¿Crisis o culminación de valores?
¿Sabremos de lo que estamos hablando cuando nos montamos en tribuna para pontificar sobre la supuesta crisis moral de la época y cuando sermoneamos en torno a la ausencia de valores?
Produce vergüenza ajena la pretensión de resolver los problemas del país a través de la insistencia en la tal crisis moral que nos caracteriza. Sobre todo cuando se parte del convencimiento de que son los otros los que protagonizan la crisis. Al hablar sobre ella nunca nos incluimos a nosotros mismos, tampoco a quienes más cerca están de nosotros. Cuando en Puerto Rico se trae a colación la crisis moral nos referimos casi siempre a los jóvenes, sobre todo a los jóvenes que estudian en las escuelas públicas o que antes han estudiado allí y por alguna razón las han abandonado. También le achacamos la supuesta ausencia de valores a extranjeros y a quienes se cantan inconformes con la exclusividad del tradicional aparejamiento heterosexual. Todos los anteriores han perdido los valores que en algún momento caracterizaron a los puertorriqueños de pura cepa.
La insistencia en la retórica sobre la supuesta crisis moral llega a los extremos de que hace uno o dos años los marbetes que llevaban nuestros automóviles indicaban que “tus valores cuentan”. Era parte de una estrategia gubernamental dirigida principalmente a los estudiantes de escuelas públicas que también se desarrolló en los medios de comunicación insulares para devolverle a Puerto Rico algo que, supuestamente, habíamos tenido alguna vez. Convencido de que apenas escuchamos ni vemos lo que los medios transmiten, no creo que muchas personas hayan reparado en lo que decían aquellos marbetes, aun en el momento en que los instalaban. Igualmente, nadie realmente es impactado cuando en actividades del tipo que sea se vuelve al lugar común de que los valores que nos hacían un gran pueblo se han ido perdiendo.
Cuando conversamos o, más bien, sermoneamos sobre valores, no debería perderse de vista que todo aquello con lo que los seres humanos nos relacionamos está repleto de valores. Las cosas o actividades que rodean nuestras existencias tendrán menos valor, quizás muy poco valor, pero en la medida en que son objetos de nuestras conciencias o querencias constituyen valores. Se querrán mucho o se despreciarán; sea como sea, valen, tienen precio. Los seres humanos habitamos un mundo de valores; probablemente otros animales también. Si no valoráramos permaneceríamos inactivos, indiferentes a todo; probablemente moriríamos. Cambiaremos de valores, pero nunca dejamos de valorar.
Es imprescindible cuestionarnos por qué es que sentimos tanta nostalgia por los valores morales. ¿Por qué no echamos de menos los valores relacionados a la verdad y al estudio de esta? ¿O por qué no le prestamos más atención a los valores estéticos? Igualmente importante es preguntarnos sobre cuáles son los valores que en realidad se han perdido. Y si estamos tan interesados en conversar sobre los valores que hemos perdido, ¿por qué no nos preocupan los valores relacionados a la justicia? ¿O será que, pensándolo bien, no se han perdido ningunos valores?
En las primeras décadas del siglo pasado hubo en la filosofía occidental mucha discusión sobre los valores y más de un filósofo propuso una jerarquía de ellos. Unas décadas antes Nietzsche le había dedicado gran parte de sus escritos a insistir en dejar atrás los valores que el cristianismo había desarrollado. Le parecía que los modos en que griegos y romanos habían entendido la moral era muy superior y sugería que se debía regresar a ellos. Aun antes, en las obras de Marx y de Engels también se recogen planteamientos que, como los de Nietzsche, vinculan las dinámicas morales a otras cuestiones, tales como el lugar que ocupan en las tensiones que caracterizan la dinámica social.
