(Des)hacer el amor o la fuga de Eros
En su más prístino y excelso sentido, hacer el amor significa concebir o dar a luz a la poesía del mundo.1 Esto implica que todo lo que hay, ocurre o acaece está continuamente haciéndose a través del entramado infinito de las interacciones. Hacer el amor es una manera de recrear el universo entero. He ahí la travesía del Eros universal por el que se actualiza plenamente el sentido cósmico de la belleza. Sin embargo, esta acción poética del amor implica también que todo lo que llega a ser está momento a momento deshaciéndose. «Desde el momento en que se nace, se es lo suficientemente viejo como para morir», ha escrito en alguna parte Hegel.
Lo crucial no es, desde esa perspectiva, ser o no ser. Lo fundamental es percatarse del fulgor de la transitoriedad. Es así como se pone en juego el pliegue y repliegue de esa única actividad que es la potencia infinita y abismal del devenir, de lo que significa ser-tiempo. He ahí la dimensión anárquica de lo real que, en cuanto tal, no tiene principio ni fin. En efecto, la expresión an-arché, de donde procede la palabra anarquía, indica justamente que no hay un principio absoluto, un señorío, un poder creador que rige el universo. Lo que hay es la propia actividad impersonal y auto-reguladora de lo que está siendo, y cuyo centro está en todas partes. Queda claro así que el acto de amar tiene una dimensión ontológica, pues implica invocar la instantánea regeneración que brota o emana de la irrevocable fugacidad del devenir. En un reconocido poema de la tradición Zen (Shodoka de Doka Daishi, 665-713) se dice: «En un instante ochenta mil puertas se abren / En un instante se consume el tiempo eterno».
La expresión hacer el amor remite también a la experiencia tan íntima como violenta del orgasmo (¡ahh…!) tan cercana a la muerte. Esta simple evocación puede tomarse como el símbolo por excelencia de la existencia. A ello remiten los cultos orgiásticos en torno al dios Dionisos, dios de la vida, la destrucción y el renacimiento. Como bien se sabe, dichos cultos son la huella seminal del teatro en la antigua Grecia. Se entiende, por otro lado, que en francés al orgasmo se le llame petite mort («pequeña muerte»). Recuérdese que el verbo copular no solamente alude a la comunión del acto sexual sino también a la estructura gramatical por la cual se realiza el sentido del verbo ser y, con ello, la copulatio dissolutio de que nos habla Quintiliano en su tratado de retórica.2 Hacer el amor significa deshacerse en la acción que se realiza, y reaparecer en la vastedad – la vasta sed – del deseo. De ahí el dicho: post coitum omnia animale triste est («consumado el coito, triste llega a ser todo animal»).
Siguiendo las pistas de lo que se hace y deshace, Marcel Duchamp tuvo la extraña ocurrencia – aunque nada raro en él –, de hacer pasar como dibujo lo que es en realidad extracto de su fluido seminal, envuelto en papel de celuloide. La muy peculiar obra de arte lleva impreso el título de Paysage fautif; expresión que significa «paisaje falso», pero que alude también al significante fugitive o «fugitivo».3 Moraleja: existir es aparecer y desaparecer, surgir y cesar, vivir y morir, respirar y expirar en cada momento, porque en última instancia no hay más que justo este momento; no el último ni el primero sino el único. He ahí el aspecto sacro o sagrado del erotismo.
Lo sagrado (del latín sacer) inspira tanto admiración como el terror y la intimidación de cara a una fuerza que sobrecoge a la mortal condición humana en su efímera experiencia de vida. Esto es lo que Georges Bataille supo vislumbrar en las pinturas rupestres de Ardéche (Las lágrimas de Eros, 1961); al igual que lo hace el maravilloso documental de Werner Herzog, Cave of Forgotten Dreams (2010).
