Changó
*El cuento Changó pertenece al libro Transcaribeñxs publicado en 2017 por Editorial Egales en España.
Luego que Póstumo se quedó solo en su alcoba con su nuevo cuerpo, contemplólo a su sabor y vio que era cabal, hermoso y digno de ser amado.
—Alejandro Tapia y Rivera (Póstumo, el envirginiado)
1.
A Changó Almonte le han dicho que ofrezco mis servicios de acarreo desde Isabela hasta Cataño con rebajas sustanciales a cambio de actividad sexual. Me lo sugiere en voz murmurada luego de haberse bajado de la yola junto a los demás indocumentados. No lo menciona de inmediato ni directamente: es su regodeo e indecisión lo que me parece más atractivo. Me pide si puede hablar algo privado conmigo e intuyo con rapidez de qué se trata. Primero lo miro con sospecha de arriba a abajo. Es un negro sufrido pero guapo, con molleros aceitados que casi lo hacen parecer haitiano y cuya melancolía se arremolina en el batir de sus pestañas. A mí los haitianos me gustan incluso mucho más que los dominicanos, pero a veces hay que arar con los bueyes que aparecen.
Lo segundo que hago es inhalar fuerte, lánguidamente. Changó huele a algas marinas y a alcanfor. Su tufo casi es perceptible a la vista si uno se concentra en la bioluminiscencia que le resbala por la nuca. Tiene además un afro acolchonado tirando a rubio, que quizás se deba a la decoloración de los rayos solares o a la sobrexposición de algún tinte de cabello. Mientras lo estudio pongo rostro de mucha seriedad y le digo que sí con la cabeza. Le hago señas y él me hace caso. Nos retiramos más allá de las rocas, para tomar distancia del resto.
Entonces me dice Soy Changó Almonte, y soy bien macho, pero no tengo el dinero completo.
Como llevo la linterna encendida desde que inicié la caminata hasta la orilla a través de los matorrales, enfoco la lámpara hacia su pecho cubierto por una camiseta desgastada que dice Barahona Liquor Store. Le digo que se la quite y Changó obedece de inmediato. ¿Te deshidrataste en el camino?, le pregunto y me dice que no. Nos dieron a beber Gatorade, añade. ¿Puedo verte las nalgas?, indago y él mira a todos lados. ¿Aquí?, cuestiona con indecisión y yo le digo que sí. Luego de unos minutos Changó se voltea y sin bajarse completamente los pantalones me deja ver sus acomodadas posaderas. Cuando voy a tocarlas él se aleja y exclama: Dime primero si va el trato; es que me han dicho que esto no lo haces con todo el mundo.
Changó tiene razón. Le han informado muy bien. Si el cliente puede pagarme, pues nada malo tiene el que yo cobre la tarifa regular que incluye esperarlos el día acordado en la orilla, montarlos en mi guagua de pasaje tipo van y transportar a aquellos que desean localizarse en el sector La Puntilla, Las Vegas, el Barrio Juana Matos o en cualquier parte del pueblo costero. Nunca los llevo ni a Santurce ni a Comerío, mucho menos a Ponce; eso le toca a otro carrero. Mi espertís es la ruta para Cataño. Cuando el cliente no ha reunido todos los dólares o se queda corto por cualquier razón, puedo hacerme de la vista larga por una buena venida, siempre y cuando el tipo me guste. Pero tiene que gustarme. Si no me agrada se puede ir a la mismita mierda.
¿Estás enfermo?, pregunto y de inmediato me dice que no. ¿Lo has estado alguna vez?, insisto. Vuelve a negar. Mira que si me estás engañado te busco y te mato, le aclaro sin un ápice de falsedad. Changó baja la cabeza y me confiesa que una vez, a sus quince años, expulsó una cantidad exagerada de pus amarillento por el ojal del pene. Una amiga veterinaria le administró una inyección de penicilina que lo curó y luego de eso nunca más volvió a padecer de nada. Ahora tiene veintinueve años y estoy como coco, añade. Yo me río y él se tira una carcajada, coqueto.
Changó entonces escucha con mucha atención mis instrucciones:
Uno, llegamos a la casa de huéspedes “pasaos por agua” en donde te vas a quedar por esta semana. Dos, allí haces los arreglos que previamente acordaste con el Gordo cuando se hablaron por celular. Tres, te metes a bañar y yo te inspecciono. Cuatro, esperas por mí a que yo decida qué te toca hacer y por cuanta cantidad vamos a transar el asunto. ¿De acuerdo?
El moreno-pestañas-de-mari-posa hace un gesto dubitativo. Yo coloco una mano sobre la gorra de los Chicago Bulls que llevo en la cabeza. ¿Qué no entendiste?, le digo. Es que me dijeron que tú “eres especial”, que no penetras y me quiero asegurar de que sea así., dice él bajito, como masticando cada palabra. ¿Te preocupa que te coma el culo?, cuestiono y debo confesar que aquel gesto suyo de temor incipiente comienza a excitarme. Changó asiente con la cabeza.