Podríamos continuar remontándonos al pasado para evidenciar que es mucho lo que se ha especulado en torno a este tema, pero no es necesario. Más importante quizás sea señalar que entre los historiadores de la moral hay una inclinación a simplificar el panorama cuando nos sugieren que ha habido dos posiciones valorativas básicas. Se dice que la mayoría de las reflexiones éticas se pueden dividir fundamentalmente entre aquellas que insisten en privilegiar los deberes, las obligaciones, lo que se debe hacer porque está, por decirlo de esta forma, escrito; luego aquellas en las que se consideran sobre todo resultados, lo que se conseguiría con el comportamiento que es objeto de deliberación. Los primeros acercamientos serían ejemplos de las morales formales, las cuales se vinculan sobre todo al filósofo alemán Immanuel Kant; las segundas serían las morales materiales, representadas muchas veces por las escuelas de origen anglosajón utilitaristas y pragmáticas. Para las primeras, que también se conocen como deontológicas, lo importante serían las normas y los deberes a los cuales se les tiene que ser fiel, independientemente de lo que supongan para el sujeto que evalúa. Para las segundas, que se conocen además como teleológicas, lo principal son los fines, aquello que se aspira a alcanzar.
Pero a través de los tiempos se han planteado otros modos de entender la moral que no quedan agotados por esta descripción binaria. Por ejemplo, los valores morales pueden verse como recursos de clase, según lo ha planteado cierto marxismo, o como expresión del temperamento de individuos o sectores, como lo ha sugerido Nietzsche en algunos escritos.
Los términos ética y moral significan lo mismo en los idiomas que se originaron: respectivamente, en griego y en latín significaban costumbres. Sus éticas y sus morales revelaban el modo en que acostumbraban convivir. Como cabía esperar, la especulación filosófica que aborde el tema, primero en Grecia, posteriormente en la civilización romana, se caracterizará por las sugerencias de los distintos pensadores en torno a cómo se debería vivir. A estos no les interesará documentar cómo era que se daba la convivencia entre ellos, sino la especulación sobre el comportamiento que debería caracterizar a los distintos seres humanos. A final de cuentas, entre tantas otras aspiraciones, deseaban replantear cómo se debía de vivir.
Lo que no se debe perder de vista es que aquellos que iniciaron la reflexión más o menos formal sobre la moral o la ética, partieron de consideraciones en torno a lo que somos y al significado de lo que nos rodea. Como otros seres humanos, habrán sentido que en su época se vivía mejor o peor que antes, pero sus propuestas iban necesariamente acompañadas de una evaluación de aquello en torno a lo cual se discurría. Constituían convocatorias a conocerse mejor a sí mismos y a la naturaleza o a la sociedad, lo que dependía de las concepciones filosóficas de las que se partía.
Me atrevo a decir que es lamentable que no tomemos en consideración estas reflexiones, aunque parezcan demasiado abstractas, cuando se trae a colación la supuesta crisis de valores morales por la que atraviesa nuestro país. Algunos y algunas, comprensiblemente, no pueden tomar distancia de los horribles asesinatos que se viven a diario en nuestras calles ni de la corrupción que afecta nuestra vida pública y que frecuentemente tiene como objeto esquilmar el Estado o gobierno, puertorriqueño o federal. Otras y otros ya se indignan y traen a colación la supuesta crisis cuando observan ciertos bailes de moda, las letras de las canciones que entusiasman a los jóvenes, el modo en que estos mismos jóvenes se visten y el vocabulario del que se valen en ciertas ocasiones.
Según ya anticipábamos, al aludir a la crisis moral entre nosotros se parte de un interés por recobrar lo que suponemos haber perdido en algún momento, aquellas buenas costumbres que caracterizaban lo que se ha llamado la vieja felicidad colectiva. En este acercamiento, sin embargo, se echa de menos una reflexión imprescindible sobre lo que éramos antes y cómo es que llegamos a ser lo que hoy somos. Porque, ¿no ha sido Puerto Rico a través de los siglos una sociedad bastante violenta? ¿No nos ha caracterizado una relación de desconfianza y hasta de rechazo frente al Estado o gobierno que continúa muy viva y que nos ha llevado a verlo muchas veces como un intruso? ¿No hemos auspiciado siempre entre nuestros jóvenes muchachos, que no muchachas, sobre todo con nuestro comportamiento, cierto ambiente permisivo, que por cierto no tiene por qué ser problemático?
