El ascenso de las derechas
Varios amigos me han detenido recientemente en los pasillos de la Universidad de Welelandia para relatarme la impresión desoladora que les ha provocado ver los debates entre los posibles candidatos a la presidencia por el Partido Republicano de Estados Unidos. La cosa no es para menos. Para dar cuatro ejemplos: Ron Paul explica que la salud de cada cual es problema de cada cual. Si una persona no tiene dinero para pagar o no se ha ocupado de conseguir un plan médico privado, el gobierno no tiene por qué pagar para curarlo o salvarle la vida. El público aplaude delirantemente. Rick Perry explica que no le quitan ni un segundo de sueño las más de 200 ejecuciones en el estado de Texas bajo su incumbencia. El público lo premia con un estruendoso aplauso. Un soldado destacado en Irak llama para hacer una pregunta, se identifica como gay y, antes de terminar, ya el público ahoga su voz con abucheos. El mismo Perry se lleva su abucheo, cuando se atreve a decir que apoya que los hijos de inmigrantes ilegales asistan a las escuelas públicas.
Lo que más impresiona a mis amigos no es lo que dicen los candidatos, sino la reacción del público. Y tienen razón. ¿De dónde sale tanta indiferencia ante la muerte (el que no tenga plan médico que se muera), tanta fe en la muerte como solución (para acabar con el delito: matar al delincuente), tanto odio hacia lo distinto e intento de excluirlo y desaparecerlo (gays, inmigrantes, en este caso)? ¿Acaso no basta con que se crucen los cables de estas actitudes (indiferencia o culto a la muerte + desprecio por ciertos grupos) para que estemos en el reino del más crudo fascismo? Todo esto se combina con el vigor del movimiento del Tea Party, la popularidad de figuras sonrientes y siniestras, como Sarah Palin, y la decreciente popularidad del presidente Obama, para que ya se diagnostique un nuevo viraje a la derecha de la política estadounidense. “Uno que pensaba que había esperanza», decía uno de mis amigos, «pero esta gente no tiene remedio”. Una posible derrota de Obama ya se interpreta como muestra de esa inclinación incurable hacia la derecha de los electores de Estados Unidos. Pero, vale la pena meditar sobre esto, no para negar el problema, sino para tratar de entenderlo.
Para empezar, no hay que atribuir estas actitudes a una explosión de irracionalidad. Surgen de preocupaciones y de problemas muy reales, de problemas que exigen explicación y solución. Los problemas son de todos conocidos: la pérdida de empleo o el peligro de perderlo, la caída del salario real, el cierre de empresas y su traslado a otras partes. A esto se suma el agobio de las deudas impagables y la amenaza de perder el carro o, peor aún, la casa, la percepción de que los robos y la violencia en las calles aumentan, el deterioro de la educación y las escuelas, el miedo general sobre la fragilidad y el futuro de la economía, que nadie parece poder reparar. En fin, la sensación de inseguridad, incertidumbre, de miedo al futuro que abrigan millones de personas, la sensación de tierra movediza bajo los pies. Son problemas que han venido acumulándose durante décadas, en unas regiones más que otras, pero que, sin duda, se han acentuado a partir de la Gran Recesión de 2008. Para quienes dependían y dependen de un salario (o de dos), pero se pensaban y se piensan como parte de la “clase media”, se trata del más reciente y fuerte golpe, de los muchos que año tras año han ido resquebrajando la promesa del sueño americano: empleo estable y bien pago, casa y automóvil propios, e ingreso y consumo crecientes de año en año. Y ante todo esto, se les presenta el espectáculo del Congreso en Graftonia* de políticos desconectados de los problemas de la mayoría, enfrascados en tajureos incomprensibles (como la reciente confrontación sobre el presupuesto) que nada parecen mejorar la situación del país. Y así la frustración crece día a día, con cada recorte al presupuesto familiar, con cada compra o mejora que hay que posponer, con cada aumento de la gasolina.
