El pacto autobiográfico: «El debate de una vida consigo misma nunca tiene fin»
«[…] En otras palabras, siempre ha habido manifestaciones del “yo”,
sólo que hoy se redescubre su importancia, a la luz de otros enfoques teóricos.”
–Rosa Guzmán Merced, Las narraciones biográficas puertorriqueñas- Invención, confesión, apología y afectividad,
“[…] el debate de una vida consigo misma en busca de su verdad absoluta nunca tiene fin. Cada uno es para sí mismo la apuesta existencial en una partida que, en realidad, no puede ser perdida ni ganada.”
–Georges Gusdorf, Conditions and Limits of Autobiography
“El cuerpo es el guardián de nuestra verdad, porque lleva en su interior la experiencia de toda nuestra vida y vela por que vivamos con la verdad de nuestro organismo. Mediante síntomas, nos fuerza a admitir de manera cognitiva esta verdad para que podamos comunicarnos armoniosamente con el niño menospreciado y humillado que hay en nosotros.” (25)
–Alice Miller, El cuerpo nunca miente
Cualquier lector de autobiografías, de testimonios, o de memorias -textos afines y colindantes-, si acepta entrar en ellos sabe quién es la persona que escribe (autor / autora), sabe que ella misma es quien actúa y se mueve por el tablero de la página (protagonista/personaje), y qué es quien narra (voz narrativa). El lector de estos géneros lee el libro aceptando la “verdad” de la narración, si se aviene a un contrato que Phillipe Lejeune llamó un “pacto autobiográfico”, y que Georges Gusdorf quizá problematice al puntear a ese escribir, a esa narración, a ese texto autobiográfico, como algo inconcluso, como versa uno de los epígrafes de este ejercicio: “[…] porque el debate de una vida consigo misma en busca de su verdad absoluta nunca tiene fin”…
Para Gusdorf, esa búsqueda de verdad absoluta en una vida “nunca tiene fin”, pero un texto autobiográfico (y todo texto) sí tiene un cierre (closure), y por ello siempre, parece ser, es mucho lo que se queda fuera del tintero, no solamente porque el escritor o la escritora quizás “limpien” mientras escriben sus vidas, sino porque mientras se vive se van añadiendo los recuerdos, las vivencias, las preguntas, las respuestas tentativas, las instancias de vida que marcan, así como las experiencias banales, y los sinsentidos, etc. Incluso, mientras se escribe se van intercalando nuevas vivencias que surgen y brotan, que son “vividas”, en el propio momento de la escritura, y que no se limitan a “limpiar” la vida de algo que no se quiere escribir, y el escritor o la escritora decide en ese momento si la incorpora o no a lo escrito. Los criterios para así hacerlo o no varían en cada escritor.
Previo a entrar en el meollo del pacto autobiográfico que propone Phillipe Lejeune veamos algunos señalamientos iniciales en torno a la construcción del yo (self) por entender que incide en la cuestión del pacto autobiográfico. Indica Galen Strawson, profesor de filosofía en la University of Reading (Reading, Berkshire, 1892) en torno al libro de Jerome Bruner: Making Stories: Law, Literature, Life : “ According to the distinguished psychologist and psychiatrist Jerry Bruner, «self is a perpetually rewritten story». We are all constantly engaged in «self-making narrative» and «in the end we become the autobiographical narratives by which we ‘tell about’ our lives». Y añade:
“[…]We live in narrative, then. We are defined, constituted, by our narratives of ourselves. This isn’t just the familiar, shifty claim that «the self is not something one finds; it is something one creates» (in the words of the psychoanalyst and author Thomas Szasz). The further claim is that we create or invent the self specifically by «writing» and «storying» it. This idea has come to dominate vast regions of the humanities and human sciences – in psychology, anthropology, philosophy, sociology, political theory, literary studies, religious studies and psychotherapy.”
Así pues, ese self es otra creación, si acordamos con el enunciado de Szasz, y Jerome Bruner nos indica que para crearlo, para construirlo, lo escribimos y lo volvemos cuento, en suma: lo narramos, como se narran una autobiografía, un testimonio, unas memorias, y unas confesiones, como también las de San Agustín.