El desprecio de lo actual por la mayoría de los adultos se da en todas las sociedades. Mientras los jóvenes, iniciándose en más de un sentido, se inclinan a lo que más recientemente se ha innovado, a aquello que conocerán mejor que sus mayores y a despreciar lo que identifican con lo que les parece que va tornándose anacrónico y que representa el pasado. El mismo Homero en La Ilíada trae a colación a menudo la diferencia en fuerza física entre los hombres de su época y los de épocas pretéritas. Se trata de lugares comunes.
Sin embargo, no se debe negar que podría haber elementos nuevos en esta coyuntura que vive el país y que antes se desconocían. ¿Hay que ver si ellos entonces justificarían los clamores de crisis moral o si también pueden catalogarse como contribuyentes a la mistificación que rodea el tema?
El trasiego ilícito de drogas es lo que se trae a colación como primera razón para la violencia. Este ha dejado de ser una actividad de callejones obscuros para convertirse en una red evidente de producción, circulación y consumo. Subsidia no sólo una economía subterránea que al entender de algunos es lo que mantiene al país a flote pese a la crisis económica que nos afecta. Contribuye muchísimo también a la economía de las cifras oficiales pues le da vida a compañías de seguridad que emplean miles de personas, a abogados y sus secretarias, a los dueños de las instalaciones que se alquilan y al mercado en general, pues el dinero que fluye, difícil de depositar en los bancos, continúa circulando en centros comerciales siempre repletos.
No se había visto nunca en Puerto Rico un ambiente de tanta competencia como el del mercado de la droga ilícita. Hay docenas de centros de compra de mercancía en cada pueblo, celosamente protegidos por sus administradores. Debido a que hoy se producen muchas más armas que a principios del siglo veinte, este tráfico ilegal parece ser más violento que el que caracterizó la época de la prohibición del alcohol en los Estados Unidos. La violencia obviamente la protagonizan jóvenes que han desarrollado conciencia de lo que le corresponde hacer (¿su responsabilidad?) para proteger su empleo y el de la cadena de personas que toman parte en un esquema en el que ellos desempeñan un rol estelar.
Los jóvenes involucrados participan en una dinámica económica en la que comparten una cultura, un ethos, de negocios que no es muy diferente al que ha tenido lugar en tantos sitios en los que los gobiernos se han visto obligados a intervenir con el objetivo de regular la competencia. No se puede olvidar cómo es que los seres humanos, como bandas, tribus, clases sociales o países hemos pugnado a través de la historia por riquezas, sean extensiones de tierra, bienes de la naturaleza, instalaciones y las múltiples manifestaciones del valor dinero. Hemos buscado controlar estas y tantas otras cosas más por razones obvias. Lo que se ha llamado en inglés el “Wild West” y entre nosotros el Viejo Oeste es más que una caricatura; lo mismo lo que se ha escrito y filmado sobre el modo en que la Mafia resuelve sus disputas. Si lo que se conoce como el Mediano Oriente ha servido de escenario a tanta guerra en el último siglo no se debe a la casualidad. Huelga señalar que la historia humana se ha caracterizado por sus conflictos violentos.
Perdemos de vista que es así como nos desenvolvemos en ambientes de competencia dura en los que no se ha desarrollado todavía una instancia que haga todo lo posible por adjudicar justamente los conflictos que produce el antagonismo inmisericorde de quienes desean enriquecerse a toda costa. Naturalmente, quedamos escandalizados cuando es en el vecindario que se da el asesinato, o cuando se trata de un joven conocido que apenas ha alcanzado la adolescencia el que muere, o cuando se trata del asesinato de inocentes. Pero son igualmente censurables cuando se dan lejos de nuestro vecindario, cuando no los conocemos o cuando existe la posibilidad de que no sean tan inocentes.
Sin embargo, pretender que se trata de una crisis de valores cuando a través de los tiempos ha sido este el modus operandi de dinámicas económicas que no han sido atendidas debidamente por aquellos que podrían intervenir para resolverlas, es engañarnos. No se trata de crisis de valores. Esta criminalidad nuestra parte de los valores que llevan prevaleciendo demasiado tiempo. Ella ilustra con mayor claridad cómo es que valoramos. A través de ella es que nuestros valores han llegado hasta sus últimas consecuencias. No atraviesan ninguna crisis, no; lo que han hecho es alcanzar su punto culminante.