Para estos problemas, la derecha presenta, sin miedo ni vergüenza, explicaciones y soluciones claras y radicales. A cada problema, una explicación, a cada explicación, una solución y una clara identificación del enemigo y una disposición a hacerle la guerra, ofenda a quien ofenda. La causa del desempleo y de la sobrecarga de escuelas y servicios son los inmigrantes que inundan el país. ¿Solución? Excluir a los inmigrantes. La causa del crimen es la tolerancia de los liberales hacia los criminales. ¿Solución? La mano dura. La causa de la falta de ingresos son los altos impuestos, que también desincentivan a las grandes empresas que proveen empleos. ¿Solución? Bajar los impuestos, incluso a las grandes empresas: más dinero en el bolsillo de todo el mundo. ¿Quién puede oponerse a eso? Esto, sin duda, conllevará recortes de programas sociales de todo tipo. Pero, ¿quién depende de eso? Precisamente quienes viven sin trabajar, los vagos que dependen del welfare y viven de los que trabajan. ¡Hay que poner fin a los privilegios de estos parásitos! ¡Todo el mundo a trabajar! La causa del rompimiento de la familia, del deterioro de la relaciones humanas, es la pérdida de los valores tradicionales. Qué mejor ejemplo que los gays o el aborto, hombres que se niegan a ser hombres, mujeres que se niegan a ser madres. El orden del mundo puesto al revés.
¿Y el precio del petróleo? Hay que bajarlo reduciendo las restricciones ambientales a la exploración y explotación de fuentes en alta mar, entre otras cosas. Nada debe detener el crecimiento incesante que define al país. A veces estos problemas y soluciones se combinan: parte de la criminalidad se atribuye a la inmigración. La solución es mano dura contra inmigrantes y criminales, o la criminalización de los inmigrantes o de quienes lo parezcan, como en Arizona. Y así, en diversas mezclas y combinaciones. Ante el problema del desempleo, el cierre de empresas, la pérdida de hogares, la violencia en la calle, se articula un programa claro y tajante: contra el inmigrante, contra el “big government”, por más cárcel y pena de muerte, y menos estorbos ambientalistas para el crecimiento.
Uno pensaría que sería fácil demostrar y entender que expulsar a los inmigrantes, invisibilizar a los gays, ejecutar a una persona cada nueve días (el promedio en Texas durante los últimos años), recortar las ayudas a los pobres o acabar de destruir el ambiente en nada ayudarán a los que han perdido o están a punto de perder un empleo, a quienes no pueden pagar la hipoteca y van a perder la casa o viven ahora peor que hace dos o tres años. Pero consideren ustedes lo que en respuesta al mensaje de la derecha se escucha del otro lado del espectro de la política estadounidense, es decir, del lado del Partido Demócrata, del presidente Obama para abajo. Si en la derecha hay claridad y radicalidad, por este lado no hay más que confusión, timidez y vacilación. Tenemos que ayudar a los más golpeados, dicen, pero, añaden sin dejar pasar un respiro: también hay que ayudar a los grandes bancos y empresas cuyo colapso sería un desastre. Tenemos que reconstruir la educación y los servicios públicos, pero es cierto lo que dicen los republicanos y tampoco podemos desincentivar el esfuerzo con impuestos ni podemos seguir aumentando el déficit. Vamos a defender a los trabajadores, pero no se nos acuse de class warfare, nosotros no estamos contra los ricos, como nos acusan los republicanos. Todos estamos en el mismo bote, corporaciones y trabajadores debemos cooperar para lograr mayor competitividad. Sí, nos oponemos a la discriminación contra los gays, pero no, no apoyamos el matrimonio gay, todo a su momento, no se puede ir con prisa. Sí, queremos un plan médico para todos, pero no tenemos nada contra las aseguradoras y los grandes proveedores y empresas farmaceúticas. Sí, estamos contra la guerra, pero no cesaremos las intervenciones en la lucha contra el terrorismo. Sí, estamos por una sociedad más compasiva, pero seguimos creyendo en la pena de muerte federal. Sí, hay que proteger el ambiente y detener el calentamiento global, siempre que la economía siga creciendo aceleradamente. Y así el gobierno del “cambio” acaba rescatando las grandes empresas, fijando recortes a los progamas sociales para reducir el déficit, aprobando un plan de salud de miles de páginas que es una burundanga que nadie entiende, reduciendo la presencia militar en Irak y auméntandola en Afganistán, escondiéndose de temas controversiales, como el matrimonio gay, aprobando nuevo pozos de petróleo en alta mar y un largo etcétera.
