La impotencia del Oso
Nuestra atesorada cárcel aún no ha explotado, pero ya sueltan rumores y desencantos —“me daba pavor de niño pasar por allí”, dijo el gobernador en relación a las torres —, lo que a buen entendedor le suena a profecía auto-ejecutable de segura demolición. El gobierno sabe que destruir la antigua prisión no es una idea simpática entre algunos sectores. Hasta ahora, curiosamente, había sido la Oficina Estatal de Conservación Histórica bajo el gobierno penepé quién protegió al inmueble de la implacable puerca. Del Instituto de Cultura estoy esperando el engendro demagógico en las mismas líneas del que justificó la “dermabrasión” de las murallas del Viejo San Juan en el tramo de La Fortaleza, y que ahora de seguro justificará la demolición del Oso Blanco porque ya la documentó en par de fotos y no es “única” en su estilo. A Tony García Padilla, que es el hombre detrás de la “ciudad” y las “ciencias”, no se le va a enfrentar nadie que esté convencido de que su posición y buenaventura se la debe a él. A Tony habría que explicarle lo agudamente burdo e ignorante que lo haría lucir tener esta demolición en su récord.
La estrategia del gobernador es un estudio de caso de cómo se dañan las reputaciones de los edificios para colocar como buena en la opinión pública la idea de su implosión. Aparecen términos que la prensa gustosamente amplifica: “hospitalillo”, “inestabilidad estructural” (certificada por algún ingeniero perito y militante del partido de turno), “oscuro pasado”, “estorbo público”, “foco de pestilencia y sabandijas”, o reclamar que “el nuevo uso es tan tecnológicamente avanzado” que lo que en Estados Unidos, Australia, Asia, Europa y Latinoamérica se ha hecho, reciclar estructuras antiguas, es imposible en este bendito lugar. Me recuerda el asunto de los úteros boricuas, que casi todos, inexplicablemente, requieren cesárea para dar a luz a sus criaturas, porque así lo aseguran los médicos licenciados, expertísimos todos, quién es usted y yo para cuestionarlos.
Subterfugios de todo tipo se han usado antes y aún circulan hoy para legitimar el asesinato de un inmueble valioso que antes que ser estorbo público es “estorbo” para el muy privado afán de lucro de contratistas desesperados en la Isla de inventarios de propiedades que no se venden y pérdida de población constante. Ya el clima mediático se va sazonando para que cualquiera que hable de conservar y adaptar creativamente la estructura, en sintonía con su valor histórico y arquitectónico, sea visto como el nuevo pelú y comunista en la era de la Pax Populetex. Sólo faltan que envíen a la Policía a darnos patadas.
Tengo algún peritaje en esto de luchar contra las ansias implotadoras de administraciones de gobierno. De hecho, antes que cualquier lector, colega carne e’ puerco o enemigo de Facebook me llamara estridente, fue Marcos Rodríguez Ema quien acuñó la expresión “vociferante” para hablar de mi colega, el arquitecto Miguel Szendrey Ramos, este agitador y el grupo de arquitectos y ciudadanos que desde el Colegio de Arquitectos, con la presidencia de Yiries Saad dando espacio para ello, elevamos el issue del Hotel La Concha a causa nacional de protección de patrimonio edificado. En esa ocasión, Rodríguez Ema decía que el estilo internacional en su versión tardía, según lo encarna La Concha, era un error histórico. “Adefesio”, le llamó, monumento a la banalidad de toda una era, cuando medio mundo en el mundillo de la arquitectura sabía que el tipo caminaba en territorio “clueless”, y que esta vez no podíamos esperar a que la moda de Miami, que ya atesoraba estos edificios desde los tardíos ochenta, llegara aquí veinte años más tarde, cuando ya no quedara en sitio ninguna pieza modernista que atesorar.