La fuerza (y, por lo tanto, la violencia) del erotismo conduce tanto a la transgresión y a la crueldad como a la espiritualización de la sexualidad y al acto creador. En lo que a esto último se refiere, se trata de exaltar las fuerzas vitales, engendrando las formas artísticas que llevan a cabo la recuperación poética de la memoria, siempre tan frágil como poderosa. No es nada casual que la Memoria (Mnemosyne) sea la madre de las Musas que cuidan de la belleza del mundo en medio de su violencia y desgarramiento. He ahí el sentido ancestral de la experiencia artística. Por esta razón, el término griego alétheia (ἀλέθεια), que se suele traducir por «verdad» – y que Heidegger traduce por des-ocultamiento (Unverborgenheit) –, significa, más propiamente, salir del letargo y despertar a lo real de la inteligencia (o lo que es igual: al entendimiento de real).
El acto de pensar es de alguna indefinida manera un acto de amor, de desprendimiento y de entrega. El pensar, así entendido, emerge del silencio que habita el lenguaje. Pensar es exponerse a la caricia del pensamiento, a la contingencia de lo que ocurre. Nace así la necesidad de inscribir el pensar en el despliegue de las letras para acoger la escucha de lo que se piensa. Como el acto amoroso, el pensar es un acto poético que pone en evidencia la integración del deseo al sendero de la inteligencia y del corazón. No otra cosa es la fuerza del espíritu que nutre a todo pensamiento noble y digno. Escribe Hörderlin en su poema Sócrates y Alcibíades: «Quien piensa con hondura, ama más vivamente» (Wer das Tiefste gedacht, liebt das Lebendigste).
Dicha fuerza se desenvuelve cuando se pone en marcha el gesto agónico de la escritura, esto es: el esfuerzo arduo y lúdico de dar forma al pensamiento. Heidegger afirma que toda obra de la mano, y no solo la de la escritura, descansa en el pensar. Esta mano es la mano del animal que habla; no es, nos dice, zarpa, uña o garra: «La mano no solo aprehende y coge, no solo presiona y empuja. La mano ofrece y recibe, y no solamente objetos, sino que se da a sí misma y se recibe a sí misma en la otra. La mano mantiene. La mano sostiene. La mano designa, probablemente porque el hombre es un signo. Las manos se pliegan, cuando este gesto ha de transportar al hombre a la gran simpli-cidad. Todo esto es la mano y es la verdadera obra manual».4
Vale ahora preguntar: ¿cómo entregarse a la ternura y a esta «gran simplicidad» en plena época digital? «La escritura es, en su sentido más originario, el lenguaje del ausente». Estas palabras de Sigmund Freud, tomadas de El malestar en la cultura (1938), pueden servir de contraparte a estas otras de Byung-Chul Han, citadas de su libro En el enjambre (2013): «El medio digital es un medio de presencia. Su temporalidad es el presente inmediato. La comunicación digital se distingue por el hecho de que las informaciones se producen, envían y reciben sin mediación de los intermediarios. La instancia intermedia que interviene es eliminada siempre». (P. 33) En otras palabras: en la época digital la comunicación ya no es un medio sino un asalto de lo inmediato que solo tiene como referencia un presente desmemoriado. Por eso dice Heidegger que en nuestra época regida por el dominio técnico del mundo, «Mnemosyne ha huido a toda velocidad». Puesto que no reconoce ni tolera la ausencia, tampoco puede lidiar con el silencio, la soledad y el vacío.5
En la pantalla del Internet lo que aparece es un presente sin presencia o, mejor dicho: un presente donde la imagen se convierte en esencia. Lo que de esta manera se ignora – y la ignorancia es aquí proporcional al poder hipnótico de las tecnologías de la información – es la inanidad de la imagen ((Esta frase la tomo del ya clásico escrito El estadio del espejo de Jacques Lacan.)), es decir: el fenómeno de que no hay nada ni nadie que sirva de fundamento último a su aparición. Lo que se hace presente se vive de manera ajena a la dimensión abismal del devenir; pero también con un supino desconocimiento de la materialidad de los circuitos electrónicos que ordenan el desconcertante universo cuántico.
