Quemaduras de tercer grado: notas sobre «Guía para una enseñanza antiracista en Puerto Rico»
Al igual que tantos otros aficionados del parvo, pero potente, cine caribeño, he visto y mostrado esta película incontables veces. Una y otra vez me ha resultado imposible no endosar y admirar el coraje y la firmeza de esa abuelaza negra, M’man Tine, cuyas comadres simbólicas reconocemos en nuestros propios álbumes familiares. Una y otra vez me ha resultado inevitable emocionarme e identificarme con las vicisitudes y los logros de José, un “negrito” que, distinto a aquel que nuestro José Luis González dejó ahogar de miseria y desesperanza en el fondo del caño, Zobel transforma en peregrino entre dos mundos que aparentan ser opuestos, pero son complejamente simbióticos; en sobreviviente del desarraigo y la dislocación que nutre no solo su cuerpo, sino su singular espíritu y su dotado intelecto; en fin, en un negrito que “makes it.”
¿Cómo no conmovernos ante esta historia redentora? Después de todo, la lucha que M’man Tine lega, cual deuda histórica, a su nieto afrodiaspórico es la lucha por la escolaridad, por la aceptación e integración de nuestro pequeño héroe subalterno en una institución que se nos ha prometido, desde la Revolución francesa, como agente nivelador y vía de acceso a la ciudadanía plena.
Ahora bien, el sabor que nos deja Sugar Cane Alley carga el lastre agridulce de la plantación de caña. Cultivamos a un José “ilustrado” en el sistema educativo colonial francés y a su vez cosechamos un fruto tan amargo como los escupitajos tabacosos de su abuela. Más allá de la trama centrada en la conflictiva, pero aparentemente consumada, integración de José en Fort-de-France nos queda la historia. En el lenguaje cinematográfico la historia comprende no solo los elementos diegéticos y no diegéticos de la trama, sino que se nutre además de elementos extrafílmicos. Tomándolos en cuenta, en su debido contexto, resulta inevitable detenerse a ponderar varias preguntas que tienen todo que ver con el recién publicado libro que motiva este escrito. ¿Cuál sería la educación que recibiría nuestro “personaje” José en estas instituciones? ¿Cuál sería la transformación que su cruce, o encrucijada, le depararía? ¿Cómo conjugaría esa instrucción con la formación política e histórica que recibió del viejo Médouze, cuya muerte anunciada desde el inicio del filme es también metáfora del desvanecimiento de la memoria africana? ¿Qué sobreviviría del recio legado de M’man Tine, quien también fallece, debilitada y sola, en la plantación que José dejó atrás? En fin: ¿hasta qué punto el “making it” de José, su salida del callejón de los negros, no es también su entrada al túnel del “self-hatred” que tanto preocupó a Fanon y que debería aún preocuparnos en estas latitudes?
El “cuento” de la redención individual a través de la educación formal es ya proverbial: una narrativa normativa que nos cuesta disputar, especialmente a aquellos para quienes se ha convertido en faena. La necesidad de hacerlo y de hacerlo de forma creativa y constructiva es justamente lo que el libro Arrancando mitos de raíz: guía para una enseñanza antirracista de la herencia africana en Puerto Rico (2013) puntualiza. Se trata de un texto híbrido que armoniza con elocuencia y elegancia varios propósitos: provee una re-lectura histórica, divulga resultados de investigación, orquesta estratégicamente voces testimoniales y plantea planes de acción en pos de nuestra necesaria y urgente re-educación. Esta autodenominada “guía”—un apelativo que, a mi juicio, le queda corto—nos obliga a ponderar los desfases, desaciertos y destinos de los Josés que habitan entre y en nosotros, así como las compejidades y complicidades del sistema, indefectiblemente racializado y siempre encarnado por sujetos históricos, en el que los y nos educamos.
Según indican las autoras —Isar Godreau, Mariluz Franco, Hilda Llórens, María Reinat, Inés Canabal y Jessica Aymeé Gaspar— el objetivo central de la guía es “orientar al futuro maestro de escuela elemental sobre contenidos alternativos, modelos, actividades que enaltezcan, valoren y afirmen la negritud de manera que se minimice, desde una etapa temprana, el impacto del discrimen racial” y el racismo institucional en sus estudiantes. Es, en su terminología, una “guía para una enseñanza antirracista” que parte de la constatada y constatable realidad que lamentablemente todavía hoy nos negamos a aceptar: que el racismo en Puerto Rico existe, que es rampante, que tiene efectos perniciosos para quienes lo sufren y para quienes lo practican (que muchas veces somos los mismos) y que es avalado por nuestras instituciones, especialmente las educativas y las culturales. El texto es, entonces, una intervención crítica y práctica para alfabetizarnos e ilustrarnos a contrapelo de saberes y valores (la palabra in en nuestros ámbitos educativos hoy día) que hemos tomado por hechos.