¿Qué pueden responder si la derecha los acusa de aumentar el déficit con las migajas que aprueban, si ellos están de acuerdo con que aumentar el déficit es pecado mortal? ¿Qué pueden responder si la derecha ataca algún impuesto o alguna ley ambiental que se les ocurra imponer a las grandes empresas, si ellos están de acuerdo con que la clave de la recuperación está en incentivar al capital para que invierta? ¿Qué credibilidad les queda para responder a quienes dicen que la homosexualidad es repugnante, cuando ellos no se atreven a defender su plena igualdad legal? Tienen la pelea perdida antes de empezar.
Augurio de todo fueron las selecciones más importantes del gabinete inicial del presidente Obama: de la administración de Bush, el presidente del “cambio” retuvo en sus puestos a Robert Gates, secretario de Defensa, y a Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal. ¿Qué mejor indicación de que, en las áreas más importantes para las grandes empresas y el aparato militar, no había que esperar ningún cambio verdadero? Al conceder la validez del 90 por ciento del mensaje de la derecha, quedan o como liberales avergonzados de sus ideas o como derechistas con corazón, corazón blandengue, les indicarán los republicanos, que tan solo impide aplicar la “medicina amarga” necesaria, como dirían los republicanos welelandios. Y no generan entusiasmo por el cambio, porque sencillamente no hay cambio real por el cual entusiasmarse. Millones votaron por el “cambio en que se puede creer”, como decía la consigna de campaña de Obama, y ¿qué ha cambiado? Hay algunas cosas, no vamos a negarlo, pero, en balance, nada sustancial. Lo que hay es lo mismo con otra retórica. Por eso Obama suena cada vez más como un excelente orador que no dice nada. Mientras tanto, la derecha no se anda con rodeos: estamos contra los inmigrantes, contra los que viven del welfare, contra el seguro médico universal, contra los gays, contra los impuestos, contra las leyes ambientales y les vamos a hacer la guerra a nuestros enemigos en todos los terrenos, desde la calle (las movilizaciones del Tea Party) hasta el ruedo electoral. No me extraña que, después del desprestigio en el que los demócratas han hundido la idea del cambio, sea la derecha la que recoja los frutos de la desilusión de tanta gente, sobre todo de los sectores blancos, asalariados, más golpeados por la crisis.
¿Qué falta en la política de Estados Unidos? Precisamente un partido que defienda lo que el Partido Demócrata supuestamente defiende, con la misma intransigencia y claridad que la derecha defiende sus posiciones. ¿Qué haría el Partido Demócrata, alegado defensor de los trabajadores, el ambiente, las mujeres, las minorías, la salud, si mañana sus líderes se despertaran con la claridad de ideas y la disposición para empujarlas que exhiben sus oponentes de la derecha, que exhiben, por ejemplo, los “teapartidistas”? Tal partido —soñemos por un minuto— plantearía claramente que ya no puede sostenerse una política económica que en las últimas décadas ha provocado una polarización sin precedentes de la riqueza en Estados Unidos, en parte estimulada por recortes masivos de impuestos a las capas sociales más ricas, cuyos capitales han dedicado más a la especulación que a la creación de empleos, por no hablar de la satisfacción de las necesidades de la población. Tal política tiene que ser revertida con un conjunto de impuestos de emergencia que empiece a redistribuir la riqueza y que contribuya a la creación de un gran fondo de inversión pública, lo cual estimulará la economía al crear empleos y demanda para otros sectores. Y tendría que plantear además que, en caso de que sea necesario usar fondos públicos para salvar bancos y empresas en peligro, entonces también deben ser públicas las ganancias que se obtengan. Si una empresa o un banco es “too big to fail”, entonces es demasiado importante para que sea propiedad de particulares: debe ser un bien público, administrado para el bien público. Y habría que explicar que, como la salud es un derecho de todos, es necesario declarar la industria farmacéutica un área de interés público y regular de cerca sus precios y ganancias, y que es necesario crear un seguro médico universal, sacando del medio las aseguradoras privadas. Y tendría que insistir que no existe verdadera democracia en un país en que ya es casi imposible organizar un sindicato sin