Diecisiete años más tarde resulta obvio que La Concha, en su icónica simplicidad, y con una buena mano restauradora, es un ejemplo majestuoso de su época. Rodríguez Ema, contrariamente, proponía sustituirlo con una versión de tejas de plástico y estucados pre-manufacturados, en armonía con el “Spanish Revival” de una sucursal de Pollo Tropical, o cualquier otra cosa de la familia del rústico-mejicano con el cual probablemente Marcos decoraba su casa en esa época. Se decía que los inversionistas que entonces cortejaban al gobierno para re-desarrollar el que entonces era conocido como el Condado Trio defendían las líneas “mediterráneas” como la respuesta natural para lugares cuyas temperaturas se disparan sobre los 70 grados. El argumento perfectamente racional de entonces era que el turista quería exponerse a una latinidad mítica y desvestida de cualquier resquicio de peligrosidad. La Concha, pera ellos, era cualquier cosa menos eso. “Parece un hospital”, llegaron a decir.
Ya sea por oportunismo político o convicción, la administración municipal de Sila Calderón en San Juan demandó al gobierno central a nombre de la comunidad de Condado, y prevaleció en su reclamo. Luego, lamentablemente, la rehabilitación quitó a unos buscones para poner a otros a desarrollar la propiedad, situación que ha sido el pan con mantequilla de la historia política de este territorio; unos se van y otros vienen, pero los modos de operar permanecen inalterados. Al menos se salvó La Concha, y vivió lo suficiente como para convertirse en antro coquero, fungir de sede para uno que otro asesinato, ser objeto de extorsión del gobierno a través de los préstamos que empujaba la Compañía de Turismo y el BGF, y terminar siendo vendida a precio de arenque a uno de los más famosos “carpet baggers” que jamás haya llegado a estas tierras (descontando a Laurance Rockefeller), el fenomenal John Paulson.
La razón por la que doy toda esta vuelta en el vecindario de las memorias recientes, es para plantar la causa a favor de la conservación y adaptación del antiguo presidio del Oso Blanco, cuyas torres de vigilancia despiertan ansiedades fálicas en nuestro gobernador, y claro, presumo que nos referimos al celo amenazante del falo institucional. Yo comprendo su temor.
Retomar en unas pocas líneas el asunto de la conservación arquitectónica desde la sucesivas imaginaciones de las administraciones populares, y sus siempre cargadas agendas culturales, es una manera de registrar la clarísima involución de su pensamiento político, lo cual pide que seamos los ciudadanos quienes hoy tomemos acción, una vez más, si es que nos interesa salvar los pedazos de Puerto Rico que, a pesar de sus tristes matices, son parte del paquete definitorio de la estética de este contradictorio lugar.
1. Pasado vs. Futuro
Exhortar a que seamos los ciudadanos quienes nos involucremos, guerilla style, en un movimiento de conservación arquitectónica no es otra cosa que volver a las raíces del campo que, contrario a la opinión prevaleciente, no surgió de la mano de arquitectos y peritos, sino de la indignación de comunidades heterogéneas siendo testigos de la destrucción de sus vecindarios bajo las operaciones de “urban renewal” que desde mediados del siglo pasado, hasta los otros días, asesinaron barrios enteros en un “re-enactment” aún más violento de las movidas del Barón Haussmann en el París de mediados del diecinueve. En ambos casos, París y la “renovación urbana”, los arquitectos no fungieron como aliados del público, sino que presentaron la peor cara de su arrogancia pingona e insolidaria. Entre ese grupo diverso de guerilleros urbanos luchando contra el Goliat estatal y los arquitectos que los legitimaban con teorías científicas y “certezas empíricas”, se destacó la presencia protagónica de legendarias mujeres, en una interesante rearticulación del género donde la mujer salió de la casa para reclamar la calle, su calle. Ya es tópico, pero siempre resulta interesante volver a la mítica figura de Jane Jacobs en Manhattan, cuya defensa del tejido urbano y de los hitos protagonistas de la memoria de la ciudad, así como de la filigrana de pequeños negocios que forma la cotidianidad de un vecindario, tiene visos de gran fábula cinematográfica por su enfrentamiento al ultra-poderoso Robert Moses, quien partió barrios enteros con complejos de edificios y autopistas de ocho carriles, haciendo honor al Moisés partidor de mares de su apellido.