En el prefacio y la introducción del libro se reseña el trabajo etnográfico desarrollado por algunas de las autoras en escuelas del país, el cual sirve de fundamento para la labor de introducción teórica y el abordaje pedagógico que se despliegan en los subsiguientes cinco capítulos. Se sintetizan los debates sobre raza en Puerto Rico que nos han ocupado a muchos, aunque no a tantos como quisiéramos, por más de siete décadas desde la pionera publicación de aquel tal vez bien intencionado, pero a la larga y a la postre perjudicial ensayo de Tomás Blanco, El prejuicio racial en Puerto Rico (1942). No hay referencia a este polémico texto, ni la reclamo, porque queda tácitamente establecida como uno de los telones de fondo del debate que las autoras emprenden en la introducción. Recordemos que en ese influyente escrito, el prejuicio racial en Puerto Rico se califica como una “ñoñería”, una “changuería”, un juego de niños. Un punto implícita y contundentemente refutado por las autoras en la introducción, la cual es clara y convincente, si bien somera tal vez por su acertada elección de lectores-meta.
El giro didáctico se comienza a sentir en el segundo capítulo, el cual provee tres herramientas básicas para contrarrestar el racismo. En diálogo constante con los resultados de su investigación de campo, las autoras apelan a las estrategias retóricas de logos y pathos: hilvanan conceptos clave para su propuesta y marco teórico con ejemplos institucionales—evidencia fáctica—de nuestra (de)formación racial histórica y conmovedores relatos testimoniales de experiencias de racialización, prejuicio y discrimen en la escuela contemporánea. Relatos que contrastan con aquel argumento de Blanco, escrito hace setenta años pero reiterado ad nauseam hasta la actualidad, de que la temprana convivencia y confraternización de las “razas” en las escuelas del país conllevó a que entre los alumnos de las escuelas públicas el prejuicio racial “casi no existe.”
Establecidos de este modo la justificación de la guía, su apremiante necesidad y el punto de entrada para apropiarnos de ella como lectores, como educadores, como pensadores y como sujetos racializadas y partícipes en procesos de racialización, las autoras se arremangan para meterle mano a la enjundia de su propuesta. Llegamos así al tercer y más voluminoso capítulo del texto, el que ellas mismas califican con una metáfora pasional como el “corazón” de la guía. Es un cometido pedagógico, sin duda, pero también comprometidamente político. La enseñanza antirracista de la herencia africana en Puerto Rico que aquí esbozan se erige sobre la deconstrucción, accesiblemente articulada y hábilmente operacionalizada, de una mitología que las autoras construyen sobre la base de su experiencia investigativa. La mitología—palabra griega que refiere a la expresión de un discurso que ha sido ritualizado—es, además, como nos recuerda Barthes, una creación humana, históricamente situada que tiene la intención concreta de transmitir un determinado mensaje.
La intención de las autoras es clara: desequilibrar dogmas y proponer vías alternativas para reeducar en torno a cinco mitos que califican como “comúnmente aceptados sobre la denominada ‘raíz africana’ en Puerto Rico”. La estructura pentagonal de este importante capítulo construye, en un segundo orden de análisis, otra mitología sobre la educación y el discurso racial en Puerto Rico—una discusión que debo dejar en el teclado en esta entrega. Lo que me provoca observar es que ese pentágono, palabra griega también, se queda un ángulo corto de completar el hexágono que tanto fascinó a Borges. El hexágono: ícono del espacio absoluto, figura del cabal aprovechamiento del espacio en el mundo material, evoca tanto al panal como al avispero. El universo, para Borges, es la reproducción infinita de formas hexagonales. Si nos valemos de esta provocadora imagen, la propuesta pentagonal de Arrancando mitos de raíz resulta, como me ha resultado a mí desde que escuché de su génesis en 2006, altamente seductora.
