Contra el prestigio del olvido

Manuel Reyes Mate, ganador en el 2009 del Premio Nacional de Ensayo en España por su libro La herencia del olvido (Madrid: Errata Naturae), columnista de El Pais , desde sus orígenes, y fundador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), al que sigue vinculado como Profesor de Investigación ad honorem, ha estado de visita por primera vez en Puerto Rico. Durante la penúltima semana de marzo dictó en el Seminario Ludwig Shajowicz del Departamento de Filosofía de nuestro Recinto un curso graduado titulado «La justicia en la construcción de la historia». A pesar de las largas horas de conversación en las que estudiantes y profesores participamos gustosos, muchos nos quedamos con el deseo de hacerle esas «otras» preguntas que nos permiten dibujar, tras las ideas compartidas, trazos más precisos del pensador que de repente tenemos de frente.
En estos días de cansado silencio después de la algarabía de su visita, llena la cabeza de sus propuestas y comentarios aun a medio digerir, sin conseguir apartarlos por suficiente tiempo castillos hinchables para mirar filosóficamente alguna otra cosa, reconstruyo una de las muchas conversaciones que nos faltó tener. Las contestaciones que le atribuyo a Reyes Mate son un collage de referencias biográficas escritas por el propio autor para el número monográfico que la Revista Anthropos le dedicara («Informe bio-bibliográfico», no. 228, 2010, 26-39) y de respuestas ofrecidas en una excelente entrevista –»Lo único ilimitado y universal es la responsabilidad». Entrevista al filósofo e investigador Reyes Mate– que le hizo Tomás Valladolid Bueno en el mismo volumen (44-55). Algunas de las contestaciones que tomo prestadas a las preguntas de Valladolid Bueno, tuve la ocasión de formularlas en vivo. Otras quedaron en el tintero y las dirijo a Reyes Mate como quien las formula a un amigo imaginario a quien tuve un buen día el gusto de conocer y a quien, seguramente, no dejaré de hablar. Llevo, en esto, una ventaja. Mi amigo imaginario me contesta y ha tenido la gentileza de enriquecer la entrevista original en la que ésta se basa con comentarios para el público lector de 80grados.net.
Manuel, te acabas de retirar simbólicamente como investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, el que ayudaste a fundar, del cual fuiste Director por ocho años y Presidente de su Patronato por cuatro. Cuando te pedí que me explicaras que era eso del Instituto, el CSIC y su relación con las universidades del Estado, me hiciste una anécdota que no creo que vaya a olvidar jamás. Me contaste que en ocasión de una de las visitas de Jürgen Habermas, después de su conferencia y camino a la cena, creo recordar, te hizo una pregunta similar. Te preguntó qué hacían ustedes en el Instituto. Me dijiste que te dio vergüenza decirle la verdad, confesar algo así como «Habermas, aquí en el Instituto nos dedicamos a comentar su obra». Y que para evitarte esa verdad que de momento te pareció insuficiente, te imaginaste un Instituto distinto al que Habermas acababa de visitar, quizás, más digno de su visita por la originalidad que le atribuiste en ese momento. Aquella descripción fantástica se volvió un profecía que se autocumplió. Vuelvo a la pregunta de Habermas, ¿Qué han hecho ustedes desde el Instituto?
Ese encuentro con Habermas tuvo lugar en 1991, cuando yo acababa de ser nombrado director del Instituto al que me había incorporado como investigador en 1989. Yo sabía lo que quería hacer. Acababa de publicar La razón de los vencidos (Barcelona: Anthropos, 1991), donde se apunta los temas sobre Auschwitz, la memoria, la justicia de las víctimas etc, a los que me he dedicado después. El libro tuvo buena acogida. Vino a verme una profesora de la Universidad de Granada que me hizo ver la novedad del planteamiento y la conveniencia de trabajar sobre ello. De ese encuentro salió la idea de presentar un proyecto de investigación que he mantenido ininterrumpidamente desde entonces y que ahora prosigue mi sucesor, José Antonio Zamora. Aquel primer proyecto tenía por título: «El judaísmo, tradición oculta de Occidente» y, los siguientes, «La filosofía después de Auschwitz».
Pero Habermas no me preguntaba por mis temas, que ya conocía, sino por el Instituto en su conjunto. Si hubiera sido sincero le hubiera respondido: «Profesor Habermas, le hacemos a Vd», porque él era el tema de la mayoría de los filósofos del Instituto. Pero eso me pareció ridículo aunque fuera verdad. Expresaba bien el estado de dependencia en que se encontraba la filosofía hispanohablante. Y entonces «me inventé» un Instituto que se preocupaba por el pensar en español, por enfrentarse a los temas morales y políticos de nuestro tiempo, por la construcción de Europa etc. Si hoy volviera -y espero que venga pronto- le diré que hemos cumplido.
