas que algunos vieron. Los protagonistas de la noche no fueron los candidatos y nunca lo son el día de las eleciones. La preeminencia cuando se vota la tienen los que planean la estrategia para conseguir el voto, las maquinarias que están detrás. Eso es lo que siempre prima el día de la elección final, cuando los candidatos se retiran a esperar los resultados y le ceden el TV time a los que están running the show. La calle entonces es un segundo plano de las cámaras, las masas que se tratan como masas para el tiro de picada y la aparición de algún oficial de algún partido con algún número en mano.
Los hologramas que distorsionaban los cuerpos de los candidatos en Televicentro, las gráficas que erraban las cifras de votos, el tono de voz de los directores de campaña, ese registro de negación intensa que mantiene a decenas de miles frente a los comités con bandera en mano hasta que llegan las brigadas de limpieza y barren los vasos que contenían esperanzas o corajes.
A las 11:18 a.m. del miércoles 7 -casi exactamente 24 horas después que emitió su voto- salía Fortuño en pantalla, admitiendo su derrota, después de haber felicitado telefónicamente a García Padilla. Pero la pelea de los egos, la batalla chiquita de los calzones grandes se sigue peleando ahora en otros salones, ya no embarrados de azul, pero con un tinte rojizo, casi rosa, que pondrá en jaque el azúcar y las «filosofías de vida» del nene de estado que -se espera- por fin se sentará, de una vez y por todas, a pensar en poder pensar.