Por su parte, Elisabeth Camp (Universidad de Pensilvania) plantea en el artículo digital “Wordsworth’s Prelude, Poetic Autobiography, and Narrative Constructions of the Self” (Nonsite.org, octubre 2011) que:
“[…] Thus, Oliver Sacks claims that “each of us constructs and lives a ‘narrative’…this narrative is us, our identities.” Jerome Bruner claims that “self-making is a narrative art” (Making Stories: Law, Literature, Life); “It is through narrative that we create and re-create selfhood…self is a product of our telling and not some essence to be delved for in the recesses of subjectivity.” “In the end,” he says, “we become the autobiographical narratives by which we ‘tell about’ our lives.”(“The ‘Remembered’ Self,” in The Remembering Self: Construction and Accuracy in the Self- Narrative).
Así pues, de acuerdo con Camp, citando a Bruner: nos convertimos en las narrativas autobiográficas a través de las cuales ‘contamos’ nuestras vidas.
Y Camp añade lo siguiente: “[…] Thus, whether the self is taken to be the consciousness that accesses a collection of memories and thoughts, the collection itself, or some combination thereof, Descartes, Locke, and Hume all assign the constituting elements of the self a single, uniform status…”.
Pero, Strawson, por su parte, arguye que:
“[…] This brings us to the crux. Bruner never raises the question of whether there is any sense in which one’s self-narrative should be accurate or realistic. Those who favour the extreme fictionalist or post-modernist version of the narrative self-creation view don’t care about this, both because they don’t care about truth and because a fiction isn’t open to criticism by comparison with reality (it doesn’t matter that there is no Middle Earth). But honesty and realism about self and past must matter. There are innumerable facts about one’s character and history that don’t depend on one’s inventions. One can’t found a good life on falsehood.”
Y Camp, pues, incorpora a la discusión el asunto de la verdad/falsedad del cuento que se narra, de la historia que se narra, e indica que tanto la honestidad como el realismo, acerca del self y el pasado, sí importan, yendo más allá (o más acá) y plantea que hay innumerables hechos acerca del carácter y de la historia de una persona que no dependen de la invención.
Camp inicia su párrafo de cierre del artículo arriba mencionado con una pregunta a la cual le siguen estas palabras:
“So what exactly does this self-creation amount to? How far can you go? Bruner does not say, and the prospects for truth are not good for the narrators among us. It is well known that telling and retelling one’s past leads to changes, smoothings, enhancements, shifts away from the facts; and recent research has shown that this is not just a human foible but a neurophysiological inevitability. Every conscious recall brings an alteration, and the implication is plain: the more you recall, retell, narrate yourself, the further you risk moving away from accurate self-understanding, from the truth of your being. Sartre is wrong to say that storying oneself is a universal trait, but he’s right that it is extremely common, and he is surely right, contrary to the tide of current opinion in the humanities, that the less you do it the better.”
John Morris, quien muere en 1997, ese mismo año revisa su primer libro y en los párrafos iniciales de sus Recollections, que apareció en Ideas, Vol. 5, No. 2, 1998, y leímos en el portal nationalhumanitiescenter.org, habla así:
“My first Book was a study of autobiography, Versions of the Self (Basic Books, 1966). Thirty years later I return to the genre as a practitioner of a branch of it.
Why should I suppose that my recollections of childhood . . . deserve attention? Perhaps no one’s time in the world is entirely unremarkable. The real difficulty has to do with composition. The memoirist or autobiographer must turn himself into sentences, hoping to compose a book more interesting than the life it records” …
Bastan estas citas para percatarnos de que al hablar de autobiografías, testimonios y memorias brota un nudo que se despliega como una trabazón con aquello que se llama self (que no es lo mismo que el yo) y que para algunos se construye con la narrativa y podría llamarse el “sí mismo” como lo menciona Heinz Kohout (1913-1981) en Psicología del Self (PPT) al hablar de las “Influencias Freudianas”. Dice: “Rastreando en la obra de FREUD (sic), encontramos la noción de «sí mismo» (Selbst) en 1910”.
Por entender que la complejidad del asunto nos remonta a páramos que pueden desviarnos de nuestro foco de atención: el pacto autobiográfico que aquí peticiono, dejamos aquí momentáneamente este asunto del self y lo retomaremos en caso de que resulte vital en su interrelación con el pacto autobiográfico.
