Enamorarse a los trece años
…¿Lo que es estar enamorado a los trece años? Primero, el cuerpo nos da un empujón violento y sentimos que desde adentro nos envían señales poderosas. Algunos saltan al deporte para calmar eso, otros al arte, a la poesía, al ballet, a los malabares y las batutas, o a la música. Por ahí va forjándose una manera ser dentro de la fofa envoltura de un cuerpo que apenas da sus pinitos en eso de la adultez. Ya nos ha sorprendido la vellosidad y las carnosidades, y la voz ha dejado de ser el chillido imberbe que nos delataba cuando jugábamos al esconder.
Lo más dramático es ese escozor que nos invita a tocarnos y a sumirnos en la culpa horrenda que provocan quienes se dedican al catecismo. Labor ingenua, destinada al fracaso: nos seguiremos tocando per secula, seculorum, y en el proceso tocaremos a otros y a otras, a veces indiscriminadamente. Dejémoslo ahí.
Una buena parte de esa humanidad de adultez incipiente (no tengo el dato, pero no importa) permanece sumida entre barrotes, aquellos de la doctrina, de las enseñanzas de los padres y madres, del látigo ético de las y los hermanos mayores, siempre prestos a reprimir a los demás y hacer fechorías a escondidas. En la oscuridad, encerrados, estimulados por visiones impresas o imaginadas, invocamos a Onán (aunque lo de este era, a decir verdad, otra cosa). Maniatados –en el sentido moral, no en el real, claro está—vivimos soñando. Conozco a alguien, quien a sus 62 años todavía sueña todas las semanas con su noviecita de Colegio Privado. Entonces, no pudo ser con la fuerza que en ese momento le movía… Y ahí quedó. Otros, se lanzan al roce corporal accidental o al premeditado entre las partes, al cine, a los ósculos insertados en las sombras que proveía el celuloide del drama de turno, a fisgonear por las ventanas, a los bailes de marquesina (lo sé, estoy hablando posiblemente, de un pasado irrecuperable), a los boleros (“un atardecer, en el mes de abril…”), a las incursiones en el monte, a los paseítos en bicicletas, a jornadas donde nos extraviábamos y perdíamos la noción del tiempo, para llegar trasijados a nuestras casas.
Santa Juanita era entonces un paraíso donde eso era posible, debo admitirlo.
A muy pocos se nos ocurrió pensar en grande, a tallar con nuestros actos heroicos la poesía del futuro y hacer como Tristán e Isolda, y meternos en el bosque de Morrois, y huir de todo. A esos amantes pre-adolescentes, casi salidos de la pubertad, a esos le cantaron los juglares, y los druidas les inmortalizaron. A ellos le cantó Elton y Bernie, con la banda sonora de Friends, un filme de 1971 sobre dos niños, dos amantes, Patrick y Michelle, que huyen de todo y se van a una casa—retirada de todo—en una marisma francesa. Del resto de los mamalones, cobardes todos, de esos nada se ha escrito. Eso sí, algunos nos acordamos de esos momentos luminosos, donde desafiamos y rompimos las reglas para descubrir las sorpresas de Eros y regresar jadeantes a nuestras casas.
A mí me ha parecido una solemne pendejada el revuelo del Estado y del Departamento de la Familia con la gesta—gloriosa por demás—de Dejaner y Viareliz. Lo he pensado bien, y me he puesto en el lugar de los padres de la niña (porque ahí la cosa es culturalmente tenebrosa) y he llegado a la misma conclusión. (Como muchos saben, soy padre de dos mujeres hoy, que en otrora fueron unas niñas, claro está). Mientras otros aprovechan que sus padres están de viaje y arman fiestas furtivas donde llegan traqueteros y la cosa termina en una fatalidad, estos muchachitos reafirmaron la vida, invocaron a la poesía, y apostaron a la increíble belleza de los amaneceres en Culebra, apostaron a lo más puro del amor, y se propusieron una jornada hacia el Este, en busca de ese paraíso. Y llegaron a una charca, tal vez llamados por la ondinas, al corazón de todas las grandes leyendas del medioevo.
Pero es ahí que el Estado, con su hipocresía de lo que cuentan los valores—porque en eso son buenos, en la contabilidad fatula—se deshace en proezas puntuales. Con la gente de a pie. Con los otros, los de las urbanizaciones cerradas, ¿Quién sabe?
¡Maldita sea la persecución a las familias pobres, con razón o sin ella!
En este caso, el Estado se ha topado con dos familias aparentemente ejemplares y con unos jovencitos precoces y ansiosos para el amor, pues ha sido ese sentimiento el que les han enseñado en sus hogares. La urgencia los hizo creativos y aventureros, y se fueron la huida.
A los padres de esos pre-adolescentes hay que apoyarlos contra el panopticón del Departamento de la Familia y su obsesión con la criminalización de la domesticidad de cierta geografía y clases sociales. Yo estoy dispuesto a conseguirles abogados (entre mis buenos ex estudiantes y colegas) o a pagarles algo de su defensa. Es lo menos que podemos hacer quienes creemos en el poder de la poesía.
Una pena que ya no existan juglares. Yo trataré de recordar, hasta que muera, sus extraños nombres: Dejaner y Viareliz. Y si puedo, les cantaré.
* Publicado originalmente en el blog del autor, Antrópico.