Hiroshima/Nagasaki y sus intranquilizantes irradiaciones
Ambos los campos de genocidio y la bomba atómica
fueron productos de un esfuerzo orgánico y burocrático
que requirió la labor de miles.
El hecho que en el caso de la bomba atómica (el Manhattan Project)
la labor no fuese impuesta, sólo lo hace más “moderno”.
John Whittier Treat, Writing Ground Zero, p. 14
Una civilización que demuestra ser incapaz de resolver los problemas que crea
es una civilización decadente.
Una civilización que elige cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales
es una civilización afligida.
Una civilización que utiliza sus principios para el engaño y la falsedad
es una civilización moribunda.
Aimé Césaire, Discourse on colonialism, p.31
El 21 de agosto de 1945, Harry Daghlian, uno de los científicos que trabajaba en la elaboración de bombas atómicas en El Álamo, Nuevo México, tuvo un accidente. Sobrevivió menos de un mes, periodo en que el envenenamiento por radiación le ocasionó una coma casi instantánea, pérdida de pelo, fallo de órganos internos, descomposición de piel, hinchazón de las manos, ampollas, diarrea, calambres y severos dolores que la medicina no podía aliviar.
Quince días antes, el 6 de agosto del 1945, el gobierno de Estados Unidos había lanzado una bomba atómica sobre Hiroshima incinerando alrededor de 140,000 personas en varios segundos. Doce días antes del accidente de Daghlian, el 9 de agosto de 1945, el gobierno de Estados Unidos había lanzado una segunda bomba atómica sobre Nagasaki calcinando aproximadamente otros 70,000 seres humanos. En los cinco años subsiguientes, se estima que 130,000 personas de ambas ciudades sufrieron y padecieron de envenenamiento por radiación en formas comparables a las del científico estadounidense.
Paul Ham, en su historia del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, describe el efecto de las bombas señalando que decenas de miles de seres humanos en un radio de dos kilómetros murieron casi instantáneamente por quemaduras, decapitación, destripamiento o al ser aplastados. Debido al cambio radical en presión atmosférica sus ojos fueron expulsados de sus cuencas y sus tímpanos reventaron. Termina su descripción afirmando que estos fueron los más afortunados debido a que los que fueron envenenados por la radiación padecieron dolores y destrozo de sus cuerpos por meses y años.
Preocupado que el público hiciera conexiones entre el sufrimiento de Daghlian y los cientos de miles de heridos y muertos en Japón, el general Groves, el encargado del proyecto del desarrollo de
la bomba atómica, mintió descaradamente en una vista pública ante el congreso en noviembre del 1945: afirmó que las personas expuestas a la radiación de las bombas morían “sin sufrimiento innecesario. De hecho, es una forma muy agradable de morir”.
A tenor con el pensar del general Groves de encauzar la opinión pública por la vía del consentimiento basado en la falsedad y el olvido, hoy, a 78 años del lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón, el gobierno de Estados Unidos aún no ha reconocido públicamente su responsabilidad por la crueldad y horror propagados sobre las poblaciones de esas dos ciudades, la sociedad japonesa y la humanidad. Esto a pesar de la inmensa y creciente documentación del horror y terror perpetrados por el lanzamiento de las dos bombas.
A partir del arrojo de las dos bombas y la reducción generalizada de su significado a expresiones de triunfalismo militar y superioridad cultural/tecnológica se han oído otras voces que han buscado comprender las dimensiones fratricidas y ecocidas del uso de esas armas de destrucción masiva.