En aquel momento en cuanto al proyecto aludido había que empezar desde el principio y eso quería decir conocer esa otra alma de Europa que estaba oculta o, mejor, que era ocultada. […] Las traducciones de Rosenzweig o Cohen son fruto de ese momento. Al acabar, entendimos que había que centrarse en el Holocausto. En España no había cultura del Holocausto, y era preciso conocerla y analizarla. […] Mi país es muy dado a estar en la última sin haber pasado por lo penúltimo; de estar de vuelta sin haber hecho el camino de ida; de ser posmodernos sin haber sido modernos. […] Los distintos tramos del proyecto La filosofía después del Holocausto han recorrido etapas claves, como conocer la literatura del Holocausto, la historia, los testimonios. Luego nos aplicamos a estudiar su significación moral, política, estética y epistémica. Los tres últimos años los dedicamos a analizar la relación entre memoria del Holocausto y justicia. Lo que hemos descubierto en este tiempo es que las lógicas que llevaron al Holocausto no acaban con la derrota de Hitler. Siguen vigentes, metamorfoseadas, pero vigentes. Lo que ahora queremos ver es que formas toman y cómo actúan. Después de tantos años lo sorprendente es que no haya decaído el interés y que cada vez haya más jóvenes dispuestos a andar este camino.
Como latinoamericana no puede evitar preguntarme por qué Auschwitz. No cabe duda que la escala de la aplicación, no solo de modelos industriales para el asesinato en masa de judíos, gitanos, comunistas, homosexuales y otros tantos, sino la presencia del derecho, la gerencia, la ingeniería industrial y muchas otras disciplinas esenciales a las sociedades contemporáneas hacen de todo el proceso de identificación, desposesión, aislamiento, deportación y desaparición de millones de personas un espejo en el que toda la modernidad debe mirarse. Pero, como bien sabes, América es el resultado de múltiples genocidios, de saqueos culturales extraordinarios y de oleadas sin fin de desposesiones, aislamientos y desapariciones. Con tantas cuentas por saldar, ¿qué podemos aprender los latinoamericanos de volver la mirada a Auschwitz?
Auschwitz es, ante todo, un proyecto de olvido como ningún otro en la historia; y creo que ésa es su característica principal, pues genocidios ha habido muchos. […] Nada debía quedar: los cuerpos debían ser quemados, los huesos triturados y las cenizas aventadas. […] Desde este punto de vista, Auschwitz es un laboratorio de cómo funciona el olvido y, paralelamente, de cómo debería funcionar la memoria. Ese laboratorio pone, pues en evidencias lógicas letales en la construcción de la historia que funcionan en otros lugares y momentos. Auschwitz ayuda a detectar, por ejemplo, la presencia de víctimas invisibilizadas gracias a tópicos, prejuicios o filosofías de la historia que, pese a su prestigio teórico, han quedado desautorizadas en los campos de exterminio. De Auschwitz sale un deber de memoria que se substancia en el convencimiento de que «hacer hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad».
Ese deber de recordar lleva consigo la tarea de elaborar la responsabilidad histórica. Somos responsables de lo que hemos hecho pero también de lo que hemos heredado. Unos heredan las fortunas y otros los infortunios, pero entre ambas herencia hay una relación. Esto debería cambiar la mirada de los europeos respecto a pueblos que fueron sus colonias. Como dice Benjamin, los nietos tienen «una fuerza mesiánica», débil pero fuerza, respecto a las injusticias que hicieron a los abuelos (o que hicieron los abuelos).
El tema de la memoria es un asunto álgido que también lo tienen ustedes en casa. No hay que ir a Auschwitz para saber que recordar es un tema y un ejercicio muy problemático en España. También lo es aquí, pero por otras razones.
España, como toda Europa, ha tardado en recordar. Contra lo que podía imaginarse, Europa volvió la espalda a su pasado después de la II Guerra Mundial. […] El desencadenante de las memorias contemporáneas es Auschwitz. La transición política española se hace, por un lado, en un momento de prestigio del olvido y, por otro, dentro de unas circunstancias nada cómodas para la memoria. Fue, no lo olvidemos, una transición vigilada. El error, creo yo, no es como se hicieron las cosas entonces, habida cuenta de las circunstancias, sino que nosotros hayamos elevado ese modo de transición a modélico. He formado parte de la Comisión del Valle de los Caídos, prevista por la ley de la llamada Memoria Histórica, que debía hacer propuesta de reconciliación sobre ese lugar. No ha habido manera. Hará falta mucho tiempo para que lo que proponemos -transformar ese templo funerario en un lugar de memorias compartidas- sea entendido.