En Savannah, Georgia, se registra otro de los momentos fundacionales del movimiento de la conservación por parte de doñitas who lunch que se empantalonaron contra la progresiva destrucción del extraordinario centro histórico, único en el sur norteamericano, y hoy felizmente preservado (aunque embalsamado) gracias a lo mucho que jodieron las señoras.
Aunque mucho ha llovido desde estas movidas de hace cincuenta años, y reconociendo que desde finales de los sesenta surgieron entre los arquitectos prominentes voces que defenderían la apreciación de pre-existencias históricas al punto de llevarlo al extremo, sobretodo en Estados Unidos, con el dogma del no-me-toques-ni-un-pelo, hoy volvemos a enfrentar la amenaza miope de hombres de estado y la tímida oposición del gremio de los arquitectos. Es obvio que la gente va a tener que volver a tirarse a la calle. Me pregunto si es viable imaginar hoy algo como el Nueva York de Jane Jacobs, donde beatniks, mafuteros, poetas rabiosos, bohemios, minorías raciales, comunistas y doñitas rebeldes y hartas de vivir encasilladas desafiaron a los poderosos de su tiempo, según el mito fundacional de la conservación arquitectónica.
Un inconveniente al intentar prender la mecha disidente, en el caso del Oso Blanco, es el hecho de que el histórico inmueble no forma parte de un vecindario; no hay comunidades aledañas que profesen una relación de pertenencia al hito. Otras estrategias de re-apego tendrían que surgir, quizás a partir del valor y peso de todo lo que ocurrió allí, si el fin es articular efectivamente un movimiento contra los planes del gobierno, que ya entró en la fase de duérmete-nene-que-yo-te-cojo-de-vuelta (lo mismo que hacen con la UPR). El gobernador no espera que los peritos le digan qué hacer con el inmueble; la decisión está tomada, y lo que esperan es la ratificación de alegados expertos que dirán lo que su cliente quiere escuchar. Nada que no hayamos experimentado antes cuando eran los penepés contra La Concha.
Es un buen momento para retomar el asunto de la conservación arquitectónica y sus múltiples vertientes porque, afortunadamente, ahora que los arquitectos se han dedicado a hacer dinero y han dejado a un lado el activismo y las teorizaciones, otros campos del conocimiento han venido a traer valiosas aportaciones, más allá del aburrido tema del objeto arquitectónico y las tecnologías de materiales. Hoy se habla de la construcción participativa de la memoria, se denuncian las maromas ideológicas que han monopolizado las narrativas históricas, se teorizan estrategias de reparación a grupos olvidados o borrados de la historia, se conciben nuevas maneras de abordar los pasados sórdidos, se demanda la democratización del recuerdo, y un largo etcétera.
El Oso Blanco, aparte de lo que muchos consideramos como elegante mezcla de estilos, desde un revivalismo de múltiples mediterraneidades a indicios del Art Deco, hermosos juegos de escala, patrones ornamentales, etc., hay asuntos de su famosa clientela, entre notorios criminales, gangas y presos políticos, que hoy vemos de maneras mucho más generosas de lo que lo hicieron los encuadres muñocistas, y que son parte importante de nuestra complicada historia. A lo mejor usted no tiene o tuvo familiares convictos, pero para un amplio sector de nuestra ciudadanía que si los tiene o ha tenido, este sitio es un monumento al sufrimiento, a los aciertos, pero más que nada, desaciertos de la filosofía de crimen y castigo desde el mollero estatal. Borrar todo eso, de un puercazo mecánico o implosión de dinamita, a favor de causas simpáticas — “la cura del cáncer” — es quizás una pérdida aún mayor que la gracia estilizada del inmueble, que ya de por sí, los que sabemos del asunto, defendemos.
No me meto en el tema del cuerpo y la cura como industria en un capitalismo volcado a la biología con el fin de inventar nuevas mercancías y negocios patologizadores. Pero los que sí manejan el tema, tendrían que denunciar que es en el País con deficientes servicios de salud, y una demografía que envejece, donde pretenden ahora poner millones de dólares en centros de investigación y facilidades cuyos dividendos no percolan en el resto del tejido social. Aquí nadie se llame a engaño, estamos hablando de un negocio redondo que tiene que ver más con la actividad de bienes raíces, acceso a potes de fondos y financiación, y menos con la producción de un bien de salud pública. Basta escuchar las arengas de economías de conocimiento, hoy debidamente desacreditadas desde enfoques multidisciplinarios, para saber que tanto discurso de venta hiperbólico anuncia escenarios de tumbe.