El término pacto autobiográfico, se lo debemos a Phillipe Lejeune, quien lo conceptualizó: existe una coincidencia entre: autor / autora, narrador / narradora y protagonista de lo contado. Hay coincidencias entre el nombre del autor inscrito en el libro y el nombre de quien narra su vida, y así, la identificación entre el autor o la autora y la narradora o el narrador es garantizada por la coincidencia entre ellos. Esta es la coincidencia que funda el pacto autobiográfico conceptuado por Lejeune, y el cual es un contrato tácito entre el autor o la autora y el lector o la lectora. Así pues, el autor o la autora cuentan su vida, y el lector o la lectora cree lo contado; se espera que lo que se cuente sea “la verdad” de ese self; además, la enunciación del “yo” personal por parte de la narradora o del narrador coincide con el “yo” del protagonista / personaje. Esto, a grosso modo es lo esencial del pacto autobiográfico.De lo anterior podemos concluir: que el nombre del autor no debe ser desconocido, debe conocerse por el lector o la lectora, igual con los nombres de la narradora o del narrador y de la protagonista o el protagonista; que el lector participe del contrato que propone tácitamente el autor o la autora, que éstos cuentan “la verdad” y que el lector la crea, la reciba como tal.
En Le pacte autobiographique (1975) de Phillipe Lejeune, nos dice Rosa Guzmán Merced en su libro Las narraciones autobiográficas puertorriqueñas (2000), el autor:
“[..] Fundamenta su teoría en la relación entre quien produce una autobiografía y quien la recibe. Es esta relación autor/lector la que sirve de modelo para establecer, primeramente, la identidad de quien escribe. Hay que tener muy presente que en la definición de Lejeune… (relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual, en la historia de su personalidad) , éste propone como elemento indispensable que quien relate sea una persona real. En segundo lugar, le permite destacar la importancia de quien la recibe, el lector. La participación del lector consiste en captar el funcionamiento de los textos autobiográficos. Esta relación a la base del contrato de identidad. (51) énfasis de la autora del libro.
Guzmán Merced también considera “oportuno” al hablar del pacto autobiográfico de Lejeune, y nuestro en este ejercicio: “[…] desglosar los elementos pertenecientes a cuatro categorías, que de acuerdo a Lejeune, se ponen en juego en la definición que retomé previamente. Estas categorías…..son: forma del lenguaje, tema tratado, situación del autor y, por último, la posición del narrador. (51- énfasis de la autora del libro), e ilustra “[…] las categorías con las que debe cumplir un texto para ser considerado una autobiografía”: 1. Forma del lenguaje: a. narración b. en prosa; Tema tratado: vida individual, historia de una personalidad; 3. Situación del autor: identidad del autor (cuyo nombre reenvía a una persona real) y del narrador, y 4: Posición del narrador: a. identidad del narrador y del personaje principal, b. perspectiva retrospectiva de la narración.(52- énfasis de la autora).
Y recalca aquello que Lejeune destaca al hablar de autobiografía y es:
“Hay dos condiciones a las que Lejeune somete la autobiografía y que constituyen lo que él llama la ley de todo o nada. La primera condición es de la identidad del autor y la del narrador. El autor remite a una persona real y la identidad del autor/persona real coincide o remite a su vez al narrador, cuya identidad es la misma.”(52- énfasis de la autora del libro)
Al hablar de “la segunda condición” explica lo siguiente:
La segunda condición tiene que ver con la posición del narrador: la identidad del narrador y la del personaje principal es la misma. Es imprescindible que las condiciones (3) y (4) estén presentes, es decir la identidad del autor, la del narrador y la del personaje tienen que coincidir, de lo contrario el lector o lectora no estará -de acuerdo a Lejeune- ante un texto autobiográfico porque son precisamente estas condiciones las que separan la autobiografía de la biografía y de la novela personal. El resto de las categorías puede, como señala Lejeune, constreñir, pero sólo en parte. No obliga a que la autobiografía sea totalmente una narración retrospectiva sobre la vida individual de una persona, es decir, puede serlo fundamentalmente sin serlo completamente.”(51 –énfasis de la autora)
Detallados ya los elementos clave del pacto autobiográfico de Lejeune, y presentado algunos destellos teóricos de la construcción del self, procede entrar a vuelo de pájaro a los dos textos de Memorias por mí publicados: Tarareando en clave el son de los ’70 (Tertulia, 2011) Memorias y Aire en tres tiempos que se engarzan- Memorias II (Terranova, 2014) y notar allí (y aquí en este texto) algunos aspectos del pacto autobiográfico matizados con nuevas miradas a lo ya escrito.