Igualmente, los asesinatos de parejas llevan hasta sus últimas posibilidades la antigua golpiza. Los hombres continuamos creyendo que las mujeres son posesiones nuestras y por ello creemos que podemos tratarlas como nos plazca. Continuamos sosteniendo los mismos valores, pero en vez de utilizar la bofetada y el puño nos valemos del arma de fuego. Si antes no morían no era porque no se hubiera intentado matarlas; es que con el puño y la bofetada no se podían asesinar tan fácilmente.
A demasiados pocos se les ocurre hablar de crisis de valores con respecto a la violencia que nos llega a través de las películas de cine o las más recientes series televisivas. Nos sentimos cómodos con observar una y múltiples veces escenas de violencia que luego se replican por nuestros jóvenes en las calles cercanas. Ese mundo cinematográfico a través del cual se nos quiere hacer creer que los conflictos se resuelven con la victoria de los que están a cargo de la seguridad no nos indigna, si bien lo que hace es presentarnos con simpatía una violencia ciertamente cada vez más sofisticada, pero igual de problemática. Ese mundo no nos indigna precisamente porque sus valores no nos son ajenos. Se trata de los valores de siempre, pero rebozados en la nueva tecnología. Las armas deslumbrantes, las computadoras y laboratorios más sofisticados están al servicio de una justicia simplificadora que continúa reproduciendo los valores que se pretende exterminar. Se trata de una competencia a muerte entre dos órdenes en las que no hay ningún tipo de comprensión por las dinámicas socio-históricas que hicieron posible tal mundo. Es el mismo mundo nuestro, pero a colores.
Es así como nosotros también aspiramos a resolver nuestros retos. Estamos de acuerdo en que la inteligencia y los recursos más novedosos tienen que estar al servicio de aquellos que han sido designados para acabar con la expresión de la supuesta crisis de valores. No nos pasa por la mente que allí no se nos presenta algo nuevo. Pero se trata de los valores de siempre llevados, según he anticipado, hasta sus últimas consecuencias.
No podemos continuar pensando que este mundo tan complicado podrá ser transformado sencillamente predicando una renovación moral, concepto que apenas hemos estudiado. No nos atrevemos a considerar la posibilidad de que los supuestos valores morales de antaño escondían dinámicas de abuso y explotación. Lo que ha ocurrido es que estas dinámicas, que eran parte de nuestras tradiciones, se han consolidado con los tiempos y han alcanzado cierta culminación en las experiencias de violencia que vivimos. Así que no deberíamos apelar a la renovación de los valores pues esta no consistiría sino en avalar la dinámica de violencia que nos trajo a donde hemos llegado. Lo que tenemos que hacer es estudiar cuáles son las condiciones que han permitido que tales valores se hayan desarrollado de tal forma que hoy lo acaparan todo.
Deberíamos habernos convencido ya de que los seres humanos no somos capaces de transformar tales ordenamientos con solo desearlo. Tampoco somos tan libres, según se ha querido sostener desde hace algún tiempo, como para rehacernos de un día para otro. Por otro lado, ¿por qué pensar que las respuestas que andamos buscando nos las habrán de proveer esos estudios biológicos que hoy muy convenientemente se incrementan? Podemos suponer que intentarán atarnos a otra interpretación tan excluyente como las que tantas veces se han sugerido a través de los siglos, perdiendo de vista otra vez que las interpretaciones de la realidad que reconocen la fundamental polifonía de lo que hay establecen mejores bases para la convivencia humana que aquellas que insisten en atarnos a una sola concepción.
Siempre nos conoceremos demasiado poco. Hay un entramado de eventos difícil de ponderar que conduce a comportamientos delictivos. Cuando suponemos que la responsabilidad la tiene la ausencia de valores nos sentimos mejor, pero perdemos de vista muchos elementos que pudieron haber influido. Perdemos de vista sobre todo que en la violencia que se censura están muy presentes tales valores, de hecho culminados. Ellos nos han acompañado sin chistar durante el camino de abusos y explotación que nos permitió llegar hasta aquí.