Quisiera escuchar a médicos con conciencia social sumándose a este debate. Quiénes hoy sí se expresan, y las retóricas que utilizan, muy lamentablemente, no tienen a la salud como principal propósito, sino al negocio. Mezclar a la UPR, el complejo farmacéutico, y el Recinto de Ciencias Médicas, no debe presumirse como un junte de intereses honorables. Aunque hay gente honesta adentro, lo sabemos, ya es de conocimiento público la plaga de malversadores y encubridores, (¿ya olvidamos el escándalo de la NSF?), más todos los que permiten el robo en silencio desde el confort enajenante de sus laboratorios.
El País ha visto suficiente para permitirse ser persuadido por ventas políticas de ciencia, salud y nueva construcción sin mostrarse escéptico. De entrada, no tengo por qué descartar que la demolición, antes que ser una necesidad apremiante, responde a un acomodo irrazonable del tipo de “el ‘grant’ federal sólo me da dinero para demoler siempre y cuando pruebe que la estructura es inestable o constituye amenaza a la salud”, en cuyo caso se mueve cielo y tierra para manufacturar la evidencia que así lo demuestre. Como sabemos, existen fondos federales para muchísimas cosas, pero lo que los federales no necesariamente proveen, es la visión particular de qué es lo que se quiere hacer. Para eso, se necesita un gobierno con mente clara, algo que juntillas de abogados y médicos embobados con un nuevo juguete, y con pésimo historial administrativo, son incapaces de aportar. Nadie olvide el eterno estado de crisis del Centro Médico, los malabares del Hospital Oncológico que apenas puede subsistir, las acreditaciones perdidas en la Facultad de Ciencias Médicas por actuaciones negligentes y falta de visión. Y ni hablar de la cantidad de investigadores científicos que antes que sentirse incubados por la institución universitaria, sienten que tienen que protegerse de sus malos manejos y arbitrariedad administrativa.
En el embeleco de La Ciudad de las Ciencias y el Oso Blanco el futuro quiere antagonizarse con el pasado, el uno se representa como impedimento del otro, un recurso hasta ahora identificado con administraciones penepés. Es por ello que quiero mirar atrás, como movida final, para observar en qué momento se produce esta mutación en el verbo proselitista del Partido Popular. Lo haré repasando su pasado reciente de proyectos emblemáticos de conservación arquitectónica.
2. Populares, populismo y preservación
El uso propagandístico de la conservación arquitectónica ha sido tan esencial al arsenal del Partido Popular como lo es el acceso a fondos federales dentro del proselitismo penepé. En el supuesto antagonismo entre el progreso moscosista y el costumbrismo a la Alegría, se gestaba más que nada una alianza fatal entre dos imaginarios ideológicos. Las certezas identitarias que la modernidad de Teodoro Moscoso borraba, las mitigaba Ricardo con exceso de historia e historicidad. Todavía en el 2002 uno podía escuchar a Alegría presentar como logro sus falsificaciones de historia en el Viejo San Juan, sin vergüenza alguna o refutación gremial. Tal era su estatus de vaca sagrada. Re-hispanizar al casco antiguo, borrando elementos de eclecticismo decimonónico que desviaran la atención, era a grandes rasgos la agenda ricardista. El hombre no tanto rescató al Viejo San Juan, sino que lo re-imaginó e intervino físicamente para alinearlo a su imaginación como buen discípulo de Viollet-le-Duc. Sospecho que sus movidas en la arqueología, por más “fundacionales” que hayan sido para el campo a nivel local, tienen el mismo defecto de fábrica.
