La Biblioteca Carnegie
Todo puertorriqueño que tenga alguna preocupación por la cultura ha debido sentir indignación y vergüenza al leer en los diarios que la Biblioteca Carnegie, la más importante de las bibliotecas públicas, tuvo que cerrar sus puertas por razón del mal estado del edificio: techos derrumbados, salas inundadas por la lluvia, instalaciones eléctricas en condiciones tales que ya son peligrosas… Se informa además la destrucción o el daño irreparable de colecciones valiosas de revistas y periódicos. Digo “indignación” porque es casi inconcebible que el gobierno de un país civilizado demuestre de modo tan claro su falta de interés por el centro de cultura que es la biblioteca y su falta de sentido del valor del instrumento más eficaz para impartir, divulgar y conservar el conocimiento: el libro. Digo “vergüenza” porque la apatía y el silencio de los ciudadanos y de las instituciones culturales y cívicas es inexcusable. La negligencia de los gobernantes no justifica la de los gobernados. Porque la verdad es que la actitud del gobierno no es más que el reflejo de una terrible dolencia colectiva: el menosprecio por los valores espirituales de los cuales el libro es el más alto símbolo.
Nuestra civilización vive del libro. El arte, la ciencia y la técnica perduran por el libro. Por eso un espíritu sagaz afirmó que todo lo que el hombre hace termina en libro. No hay más que imaginar lo que sería un mundo sin libros. Se aprende del libro o de los que leen libros. Ningún otro medio de comunicación puede sustituir al libro, ningún otro permite el tipo de diálogo en que se apoya el auténtico saber. El libro es la amistad compartida con espíritus de todas las lenguas, todos los países y todas las épocas. Es el medio más eficaz para promover el entendimiento entre los hombres. Por eso nada debe importar tanto a una sociedad como poner al alcance de todos sus ciudadanos la mejor colección de libros: una biblioteca.
La biblioteca pública debe verse como continuación del sistema de enseñanza pública. Hay que hacer ver al ciudadano que la biblioteca es la institución que le permite continuar educándose después de abandonar la escuela. No basta con enseñar a leer al pueblo en la escuela: hay que facilitarle también el libro para que pueda seguir haciendo uso de ese saber. El derecho a la lectura es tan importante —por ser parte del derecho a la educación— como el derecho a los servicios médicos o al seguro social. La biblioteca da y ensancha conocimientos, proporciona uno de los más loables medios de entretenimiento, colabora en la preservación del patrimonio cultural. Un país sin bibliotecas no es más que un conglomerado de gentes. La biblioteca es uno de los instrumentos imprescindibles para formar un pueblo. No disfruta de verdadera democracia la sociedad en que no se facilita a sus ciudadanos el acceso al libro, porque no puede existir la democracia sin saber y sin información.
La Biblioteca Carnegie es un donativo valioso que nuestro país no ha sabido conservar. Cuando aceptó en 1914 $100,000 de Andrew Carnegie para construir el edificio expresó su gratitud —“por haber puesto a su disposición una de las instituciones más prácticas y beneficiosas para la diseminación del saber”— y se comprometió a sostenerlo. Lo que sucede demuestra que no ha cumplido su ofrecimiento y que ha olvidado las palabras con que expresó su gratitud.
La negligencia de la Legislatura en asignar fondos para reparar el edificio y para la compra y conservación de libros es un mal ejemplo. ¿Cómo puede pedirse a nuestro pueblo que lea cuando el gobierno no demuestra tener respeto por el libro ni sentido de la función de las bibliotecas? ¿Qué celebra, cuando celebra la Semana del Bibliotecario, una sociedad que descuida y maltrata el libro?
No hace mucho que Puerto Rico donó $100,000 para contribuir a la fundación de la Biblioteca Kennedy. ¿Cómo justificar que un pueblo como el nuestro haga un donativo tan espléndido a un país grande y rico cuando no encuentra recursos para mantener con decoro sus bibliotecas públicas? Parece que la “psicología de vitrina” de que ahora padecemos nos lleva a creer que aparecer es mejor que ser, que la “imagen” de Puerto Rico en el extranjero, aunque sea falsa, importa más que la realidad que vivimos. Somos un claro y triste ejemplo de un refrán español: “Claridad de la calle y oscuridad de la casa”.
IC, Tomo V, pp. 162-164,
29 de mayo de 1965