La actividad física que sostiene el «enjambre digital» y cuya investigación científica conduce, cada vez más, a constatar lo insondable de la materia y de la propia mente que investiga es, precisamente, lo que millones de «consumidores» no les interesa ni siquiera considerar. Se trata de una especie de anorexia intelectual, fuertemente arraigada en la estupefacción propia del egoísmo infantil y narcisista de las identificaciones imaginarias. A este respecto, unas simples siglas ponen en claro lo antes dicho: iphone. La homofonía de i con I, indica que no es solamente el teléfono inteligente lo que se nombra sino que también se dice: yo-teléfono.
El problema – y el peligro – de la Inteligencia Artificial no es la maravilla del artificio sino el deslumbramiento con la magia del aparato. Tan supersticiosa puede llegar a ser la tecnolatría como la tecnofobia. En ambos casos se constata el furor de una inteligencia alienada, es decir, ajena a sus propias fuerzas. Se explica así el consecuente debilitamiento del pensar y, con ello, el desfalco de la potencia del entendimiento y de la capacidad de amar. El tacto y el encuentro de los cuerpos es desplazado por el dígito de un contacto que en lugar de acariciar, calcula y cuenta. La jerga del texteo implica, entre otras cosas, el desgaste de la función simbólica del lenguaje y, con ello, la subordinación de la experiencia carnal del encuentro a las expectativas virtuales de la inmediata satisfacción. Así, cada cual maneja con embelesada destreza su pulgar(cito), a la manera de un pene atrofiado, y el dedo índice que sirve para ex-pulgar las imágenes de la pantalla onanista.
Recientemente, una caricatura de El Roto (El País, 25 de mayo de 2016) capta este asunto con la siguiente leyenda: «Antes, mi novio y yo hacíamos el amor, ahora intercambiamos archivos». A pesar de ser un fiasco teórico, o precisamente por eso – ¡qué importa ya la teoría! – la funcionalidad de la mercadotecnia, amparada en el neo-conductismo y la eficiencia de la psicología cognitiva-conductual, ha consolidado la dimensión programática de la lógica del Capital. La cultura toda ha quedado atada, y bien atada, al mutismo de las telecomunicaciones. Se nos ofrecen, en nombre de los ya pálidos ideales del progreso y de la democracia, innumerables opciones, pero sin ninguna real alternativa.
Se proclama y se exhibe el ejercicio uniforme y cibernético de una sexualidad deserotizada, plena de ansias y anhelos, pero huérfana del designio de Eros, de la sabia ternura del deseo. ¿Qué de extraño tiene que, en consecuencia, la «depresión» sea la más generalizada de las condiciones patológicas y que los «antidepresivos» formen ya parte integral de los códigos normativos de la conducta? Ante el ávido clamor de la estupidez, la única respuesta parece ser el ávido consumo de estupefacientes.
- Los términos poiéo (ποιέω) y poíesis (ποίεσις) tienen en el griego antiguo una amplia gama de significados. Uno de ellos, engendrar o dar a luz remiten tanto al deseo amoroso (éros ἔρως) como a la dimensión erótica del pensamiento y su potencia para concebir una idea. Este asunto es muy antiguo, incluso ancestral. Nos remite a a los Upanishads en la India, a Platón en Grecia, a Lucrecio en Roma. El pensamiento de Alfred N. Whitehead asume con distinción el Eros universal. Léase al respecto su libro The Adventures of Ideas. [↩]
- Me refiero a su tratado Institutio Oratoria. Le debo esta referencia a mi amigo Eduardo Forastieri-Braschi. [↩]
- Véase Duchamp A biography de Calvin Thomas. New York, Henry Holt and Company, 1996, p. 354. [↩]
- ¿Qué significa pensar? Buenos Aires, Editorial Nova, 1978, p. 21. [↩]
- Al respecto, hay que decir que Han confunde la soledad con el aislamiento, cuando habla de la decadencia de lo común y de lo comunitario en su mencionado libro (p. 32). Sus oportunas reflexiones son un lúcido intento por refrenar y cuestionar la vorágine cibernética que arropa al planeta. Pero se echa de menos con frecuencia en sus libros la ardua y paciente tarea del concepto filosófico. A veces da la impresión de que su pensamiento se contamina con la misma celeridad que se esfuerza por denunciar. Pero estas observaciones hay que dejarlas para otra ocasión. [↩]