No temas, prometo que si te lo meto no te dolerá.
De inmediato regresamos al grupo que se ha quedado de pie, impaciente, al lado de mi transporte. Miro a la playa en donde ya diviso a Macarena, la capitana de la yola, montada en el barquito que se aleja mar adentro, mientras dice adiós con ambos brazos. Me hace un gesto colocando la mano cerca de su oreja, lo que interpreto como que desea que la llame más tarde. Emito un silbido agudo, a modo de código entre ella y yo, que de inmediato entiende. La promesa de una nueva comunicación entre aquella jabá sabrosa y yo queda sellada.
Síganme los buenos, digo a mis ocho inmigrantes, y todos obedecen. Todos. Hasta el más pequeño que aparenta tener unos siete años. Me pagan la tarifa correspondiente y comienzan a acomodarse en la guagua que enseguida enciendo y dirijo hacia la carretera principal.
2.
Aún no amanece cuando llegamos a la casa de los indocumentados. Miro por el espejo retrovisor y noto cómo la madre y su niño se han quedado dormidos. También dos de las muchachas jóvenes y uno de los hombres. Los cuellos doblados y los rostros pegados a los cristales de la van se mueven en tiránica inclinación. Changó ha permanecido despierto todo el trayecto y hemos intercambiado algunas miradas amenas. Me sorprende que de vez en cuando se sonría conmigo.
Cuando los dominicanos comienzan a apearse y a recoger sus motetes, me adelanto y abrazo a Gordo. Al oído le digo que tenemos que hablar. Él se queja, No vengas a joder desde temprano, cabrón. Le digo que es serio, que necesito referencias. Gordo da instrucciones a su mujer y a su corteja —ambas viven con él— para que atiendan a los arrimados. Luego de fiscalizar la identidad de cada uno de ellos, comparando sus rostros con las fotografías que tiene almacenadas en el teléfono celular y pareando sus nombres con la identificación que cada dominicano hace de sí mismo, Gordo me choca la palma de la mano y me dice que lo acompañe. Lo sigo hasta la parte de atrás de la casona de cuatro pisos. Loco, ¿qué carajo es eso de llamarte Changó?, dice refiriéndose al joven Almonte mientras se ahoga de la risa. Por mi madre que cada vez hay más dominicanos prepotentes. El mes pasado llegó una aquí llamada Shakira y otro que lo bautizaron Obama, imagínate. A este pendejo le voy a decir Yemayá de ahora en adelante.
Precisamente de ese te quiero hablar, le digo. Necesito saber qué pata puso ese huevo. De dónde es, a qué se dedica, no vaya a ser que traiga truco y sea encubierto y nos jodamos todos.
A ver, te averiguo de inmediato de qué Olimpo han escupido al tal Obatalá. Pérate, exclama mientras entra a un cuartito del cual extrae un dispositivo electrónico tipo tableta. Gordo accede a una plataforma de red social que llevamos años utilizando para este tipo de brete. Le envía un mensaje a su contacto en Puerto Plata y acto seguido el tipo le contesta. Se ponen a chatear mientras yo espero.
Reconozco la plataforma en línea porque es la misma que uso cuando me comunico con Macarena. Tengo gratos recuerdos con la pecosa. Sus caderas, su sensualidad de maranta trenzada, sus bembas rabiosas y cuello estirado se me resbalan por la memoria. Macarena ha sido muy madura al enterarse, luego de nuestro primer encuentro, de aquello que guardo en secreto. No solo ha sido madura, ha sido tolerante. Se ha dejado convencer de que conmigo disfrutará igual o más que con cualquier otro. El vaticinio resulta acertado puesto que cuando Macarena observa y palpa el sustituto que le dará los placeres prometidos, accede. Accede y repite. Risueña me asegura que yo soy lo más macho que ha tenido entre las piernas.
Dice mi gente que el chico es hijo de un médico de allá. Aparentemente preñó a la hija blanca y rica de alguien, y lo están buscando para limpiarle el pico. Gordo me mira de arriba abajo, levanta las cejas y se mofa. Si yo fuera tú, y tuviera tus gustos extraños, Fabián, me lo tiro al cuerpo.
Yo hago un gesto de disgusto, como fingiendo que no sé de qué habla Gordo. Camino de vuelta a la guagua, que ha sido dejada vacía por todos, a excepción de Changó. Me ha estado esperando. Cuando me ve, se desmonta y agarra su mochila. Se me acerca y dice Esta es la habitación que me han dado. Y me enseña un llavero con el número diez. A mí el número diez me gusta, le digo. Octubre es el mes de mi cumpleaños. Entonces estamos de suerte, dice el dominicano y lanza una guiñada de las que intuyo serán mi perdición de aquí en adelante.