En Tarareando en clave… aparece en portada no solamente el nombre de la autora: Julieta Victoria Muñoz Alvarado, sino una fotografía circa 1972-1973, presente en mi carpeta e identificada por los carpeteadores así: “JULIETA VICTORIA MUÑOZ ALVARRADO (sic) C 3896, REDACTORA PERIÓDICO CLARIDAD.” Autora y protagonista/personaje coinciden, en letra y en imagen, desde temprano: en la portada. La presencia de la voz narrativa aparece en la página vii, en la “DEDICATORIA” que enuncia: “Este libro, Tarareando en clave el son de los ’70- Memorias, lo dedico a todos los que han examinado sus vidas –con rigor y misericordia- y hoy recuerdan los pasos del camino y se alegran con la ascesis del acto creador.” Y las viñetas hablan de instancias de vida y música, vividas por mí, por Julieta Victoria Muñoz Alvarado en la década del ’70, entre ellas “Cuando un amigo se va”: en la cual inscribo como amigos a mis dos progenitores. Y lo fueron, sí, por momentos, en los tiempos de mi adultez, pero no lo fueron como hubiese querido, no, en momentos de los tiempos de mi niñez, adolescencia y adultez temprana.
En cuanto al libro Aire en tres tiempos que se engarzan – Memorias II dice Carmen Centeno Añeses en el artículo “Julieta Muñoz: Memorias al aire y del amor que cura” (El PostAntillano, domingo 10 de noviembre de 2013):
[…] Pero todo está filtrado por un tamiz y así lo reconoce la escritora: “Hago con todos estos posibles lectores un pacto de lectura que consiste en escribir solamente aquello que pienso puede pasar por sus cedazos y coladores cernidores; edito en la pantalla interna, no en la página virtual”. Es decir, edita en la pantalla de sus emociones, de su inconsciente y de su conciencia, la de ahora, luego de que han transcurrido los hechos. De aquí ciertos silencios que construyen la obra. Edita también en el uso de la palabra literaria, pues este no es un texto que narre de forma escueta sino que aborda los sucesos con metáforas y otros recursos que suavizan el conmovedor relato. La música de las óperas La flauta mágica de Mozart y de Norma de Bellini nos acompañan al descenso emocional de la protagonista y a su recorrido por un mundo marginal. ”
No conocía el “pacto autobiográfico” de Phillipe Lejeune, del cual hablo arriba, y le propongo en ese entonces al lector un pacto, -y lo cita en su artículo Carmen Centeno Añeses-: “[…] un pacto de lectura que consiste en escribir solamente aquello que pienso puede pasar por sus cedazos y coladores cernidores; edito en la pantalla interna, no en la página virtual.” Editaba mientras escribía, sí, y algunas de esas ediciones tienen que ver con algunas ausencias, abandonos, en fin: carencias de parte de mis progenitores, y la consecuente soledad.
Esta nueva lectura, en esta mirada que hoy lanzo a este texto, me obligan a fijarme en la palabra ascesis (término definitorio de este segundo libro de Memorias) y así hacerlo de la mano de la psicóloga y psicoanalista Alice Miller (1923-2010) y su libro El cuerpo nunca miente (Primera edición de Austral, 2014). Es una ascesis diferente, la que aquí en este ensayo estoy haciendo, porque lo hago mientras escribo y constituye una relectura, una mirada diferente pues va guiada por la palabra de una autora y terapeuta: Alice Miller.
Hagamos un breve recorrido por algunos asuntos centrales del planteamiento central de Alice Miller en su libro El cuerpo nunca miente. Y es el siguiente: El mandamiento “Honrarás a tu padre y a tu madre”, plantea Miller de saque en la “Introducción – Cuerpo y moral”: es “[…] una norma concreta y por todos conocida, el cuarto mandamiento, que a menudo nos impide experimentar nuestros sentimientos reales, compromiso que pagamos con enfermedades corporales.” (13), y más adelante arguye que:
“[…] he llegado a la conclusión de que aquellos que en su infancia han sido maltratados sólo pueden intentar cumplir el cuarto mandamiento ˂˂Honrarás a tu padre y a tu madre ˃˃ mediante una represión masiva y una disociación de sus verdaderas emociones. No pueden venerar y querer a sus padres, porque inconscientemente siempre los han temido… ” (11)
El cuerpo enferma, y, como se inscribe en el enunciado titular: El cuerpo nunca miente. Inscribo aquí el primer párrafo de este libro casi in toto pues no hay pérdida de sentido en lo que plantea la autora:
“Con bastante frecuencia el cuerpo reacciona con enfermedades al menosprecio constante de sus funciones vitales. Entre éstas se encuentra la lealtad a nuestra verdadera historia. Así pues, este libro trata principalmente del conflicto entre lo que sentimos y sabemos, porque está almacenado en nuestro cuerpo, y lo que nos gustaría sentir para cumplir con las normas morales que muy temprano interiorizamos….” (13)
Y añade al comienzo del segundo párrafo:
“La experiencia me ha enseñado que mi cuerpo es la fuente de toda la información vital que me abrió el camino hacia una mayor autonomía y autoconciencia. Sólo cuando admití las emociones que tanto tiempo llevaban encerradas en mi cuerpo y pude sentirlas fui liberándome poco a poco de mi pasado….” (13-14)
La liberación de la encerrona que, para Miller, promueve la introyección del cuarto mandamiento, ocurre cuando aparece en la vida del niño o niña maltratada por sus padres lo que Miller llama: un “testigo cómplice” que idealmente es la figura del o de la terapeuta, pero, plantea Miller, lo que ocurre es que también ellos están atados a ese mandamiento y por lo tanto no sirven de ayuda. Dice Miller:
“[…] El problema que veo aquí es que falta esa compañía porque da la impresión de que casi todos los facultativos de la asistencia médica, debido a nuestra moral, tienen grandes dificultades para apoyar al niño en otros tiempos maltratado y reconocer cuáles son las consecuencias de las heridas tempranamente sufridas” (18).