Persistentes en sus esfuerzos de no perdonar ni olvidar, el coro de opositores/as comenzó tan temprano como en 1946 cuando la intelectual estadounidense, Mary MacCarthy, criticó al primer recuento periodístico del lanzamiento de las dos bombas por su enfoque estadístico para calibrar los efectos, afirmando que de lo que se trataba era de la detonación del sentido de lo moral en nuestras culturas y que en ese contexto las bombas representaban “una grieta en la historia de la humanidad”. Una década después, Jacob Bronowski, destacado matemático y filósofo, quien llegó a Japón en 1946 como parte del cuerpo militar británico encargado de evaluar los efectos del lanzamiento de las dos bombas, afirmaba que la denotación de estas bombas de destrucción masiva ha significado el “careo de la civilización con sus propias latencias…hemos cambiado la escala de nuestra indiferencia hacia el ser humano”. Probablemente por esta inquietante y obstinada contradicción entre, por un lado, el triunfalismo militar y tecnológico y, por otro lado, la necesidad de razonar moralmente ante la destrucción ocasionada por las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki es que otros dos observadores estadounidenses han afirmado que “no se puede entender el siglo XX sin Hiroshima”.
Esta afirmación de los dos observadores estadounidenses sugiere que la crueldad del lanzamiento de las dos bombas atómicas no se limita a la cantidad de personas asesinadas y heridas. Así lo afirmaron un grupo de científicos japoneses en una publicación del 1979 al indicar que el daño de las bombas atómicas es “tan complejo y extenso que no se puede reducir a una sola característica o problema. Se debe entender en la amplia interacción de la masiva pérdida física y humana, la desintegración social y el shock sicológico y espiritual que afecta a toda la sociedad” (pp. 337-8). Desde esta perspectiva, se puede afirmar que si bien los que murieron y fueron envenenados por radiación fueron víctimas inmediatas del bombardeo atómico; toda la humanidad fue y sigue estando presa por el horror/terror desenlazado por la incineración de Hiroshima y Nagasaki.
De la inmensa cantidad de artículos, libros y multimedios en que se ha buscado comprender la magnitud del crimen del lanzamiento de las bombas, hay tres categorías que particularmente me han conmovido: las que han evidenciado lo caprichoso de la lógica que culminó en el lanzamiento de las dos bombas; las que han evidenciado los esfuerzos de encubrir la magnitud del horror y terror suscitado por el lanzamiento de las dos bombas; y la literatura testimonial y de ficción generada por los sobrevivientes de las dos bombas, población de alrededor de medio millón de seres humanos a la que se ha designado con la palabra hibakusha.
Intranquilidades con la lógica militar
En marzo del 1940, se redactó el primer documento—el Memorando Frisch-Peierls—sobre la posibilidad de crear una bomba atómica. Escribiendo desde Gran Bretaña, los dos científicos exiliados de la Alemania nazi afirmaban: “No nos sentimos competentes para discutir el valor estratégico de tal bomba, pero las siguientes conclusiones parecen ciertas: 1. Como arma, la superbomba sería prácticamente irresistible…. 2. Debido a la propagación de sustancias radiactivas con el viento, la bomba probablemente no podría usarse sin matar a un gran número de civiles, lo cual podría significar que sea inadecuado que este país [refiriéndose a Gran Bretaña] la use como arma”. Con estas palabras, y sin saberlo, los dos científicos que habían huido de la persecución de los/s judíos en Alemania enmarcaban el debate estratégico-militar que se ha dado sobre el uso de la bomba atómica: por un lado, desde la lógica tecnológica-militar la bomba era (y sigue siendo) irresistible; por otro lado, desde el razonamiento moral el poder mortífero masivo de esta arma apunta hacia la prohibición de su desarrollo y uso.
Seis meses antes del informe de los dos científicos, en septiembre del 1939, el entonces presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt, hacía un señalamiento internacional sobre la inmoralidad del bombardeo masivo de civiles durante esa década en los conflictos que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial. Probablemente pensaba en el horror sufrido por las poblaciones de: Guernica y Madrid en España por los bombardeos de aviones de los gobiernos fascistas en Alemania e Italia; los pueblos y ciudades en Etiopía por el bombardeo del ejército italiano; Shanghái y Nankín en China por los bombardeos japoneses; Róterdam en Holanda y Coventry en Gran Bretaña por los bombardeos alemanes. En su recriminación internacional, Roosevelt condenaba el despiadado bombardeo de civiles ya resultaba en la muerte y herida de miles de seres humanos y señalaba que este terror masivo “enfermaba el corazón de todo hombre y mujer civilizado y profundamente conturbaba la conciencia de la humanidad”.