Es por ello que argumenté antes que las autoras no otorgan el merecido crédito a su labor hoy materializada en libro al calificarla como una “guía”. Dicho término se deriva de la palabra germánica para “conocer”, witan, con ecos en el término alemán wissen (saber) y en el término inglés wisdom (sabiduría, conocimiento). Indudablemente el texto es un cúmulo de valiosos y valerosos, por cuanto frecuentemente proscritos, saberes. No obstante, y en esto radica su más valiente contribución, el texto es por sobre todas las cosas una convocatoria, una cita, un llamado o, ¿por qué ser diplomáticos cuando son las vidas de nuestros Josés las que están en juego?, un bien merecido emplazamiento. El pentagrama de mitos que orquestan las autoras en el “corazón” de su libro articula cinco premisas del racismo curricular e institucional en nuestro país que nos corresponde desentrañar:
1) África es un “país” tercermundista y hambriento que no tiene nada que ver con nosotros los puertorriqueños.
2) Los esclavos fueron africanos negros primitivos, subyugados, víctimas de la opresión de aquellos tiempos remotos que tampoco tienen nada que ver con nosotros.
3) Los verdaderos negros en nuestro país fueron los esclavos, que muy poco tienen que ver conmigo hoy y que aquí no la pasaron tan mal como en Estados Unidos porque allí sí que es verdad que hay racismo.
4) Queda algo de “lo negro” en nuestra cultura: en la bomba, en la plena, en la salsa y en ese mofongo que ahora pago tan caro en Joyuda. Sí, eso tiene algo que ver con nosotros, pero muy poco conmigo personalmente porque mi abuelo tenía los ojos…
5) Puerto Rico no es como “allá” en el Caribe, aquí ya casi no quedan negros. Nosotros nos mezclamos y mis abuelos eran españoles o quizás tengo alguno negro, pero yo soy mezclaíto y orgulloso de ser puertorriqueño.
Éstas, obviamente, son mis palabras y no las de las autoras, quienes plantean el asunto con mayor erudición. Me aproveché de mi rol de comentarista para, con cierta libertad poco poética, plantear el asunto a un nivel más visceral a fin de provocarnos a reaccionar a algo que todos conocemos, de lo que hemos sido partícipes y que nos apremia atajar tras esta incitación a la reflexión y a la acción autodenominada “guía”.
Si azuzamos la conciencia, si nos atrevemos a quebrar el pentagrama musical que hemos estado condicionados a entonar, podremos, y creo que a eso apuestan las autoras en los últimos dos capítulos, completar nosotros y nosotras el hexágono, espacio perfecto para departir a imaginar y crear un universo de infinitas posibilidades para todos y todas. Los “materiales para los escolares” que creativa y metódicamente nos ofertan en el capítulo 5 y los numerosos y valiosos “recursos para leer, escuchar y ver” que esmeradamente seleccionaron para compartirnos en el sexto y último capítulo son, sin duda, pertinentes para todo lector, educador y estudiante.
¿Que Arrancando mitos de raíz provee una excelente “guía” para aquellos y aquellas que hoy dependen de los materiales del “sistema” y esperan pasiva o resignadamente que “bajen” las directrices, los “estándares de contenido” y las “secuencias de aprendizaje”? Sin duda. Por tanto, como estudiosa de estos temas, como educadora, como producto de las escuelas públicas del país y como madre de una niña negra, aplaudo a las colegas por la propuesta alternativa que han elaborado a lo largo de casi una década de dedicada labor y por los encomiables esfuerzos de difusión de la misma que han realizado desde su publicación.
Ahora bien: ¿a eso se limita su aporte hoy encuadernado entre las dos paredes del libro? ¡No! y en repudio a esa idea lanzo un escupitajo metafórico del tabaco de M’man Tine—el cual me recuerda siempre los escupitajos del cachimbo de mi abuela que dejaban en la tierra que me “educó” y me vio crecer el mismo acre sabor de promesas y reivindicaciones incumplidas. Sé que no estoy sola en esto. Lo sé. Yo recuerdo esas promesas, esas expectativas quebrantadas que con el tiempo fueron relegadas a hijos y a nietos; fueron mi legado y el de muchos de nosotros que las vivimos al calor de nalga’s, de pelas y de retortijones de nariz y jalones de pelo para que nos enderezáramos, nos perfiláramos y nos asimiláramos.