sufrir hostigamiento y despidos ilegales, en un país donde cada vez menos trabajadores pueden realmente organizarse para negociar colectivamente con su patrono. Y aprobaría, por lo tanto, legislación que proteja tal organización y adoptaría, además, una política de estímulo y apoyo a esta. Y a la retórica de que los problemas son los pobres que viven del welfare, diría que el sistema de welfare existente es apenas un alivio inadecuado para la pobreza causada por políticas económicas pasadas. Que los verdaderos parásitos son los que, desde bancos y casas financieras, han especulado hasta llevarse a sí mismos al borde de la quiebra, de la cual se supone que ahora el gobierno los rescate, luego de que siempre han predicado, ¡para otros!, la necesidad de respetar los veredictos y la disciplina del mercado. Y ante el argumento de que están contra la familia, tendrían que responder que la familia toma muchas formas y que la solidaridad y el sentimiento que buscamos en la familia no puede sobrevivir en la familia si no se extiende también a todo el tejido social, fomentando una economía más igualitaria, una garantía contra el desamparo para todos y todas. Y ante la resistencia que todo esto generaría de los bancos, la industria farmacéutica, las aseguradoras, tendría que estar dispuesto a llamar a la gente a movilizarse en apoyo a estos programas, como ha hecho la derecha con el movimiento del Tea Party para impulsar sus políticas. Y habría que explicar que esto sí genera empleos, servicios y más ingresos para todos y todas. Eso sería cambio. Reactivar la economía redistribuyendo el ingreso, ampliando el sector público, dando a la gente la oportunidad de trabajar para satisfacer sus necesidades. Eso entusiasmaría a mucha gente. Pero los demócratas tienen tanto miedo a que los acusen de fomentar la guerra de clases, de socialistas, de enemigos de la iniciativa privada y de la libertad económica, de haberse entregado a “grupos de interés”, que no se atreven ni a insinuar algo de esto.
La razón para esa reticencia es evidente: el altísimo liderato demócrata está demasiado vinculado por todo tipo de atadura a los mismos sectores privilegiados que el Partido Republicano como para lanzarse a promover un gran movimiento contra dichos privilegios. Sarah Palin no tiene reparo en reunirse con los Tea Partiers y azuzarlos a intensificar sus ataques al “socialismo” de Obama. Pero que nadie espere que Obama vaya a unirse a los que ocupan Wall Street para denunciar a los grandes especuladores que toman al país como rehén. Nada le causaría más horror que ver ese movimiento crecer y enfrentarse a las fuerzas conservadoras. Buena parte de la culpa de la falta de opciones para los electores estadounidenses que buscan alternativas a la crisis recae sobre el liderato sindical tanto de la AFL-CIO como de Change to Win. Elecciones tras elecciones, insisten en mantener su apoyo al Partido Demócrata y se rehúsan a considerar la posibilidad de lanzar un partido independiente. Pero solicitar algo de audacia a las burocracias sindicales dominantes es, desde hace un tiempo, como pedir peras al proverbial olmo.
La década de 1930 fue un momento de extraordinaria movilización y organización social y laboral en Estados Unidos: el momento en que nacieron los sindicatos en las industrias más importantes, hoy tan deteriorados, y en que se lograron reformas importantes, hoy amenazadas (como el sistema del Seguro Social, que se pretende privatizar). Pero la reacción desde abajo no apareció inmediatamente después del golpe de 1929. Tomó tres o cuatro años, y no fue hasta 1934 que las tres grandes huelgas de ese año marcaron el comienzo de las grandes movilizaciones. Esperemos que la historia se repita y que luego de la Gran Recesión de 2008, el 2012 sea el año que nos traiga nuevas iniciativas que empiecen a transformar el escenario político, cuya evolución nos afecta a todos y todas. Nuestra tarea, claro está, no es sentarnos a esperar que eso ocurra, sino crear aquí, en Welelandia, un movimiento capaz de vincularse con lo que por allá surja, para cambiar la situación en aquel país, así como en este, y la relación entre ambos, para beneficio de los que menos han participado de las bondades de la prosperidad y que ahora cargan con el peso de la crisis.
*A los interesados en estos términos matiencistas, los remito a mi artículo anterior en 80grados: Memoria de Welelandia