Y concluye: “[…] están bajo la sentencia del cuarto mandamiento, que nos obliga a amar a nuestros padres ˂˂para que las cosas nos vayan bien y podamos vivir más años˃˃. (18)
Aquí, recabo del lector de este “ensayo”, desde aquí autobiográfico, que formemos –ustedes y yo, todos lectores-, el “pacto autobiográfico” de Phillipe Lejeune, del cual hablé arriba, y que transitemos juntos este alejamiento de la presión social que es “[…] mucho mayor de lo que imaginamos;” (72) que arrastra en sí el cuarto mandamiento. Alice Miller, y su libro El cuerpo nunca miente, me forzaron (mejor diría: me invitaron) a mirar-me en mi relación con mis padres otorgándome el permiso de amar a esa niña, y adolescente, y mujer joven, que fui; lo hice, -lo hago también mientras escribo estas palabras- y por ello ocurre, brota, esta remirada a mis dos libros de Memorias: Tarareando en clave el son de los 70- Memorias I (Tertulia, 2011) y Aire en tres tiempos que se engarzan- Memorias II (Terranova, 2014) de la mano de Alice Miller, y, sí, “acabando con la represión y la negación.” (16) y en camino a descubrir en nosotros mismos, como plantea Miller, “[…] a la persona que puede llenar esas necesidades que desde nuestro nacimiento o incluso desde antes, esperan ser satisfechas; (16) “y así podremos darnos a nosotros mismos la atención, el respeto, la comprensión de nuestras emociones, la protección necesaria y el amor incondicional que nuestros padres nos negaron.” (16)
¿Cómo no haber tenido (e incluso ¿cómo no tener? en presente) el cuarto mandamiento a flor de piel en mis años de infancia si siempre estudié en colegios católicos, -interna varias veces- donde mucho se rezaba, donde las clases de Religión eran, por así decirlo, la matriz de la educación que se impartía, y donde el cuerpo era intocable (en un internado debía bañarme con una batita de cuadritos, y dejar la puerta de la ducha abierta)? Nunca aprendí a leer mi cuerpo, solamente de adulta, y ese cuarto mandamiento alejaba de mis pensamientos y, sobre todo, de mis emociones, cualquier sentir de censura hacia cualquiera de mis progenitores. Siempre busqué conocer sus sufrimientos –adivinarlos a veces pues ni me atrevía a preguntar-, para así justificar los míos con sus tratos hacia mí: tratos de ausencias, de abandono, de soledad, de carencias, o de exceso en daciones para reponer lo no dado. De las sustitutas de la figura materna no recibí el amor de madre, pero recibí amor; de los sustitutos de la figura paterna no recibí el amor de padre y recibí maltrato y abuso pero honraba el cuarto mandamiento; no tuve cerca de mí ni a mi madre ni a mi padre por muchos años. Vivían en mis recuerdos y a veces los veía, -por separado- y por trozos de tiempo vivimos juntos, -con mi madre, y por separado con mi padre- y estuvimos juntas y juntos físicamente pero muy lejanos en términos de emociones. No nos conocíamos, podría ser. Me dieron lo que supieron darme, quizás lo que su cuerpo de emociones les permitía darme, lo que pudieron darme, pero esas decisiones me afectaron pues los miedos al abandono, a la carencia –sobre todo afectiva- y la soledad me han acompañado todos estos años de adultez. Mi madre fue huérfana de madre a los 2 años y de padre a los 14 años y parece ser que heredé ese ADN espiritual de abandono y soledad.