3.
Bañar a un hombre siempre es carismático. Es más místico que bañar a una mujer. Entro en un estado contemplativo al admirar las pieles con mayores niveles de testosterona. La dermis es más dura, casi como la de los lagartos; son más grumosos, más llenos de relieves y contornos arrebatadores. Una mujer es dulce y con huecos definidos; siempre se sabe por dónde penetrar. Pero un hombre es acaramelado y con agujeros sorpresivos que se van descubriendo mientras se le besa excitado. La última vez que estuve con un hombre hace tres meses, Antöine el haitiano, me dejó usar la apertura que se crea al unir sus dos pantorrillas. Me dejó apretarle el brazo, a la altura de su fossa antecubital, cerca del codo, y se dejó penetrar por allí, y por entre la axila izquierda. Inicialmente se sienten aliviados y me consideran exótico. Raro. Hago uso de un dildo de goma en material cyberskin que imita muy bien la piel humana, artefacto que se siente como una erección verdadera. ¿Estás castrado?, me preguntó en una ocasión Ivellise, ponceña ingeniosa para las artes amatorias. Le expliqué lo necesario. No protestó mucho cuando casi la hago desmayarse del gusto.
Bañar a Changó es etéreo. Mis dedos levitan entre sus pliegues ásperos y cosquillosos mientras adivinan lugares erógenos. El negro parpadea con rapidez y respira profundo mientras se muerde los labios cada vez que descubro y palpo una zona anatómica interesante. La ducha cae sobre cabello, rostro y hombros, y yo aprovecho para mirar de cerca, para estudiar conciso. Paso minutos enteros especulando, palpando, hurgando. Si existe el más remoto destello de verruga, excrecencia o llaga, expurgaré el pedazo de piel hasta que sea necesario. Hasta que reviente la carnosidad o cambie de pigmentación o se inflame para demostrar desinfección y asepsia. Es una técnica probada que copié de un novio enfermero que tuve en 1998. Su tesis era que las manos y los ojos son el mejor aparato para detectar enfermedades venéreas.
Bañar a Changó y no tener un orgasmo allí mismo, es la meta. No correrse uno viendo aquellas caderas de hombre primitivo, musculoso. Recordar que Changó no quiere ser penetrado, no quiere ser poseído. Contrariar a Changó Almonte; besarlo y hacer que él suplique ofrecer besos de vuelta. Mirar placenteramente a Changó mientras introduzco mis manos en sus nalgas, para acariciarlas. Nalgas de alabastro virgen, nalgas de sireno escamoso. Olerlo, lamerlo, acariciarlo. Sentir el paraíso a tus pies cuando escuchas que finalmente Changó te susurra méteme los dedos.
4.
Ambos fumamos, tendidos sobre la cama.
¿Te puedo hacer una pregunta?, dice la deidad.
Las que quieras, contesto yo.
¿Cómo es que no tienes tetas?
Me las operé.
El silencio se vuelve incómodo para él, no para mí, que he descubierto con los años sentir bastante goce con el interrogatorio poscoital.
¿Te puedo hacer otra pregunta?
Digo que sí.
Si me fueras a penetrar, qué usarías.
Ese tema te tiene ansioso, musito.
Sí, un poco… no puedo imaginar cómo una mujer…
No soy una mujer.
Perdón. Es cierto. Mala mía.
Termino el cigarrillo y me levanto. Entonces añado: Además, has olvidado lo esencial. Lo beso en la boca y él la abre, esperando un beso profundo, más largo, pero yo me retiro. Lo esencial es que ya te he penetrado.
Meter con los dedos no es lo mismo, reflexiona.
¿No es lo mismo porque no te dolió?
Changó muestra un rostro desfigurado por la desilusión o el desaliento. Yo me pongo la camisa y comienzo a amarrarme los zapatos.
Oye, espera. No te vayas. ¿Esto va en mi contra? ¿Me cobrarás más?
¿Tu verdadero nombre es Changó?, digo por toda respuesta. Él dice que sí y comienza a ponerse los calzoncillos. ¿Tu verdadero nombre es Fabián?
Yo me despido mientras susurro: Alguna vez fui Fabiana.
A partir de este momento Changó se llamará Juan Candelario. Gordo le entregará un acta de nacimiento falsificada, una copia de seguro social robada de los archivos de una escuela pública del país y la corteja de Gordo le brindará documentos médicos pertenecientes a un jovencito boricua que ya ha emigrado a Texas o Miami.
A las afueras del hospedaje, observo cómo Gordo enciende una pira. En ella echa ropa y antiguos títulos de identidad concernientes a los quisqueyanos recién llegados, quienes desde ahora deberán hacerse pasar por otra persona. Un desdoblamiento, una usurpación quizás como pocos… o como muchos.