Despedida
Nos fuimos a Paris Javier y yo alimentando la esperanza de que íbamos a enlistarnos para formar parte del proceso de tu recuperación. Desde que llegamos el viento de la catástrofe nos paró en seco y comenzamos, día a día, a ser testigos inermes de aquellos versos implacables de Miguel Hernández: un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal. Poco a poco fuimos averiguando la verdadera razón de nuestro viaje. Tu entrañable Dominique, una científica experta en enfermedades de la sangre que acababa, hace apenas año y medio, de perder a su hija de 10 años y estaba a punto de perder a su mejor amiga, ambas con enfermedades de la sangre, nos había enlistado en la sala de cuidado intensivo del hospital San Antonio con un cometido preciso.
Tu amiga doctora nos pedía, con algo de desesperación, que habláramos contigo, porque ella se resistía a creer que no fueras a seguir estando ahí, dentro de ese cuerpo que escucha y responde. Según fuiste entrando en tu inconciencia, se nos permitía tocarte los pies, ataviados con guantes y mascarillas, y cada cual ensayaba a su manera los rudimentos de una conversación cada vez más imposible.
Habíamos venido todos, sin proponérnoslo, a ser Benigno, ese enfermero sabio, algo demente y un poco patuleco de una de nuestras películas favoritas, de la que tanto conversamos, Hable con ella. Una improvisada cadena de enfermeros parlanchines guardaba tu lecho de hospital y te susurraba las caricias del amor de la hermana, el de los amigos y el de tu amante, el amor de tu vida. Alma Nelly vino de Puerto Rico para bañarte y acicalarte como lo hubiera hecho tu madre; Lorette Cohen llegaba en las tardes desde Suiza a la Gare de Lyon para hablarte quedo y despacito y suavizarnos a todos con su voz de ángel, y con ellas Lilliana Andreone, tu cómplice incondicional de tantas aventuras en el Théâtre du Soleil, Hélène Cixous, tu admirada maestra y Ernesto, tu príncipe, que se reservaba las noches para estar a solas contigo.
Poco a poco, las dos sílabas de tu nombre se fueron aflojando para que viéramos en su rejuego los colores de tu anagrama: Mara-mar, te ibas yendo día a día a los mares de Cartago, impelida por la urgencia de devolverle el velo sagrado a la diosa Tanit, el velo que los mercenarios le habían robado. Te ibas y nos dejabas balbuciendo en tu nombre el infinitivo amar –mar-amar– y sentíamos cómo sólo iba quedando de ti ese llamado sordo y hueco a que te habláramos, llamándote, por que sólo así, como un amar sin cuerpo, grabado en dos sílabas, ibas a seguir siendo Mara.
Te fuiste yendo, hecha una Alicia del otro lado del espejo, a habitar en el universo alterno de tu inmortalidad. Ahora vas entrando en tu forma invencible, siempre alerta y sonriente, de 52 años permanentes, firme, amiga de la verdad, con esa sonrisa severa y dulce, una Alicia del Caribe correteando traviesa dentro del sueño insondable del rey rojo. Estás allí, sobre un infinito tablero de ajedrez desde donde nos invitas, con un guiño, para que hagamos nuestras movidas.
Y aquí estamos nosotros, hablando contigo, a eso hemos venido esta noche, a seguir hablándote, a invocar lo que quizás sea, en el fondo, el único y verdadero diálogo de amor entre un yo y un tú. ¿Qué valdrá la pena decir en una oración que no sea, en el fondo, una oración, el salto de la creencia hacia un nombre vacante?
En este apóstrofe para ti, Mara, lanzado hacia el otro lado del espejo, esta cadena de Benignos ahora se multiplica para incluir a tantos. Nos queda todo por decirte, pero sobre todo queremos decirte gracias. Gracias, ahora por siempre nuestra bella durmiente.
Compañera del alma, compañera.