Desde que comencé a leer y reflexionar el libro de Alice Miller y recordándome de lo escrito en mis dos libros de Memorias, he comenzado a desenterrar recuerdos para que “[…] gracias al descubrimiento de su verdad”, pueda “abandonar el escondite en el que se habían guarecido.” (78)
He perdonado, sí, pero para Miller, – y me he perdonado también a mí misma-, mas, dice Miller: “El perdón nunca ha sido causa de curación”, y muchos consejeros: “Predican el perdón como camino de curación y da la impresión de que no saben que este camino es una trampa en la que ellos mismos han quedado atrapados.” (19). Si bien es cierto que perdón y curación podrían no ser términos equivalentes, es también cierto que parece no haber curación sin que medie el perdón a una misma y a los otros. Alice Miller ha servido de ese “testigo cómplice” que es necesario para la liberación de la represión y la negación de los maltratos viejos, pues:
“Sólo podrá elegir más adelante, de adulto, si tiene la suerte de encontrarse con un testigo cómplice. Entonces podrá aceptar su verdad, dejar de compadecerse de su verdugo, dejar de entenderlo y de querer sentir por él sus propios sentimientos disociados no vividos; podrá condenar sus actos con claridad” (21-22)
Pues: “este paso supone un gran alivio para el cuerpo…; en cuanto el adulto esté dispuesto a conocer toda su verdad, se sentirá comprendido, respetado y protegido por el cuerpo.” (22) Miller propone dejar atrás lo que llama “pedagogía venenosa”, “[…] la misma moral que en el pasado les hizo enfermar.” (25). En el “Epílogo (Resumen)” de El cuerpo nunca miente, la autora afirma:
“Todo aquel al que de pequeño pegaron es vulnerable al miedo, y todo aquel que de pequeño no experimentó el amor a veces lo anhela durante toda su vida. Este anhelo, que abarca un gran número de expectativas, sumado al miedo, es el caldo de cultivo adecuado para el sostenimiento del cuarto mandamiento.” (198)
Hay esperanza, para Miller y es que”[…] mediante el aumento del conocimiento psicológico, el poder del cuarto mandamiento pueda reducirse en favor del cuidado de las necesidades biológicas vitales del cuerpo; entre otras, las necesidades de verdad, de lealtad a uno mismo, a sus percepciones, sentimientos y conocimientos.” (198)
Hice algo de todo esto en la escritura de mis dos libros de Memorias pero me quedé corta pues no configuré en mi memoria la fuerza presencial del “miedo”, que resultó de las carencias, de los abandonos, de las soledades de mi niñez, juventud y primeros años de adulta, y que hoy día brotan, por éstas, y/o quizás por otras razones. Y el “miedo”, para Alice Miller es una de las “principales emociones reprimidas (contenidas o disociadas) en nuestra infancia, y que se hallan almacenadas en las células de nuestro cuerpo…” (193) De estos miedos, pienso ahora, escribiré mi tercer libro de Memorias, decisión que surge luego de leer el libro de Alice Miller y entre sus páginas este párrafo:
[…] Ya hemos visto en Kafka y en otros escritores y artistas que las actividades creativas como la escritura y la pintura, ayudan a sobrevivir durante algún tiempo, pero no permiten el acceso, perdido a causa del temprano maltrato, a las verdaderas fuentes vitales de una persona mientras ésta tema conocer su historia.” (140)
Dice Carmen Centeno Añeses en su artículo arriba incorporado: “[…] Con ella nunca dejamos de caminar al lado de los peores momentos pasados por Julieta Muñoz y de su presente alquímico y solidario, convertida en protagonista de su historia.”, y enuncio yo hoy: Confío en que camine conmigo (ahora) cuando voy al paso para encontrar en mis sentimientos (sin temerlos) una orientación de vida que conlleva: liberarse de la “ capacidad de autocontrol” (132), entender el sufrimiento de la niña, de la adolescente, de la joven adulta que fui, y de cómo se me prohibía (al menos no se alentaba) reaccionar a las heridas de manera adecuada en un entorno favorable (132), “… para que más adelante, en su vida,” (ahora), “en vez de temer sus sentimientos encuentre en ellos una orientación.” Esta petición titular del pacto autobiográfico se sostiene porque: “…el debate de una vida consigo misma nunca tiene fin.”