Las recuerdo con la misma dolorosa intensidad con que recuerdo mi primera lección de historia de Puerto Rico en tercer grado. Siempre la he considerado algo así como una quemadura de tercer grado: de esas que no duelen casi al contacto inmediato porque el daño ha sido tan profundo al nervio que tomará tiempo darnos cuenta de la destrucción que causó y mucho más tiempo, regenerarnos. Concluyo entonces mis comentarios sobre Arrancando mitos de raíz compartiendo algo de mi propia historia, no porque sea única, ni especial, ni excepcional, sino precisamente porque, según demuestran las autoras, no lo es. Además, porque con ella cierro el pacto que he hecho con este encargo hoy llamado publicación para que, distinto a José, no tengamos que abandonar “el callejón de los negros” ni dejar morir la memoria ancestral para “triunfar” en un sistema que lo que nos corresponde hacer es transformarlo.
Comparto entonces una confesión que, admito, fue por donde mi propio corazón eligió empezar este texto en su versión original:
Me estremecí cuando tuve en mis manos Arrancando mitos de raíz por primera vez hace seis meses. No fue por el asombro; había sido testigo de su elaboración a lo largo de años, conversaciones y, como diría Inés, «emilios». Pero aquí estaba el libro: pesadito, prolijito, embellecido por la risueña imagen de la niña que ya había visto en el teléfono de Isar pero que ahora podía tocar y acariciar en la portada. Lo abrí y lo ojeé y tras la vidriera de lágrimas se dibujo el espectro de Misis Vélez. Se acercaba el fin de curso en mi tercer grado. Ya habíamos aprendido a trazar una línea recta desde el origen de nuestra historia en el descubrimiento de Boriquén hasta el final de algo que Misis Vélez llamaba el siglo XVI. Y de la línea pasamos al árbol, cuyas raíces y troncos las formaban los nombres de aquellos ilustrísimos y valerosísimos hidalgos que nos encontraron y civilizaron.
A conocerlos a ellos dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo en el aula, excepto cuando se acercaba noviembre. En ese momento tomamos un detour para conocer la nobleza de los taínos y su dieta; no recuerdo cómo, pero la siempre creativa Misis Vélez logró emparentarlos con los peregrinos y cerramos noviembre con coloridos dibujos de cornucopias rebosantes de yucas, mazorcas, plátanos y guineos. Quizás el vínculo pretendía ser una lección de etiqueta para sus estudiantes del campo: aprendimos que nuestros taínos, al igual que los indios de allá, recibieron a sus visitantes con hospitalidad y que la hospitalidad seguía siendo una característica distintiva de nosotros, los puertorriqueños. Ahora se acercaba el fin del año y, supongo, había que cerrar con broche de hierro el cuento de nuestra historia. Aprendimos que los esclavos vinieron de África, donde habían trabajado en la agricultura. Al llegar a América los esclavos hicieron florecer la siembra en las islas, especialmente la de la dulce caña. Además, nos dejaron un regalo que nos marcó para siempre, una suerte de carimbo melódico: la música y el baile.
Concluida así la lección recibimos las instrucciones para desarrollar nuestros proyectos finales: buscar imágenes representativas del español, el taíno y el africano; pegarlas en una cartulina; escribir debajo de cada ilustración las características que habíamos aprendido de cada uno de ellos; y, finalmente, escribir una oración indicando cuál de los tres era igual a nosotros. En un National Geographic que me prestó mi tío, que era profesor del RUM, encontré una imagen de un negro que, a mi modo de ver le garantizaría a Misis Vélez que había aprendido bien nuestra reciente lección sobre los esclavos africanos. En una promoción de aceite Mazola que dejaron en un shopper frente a casa encontré la imagen del taíno que fielmente retrataba la que nos había pintado Misis Vélez en sus recitadas enseñanzas. Y de uno de los muchos Vanidades que leí ese sábado en el beauty de Gladys, arranqué, con su permiso, por supuesto, la majestuosa imagen de una auténtica española retratada en un anuncio de polvo Maja.
Y el lunes siguiente, decidida aunque no satisfecha, entregué mi colorida cartulina a Misis Vélez. En cuidadosa letra de molde bajo la imagen de la Maja había pincelado algo así como: “esta soy yo, inteligente, civilizada, valiente, con ojos grandes color marrón….” La noche antes, antes de que Misis Vélez lo viera y después de hacerme el obligatorio dubi dubi, había borrado lo que tenía escrito respecto a mi pelo. La vergüenza de ese tachón ha relumbrado desde entonces mucho más que el fulgorcito de la estrella dorada que Misis Vélez, que en paz descanse, pegó aquel lunes sobre mi ensombrecida cartulina.
Respondamos al emplazamiento que nos hace Arrancando mitos de raíz para que la educación de nuestros Josés pueda fluir más libre y liberada de lo que han fomentado nuestras Misis Vélez, que también somos todos nosotros.