Historiadores, como Paul Ham, han argumentado que Truman, el presidente estadounidense que autorizó el lanzamiento de las dos bombas, estaba preso en la lógica burocrática- militar de la “irresistibilidad de la superbomba” y que por lo tanto no tenía otra alternativa que aprobar su uso. No obstante, Truman nunca se disculpó públicamente y en sus memorias aceptó que la decisión y responsabilidad eran suyas. Sin embargo, un día después de ordenar el lanzamiento de la primera bomba, él recibió un telegrama de un senador exhortándolo a tirar todas las bombas atómicas que fueran necesarias sobre Japón. Al contestar el telegrama, Truman revelaba—a través de su xenofobia—cierto remordimiento: “No puedo convencerme de que debido a que ellos [los japoneses] son unas bestias, nosotros también debemos actuar como tales”.
Eisenhower, quien sucedió a Truman en la presidencia estadounidense y quien era el máximo dirigente militar en Europa en el momento en que se planificaba el bombardeo atómico de Japón, narró en sus memorias que él se opuso firmemente. Al presentar su oposición en julio de 1945, señaló que Japón ya estaba derrotada militarmente y que por lo tanto el uso de la bomba era “totalmente innecesario”. Además, argumentó que Estados Unidos debía evitar “conmover la opinión pública mundial” porque su triunfo militar era inminente y por lo tanto el uso de la bomba no evitaría la pérdida de más vidas estadounidenses.
Intranquilidades por encubrir el horror/terror
“El mundo tomará nota de que la primera bomba se arrojó sobre Hiroshima, una base militar”. Con estas palabras difundidas por radio el 9 de agosto de 1945, Truman iniciaba la campaña del gobierno estadounidense por encubrir la atrocidad de los bombardeos atómicos. Se sabía que Hiroshima no era una base militar; que la población civil de esa ciudad era de 250, 000 habitantes y la población militar, de sólo 17,000 soldados. La enorme mayoría de muertos y heridos fueron civiles; la destrucción de hospitales y escuelas, casi total; y el daño a las instalaciones militares, mínimo.
Según se detalla en los libros Killing our own y Atomic Cover-up, miles de veteranos estadounidenses de la guerra que pasaron por Hiroshima y Nagasaki a meses de los bombardeos o por los sitios donde se experimentaba con las primeras bombas—Nuevo México y Nevada—suplicaron años más tarde por atención médica para atender síntomas de enfermedades relacionadas con radiación: leucemia, linfoma y enfermedades de la tiroides. Estas súplicas fueron ignoradas o denegadas consistentemente. Reconocerlas hubiese contribuido a revelar las tramas del encubrimiento del horror/terror de los efectos de las bombas.
Probablemente el caso más emblemático del encubrimiento del efecto de las bombas fue la censura de una exhibición planificada por el Smithsonian Institute para conmemorar el quincuagésimo aniversario del bombardeo de Hiroshima. La propuesta de la exhibición incluía presentar el Enola Gay, el avión desde el cual se lanzó la primera bomba atómica, y a su alrededor ubicar materiales y textos que permitían una exploración amplia de la decisión y los efectos mortíferos de la explosión y efectos nocivos de la radiación. Incluía, además, una presentación representativa de documentos del debate sobre la justificación o condenación del bombardeo atómico. La oposición fue masiva, comenzando por organizaciones de veteranos, los medios de comunicación y llegando hasta resoluciones de ambas cámaras del congreso oponiéndose a la exhibición por ser pro-japonesa y anti-patriótica. La censura ganó y el resultado fue que la exhibición se limitó a la presentación del avión y una grabación en audio de su tripulación describiendo la misión. La evaluación que ha hecho Greg Mitchell, autor de varios libros sobre el encubrimiento de los efectos de las bombas, sobre un filme justificando el bombardeo atómico también aplica para esta exhibición: “Dio voz al punto de vista de la bomba en sí”. En esta lógica, lo que había y hay que conmemorar no es el horror y terror sufridos por los muertos y heridos (y el resto de la humanidad empática), sino la eficiencia de la tecnología estadounidense.