Ese ir tras «las florecillas pisoteadas al borde del camino», para usar una imagen de Hegel a la que recurres con frecuencia, no te detuvo en el estudio de lo que tu llamas en el subtítulo de Memoria de Occidente (Barcelona: Anthropos, 1997) «los pensadores judíos olvidados». Tampoco culminó en el estudio del Holocausto, su historia, representaciones y testimonios. Te condujo, incluso antes, por América Latina. Desde el mismo año que comienzas en el Instituto ya diriges La Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía que tras casi cuatro decenas de volúmenes está próxima a completarse. ¿Por qué esa mirada compartida sobre el nuevo mundo y las raíces semíticas del viejo mundo?
Iberoamérica es ese punto exterior de Occidente desde el que se puede captar bien la significación de Europa, autoproclamada centro de Occidente o sujeto del «espíritu universal». Cuando en el año 1987 me empezó a rondar la idea de un gran proyecto conjunto iberoamericano, lo que teníamos claro, los que iniciamos la realización del proyecto, era que el objetivo debía ser la creación de una comunidad cultural iberoamericana. El primer paso era la Enciclopedia, es decir, una obra hecha por hispanos y lusoparlantes. Esto nos permitiría trabajar juntos, conocernos y, quizá, hasta apreciarnos intelectualmente. La obra en común ha tenido lugar, pero no estoy seguro de que hayamos avanzado mucho en leernos, discutirnos, apreciarnos. Seguimos prefiriendo cualquier libro en inglés o alemán a otro en castellano, aunque éste sea mejor. Entonces comencé a pensar en el valor de la lengua común. El castellano –o español como prefieren ustedes decir– ha sido hablado por el imperio y las colonias, por los dominadores y los dominados; es decir, esta lengua alberga experiencias distintas, y enfrentadas, de una historia común. Pensar en español tenía que ser verbalizar esa riqueza enfrentada, interpelarnos mirándonos a los ojos. Si lo hiciéramos, caerían muchos mitos y tocaríamos verdad. Pensar en español remite a un logos con tiempo y no atemporal. Gracias a los 32 volúmenes de la Enciclopedia y a los numerosos Congresos Iberoamericanos de Filosofía -el próximo será en Santiago de Chile, en noviembre de este año- hemos podido hacer mucho camino, aunque es mucho lo que queda por hacer.
Y que hay detrás de estos proyectos de recuperación filosófica de lo olvidado y de lo minusvalorado, de este ir tras el reverso de las historias, de hurgar entre sus pliegues. ¿De dónde nace ese interés en la memoria que da cuenta de tu trayectoria intelectual?
La cultura occidental está dominada por el olvido, es una cultura del logos atemporal. Durante siglos habíamos pensado que la razón, para que fuera universalmente válida, tenía que hacer abstracción del tiempo y del espacio, es decir, tenía que ser abstracta. Ahora empezamos a pensar el logos con tiempo, es decir, un logos anamnético.
Los distintos afluentes de la memoria desembocan en el gran río de la justicia. Esto lo hemos ido viendo a lo largo y ancho de todos estos años de investigación. ¿Qué quiere decir realmente eso de que la memoria es justicia? […] Es llamativo el cuidado con el que las grandes teorías de la justicia, sobre todo las modernas, orillan el pasado, limitando la justicia a un problema de distribución de las riquezas. Pero la justicia es mucho más que eso: es en primer lugar, un asunto relativo a la creación del bien común, como veía Santo Tomás y hemos olvidado. Privar a alguien del desarrollo de sus talentos es la primera manifestación de la injusticia. Y es también un asunto de responsabilidad histórica, como ya vio Bartolomé de Las Casas. Quiero recoger aspectos olvidados de algunas teorías históricas de la justicia y situarlo todo en el contexto de una justicia que arranque de las memorias de las injusticias. Si John Rawls, el gran teórico actual, declara a las desigualdades existentes producto del azar, yo creo tener razones sobradas para decir que son injusticias, es decir, son la herencia de acciones injustas. Si eso es así, la respuesta a la injusticia no puede ser una buena oferta en libertad, que es lo que está ocurriendo en esas teorías, sino una nueva política basada en la justicia. Si hasta ahora y durante siglos la justicia tendía a ser amnésica, ahora tiene que ser decididamente anamnética.
Manuel Reyes Mate » ¿Qué significa pensar en español?» 3/6Este texto surge a propósito del curso graduado «La justicia en la construcción de la historia», que dictara Reyes Mate del 19 al 23 de marzo, en el Seminario Ludwig Shajowicz, en el Recinto de Río Piedras de la UPR.