Intranquilidades desde la literatura hibakusha
El punto de vista de los que sufrieron el horror, terror y crueldad de las dos bombas nucleares es precisamente la perspectiva de la literatura hibakusha. Esta literatura fue suprimida por la maquinaria de censura del gobierno militar estadounidense hasta el 1952, maquinaria que empleó a más de 6,000 personas para sofocar el contenido de periódicos, libros, revistas, correo y conversaciones telefónicas. Una dimensión de esta censura es tal vez ideológica: muchas autoras y analistas de la literatura hibakusha han señalado la enorme dificultad de expresar con palabras lo que se sentipiensa frente al terror y crueldad del lanzamiento de las bombas. A pesar de esta censura y dificultad ideológica para verbalizar el horror, para el 2003 existían, según Eiko Otake, más de 47,000 textos bajo esta clasificación. Para Ōe Kensaburō, premio nobel de literatura, la narrativa hibakusha es un medio para rebullir nuestras fuerzas creativas hacia la consideración de las condiciones fundamentales de la existencia humana tanto presentes como futuras.
A través de la literatura hibakusha, entonces, se ha buscado comprender, criticar, cuestionar, subvertir y trascender las apologías del lanzamiento de las bombas y sus efectos sobre la humanidad. Así, Kawakami Sōkun narra en el cuento Los sobrevivientes que la gente en Nagasaki no podía entender el origen ni el poder de una explosión tan masiva; pero lo que sí entendían con diafanidad era que podía ocurrir o volver a ocurrir en cualquier momento. Un personaje en la novela La facción melancólica de Kazumi Takahashi claudica ante la lógica de los vencedores: “A la historia no le importa un bledo. No importa que víctimas arrasa en su movimiento hacia adelante, se sigue moviendo para cubrir sus pérdidas. Tal vez así es que tiene que ser” (mi traducción de la cita en inglés en Writing Ground Zero de Whittier Treat). El novelista Toyoshima Yoshio propone que la literatura interpele a la ciencia sin afán de aniquilar sus significados, sino con el propósito de asimilar los logros de la ciencia en nombre de la humanidad. Inmediatamente cuestiona la concepción de humanidad de los responsables por el lanzamiento de las bombas y sus apologistas y se pregunta si esa concepción de lo humano no nos lleva hacia un abismo trágico. Las paradojas de las concepciones predominantes de la ciencia son señaladas por uno de los entrevistados en el libro Children of Hiroshima: “En la mano derecha tenemos la penicilina y estreptomicina, en la izquierda, la bomba atómica y la bomba de hidrógeno” (citado en Writing Ground Zero, p. 16).
Para muchas personas, From Trinity to Trinity es uno de los textos cumbres de la literatura hibakusha. En este texto Kyoko Hayashi, una sobreviviente de la bomba lanzada sobre Nagasaki y prominente escritora, describe su peregrinación en el 2000 a Trinity, Nueva México, el sitio donde se probó la primera bomba atómica. Narra como cuando se le ocurrió la idea de visitar a Trinity se avergonzó por su deseo profundo de dejar de pensar tanto sobre el 9 de agosto de 1945. Sin embargo, aún después de décadas, “al despertarme en ciertas mañanas, encuentro saliva manchada con sangre de mis encías. Y cada vez que esto ocurre vuelvo a pensar en ese día”. Al llegar a Trinity, le explicaron que en el día de la prueba hubo un diluvio, algo raro en Nuevo México, y le describieron la explosión. Se imaginó como la explosión quemó la lluvia, la cordillera, y todas las criaturas vivientes en el aire y la tierra. Trató de imaginarse el calor letal y extremo y sintió olas silenciosas presionando hacia ella desde el fondo de la tierra. Entendió, entonces, que antes del fratricidio el uso de la bomba atómica significó un ecocidio: Hasta que me paré en Trinity Site, había pensado que las primeras víctimas de daños nucleares en la tierra fuimos nosotros los humanos. Me equivoqué. Había víctimas más antiguas aquí. Estaban aquí, sin ser capaz de llorar o gritar. Las lágrimas llegaron a mis ojos”.