Con Don Ricardo, el uso y abuso de la historia para subsanar los déficit políticos (y democráticos) de la fórmula estadolibrista, se fijó en el argot de programas de gobierno y herramientas de recapitalización ideológica del partido. La segunda venida de Rafael Hernández Colón al poder, en tiempos de mayor capacidad económica (o margen prestatario según hemos ido descubriendo) permitió catapultar la conservación arquitectónica como fenómeno de masas, apoyado en el ahora omnipresente neo-historicismo que el mercadeo posmoderno sembró en el gusto popular. Esos ocho años de la vuelta al rafaelismo vieron el fenómeno de “Ponce en marcha” con el embalsamamiento del centro urbano, mirando más a la forma que a la re-programación de las antiguas ruinas; se produjo la restauración del Barrio Ballajá a tiempo para las grandes celebraciones del 1992 y los quinientos años de sabrá Dios qué; y se creó dentro del gobierno una unidad de monitoreo de asuntos de patrimonio como extensión del modelo federal pero respondiendo al brazo ejecutivo en la Oficina Estatal de Conservación Histórica. Campañas del Banco Popular en preparación a sus 100 años de vida también apoyaron el mensaje neo-nacionalista que ampliaba la marca de puertorriqueñidad sin alterar la fórmula original de subordinación política.
Por más críticas que puedan hacérsele al proyecto de Ricardo Alegría en San Juan, al menos había una conciencia de los aspectos programáticos y administrativos que necesitaba cualquier ciudad aspirante a conservar su pasado mientras respira en atmósferas de futuro. La agenda de conservación rafaelista, aunque contaba con mejores tecnólogos de la forma conservada, carecía de sofisticación, del tipo que busca eslabonar los ejercicios de rescate de la forma a un modelo productivo de verdadera re-vitalización del patrimonio restaurado. Todo era museo y museificación, edificios elegantes pero vacíos, forma sin contenido.
El rossellismo se instaló en el fracaso de estos ocho años de pasión de historia, promoviendo al candidato joven contra la anquilosada hija del patriarca. El mito progresista de Rosselló aún subsiste hoy, y se renueva en las pieles de acero inoxidable del Tren Urbano, o en las transparencias y fulgores benjaminianos del Centro de Convenciones de Isla Grande. Rosselló se dio a conocer a través de las implosiones antes que las restauraciones como gran paladín del futuro (asunto que su hijo, Ricky, incorpora a su propia marca). Aún en los momentos donde no le quedaba más remedio que intervenir la forma histórica, como fue el caso del Museo de Arte de Puerto Rico en el Antiguo Hospital Municipal en Santurce, el caparazón histórico se reconstituyó como umbral del futuro, antes que restitución del pasado. La construcción de un anexo trasero, mucho más interesado en su relación con el jardín rescatado que en negociar un pasado que en definitiva quiere ser enterrado, repite ese mismo romance con el futuro que es la marca original del rossellismo. Así mismo la restauración de la Antigua Escuela Labra se pautó para servir de sede de un Museo de la Transportación, cuyos fondos federales vinieron de la Autoridad de Carreteras cuando ésta era rica o creía serlo por el acceso al crédito. La historia era aquí un pretexto para promover un punto de inflexión en el curso definitivo hacia el futuro, cosa que representaba la restitución del tren, sin nostalgia pero con mucho sabor de ciencia ficción. Todo de la mano del Súper Secretario de Transportación y Obras Públicas, Carlos Pesquera.
Al final, Sila abortó el proyecto del Museo de la Transportación a favor del Museo de Arte Contemporáneo, más por accidente histórico — una petición de una amiga en el momento adecuado — que por desinterés en el tema del futuro y la transportación como punta de lanza de su agenda política. En el Departamento de Transportación y Obras Públicas la historia fue otra. Mucho les dolió a los ingenieros del DTOP abandonar el proyecto de Pesquera. Los ingenieros primero eran ingenieros antes que populares.
La fuerza de ese mensaje de futuro erradicador de pasados se asentó en la mente del votante, incluso entre generaciones que uno tiende a asociar más con la vocación nostálgica. A Sila Calderón se le hizo muy difícil insertar su obra en esa dicotomía tan aguda entre pasado y futuro. Su interés en rescatar centros urbanos no tuvo el impacto que intentó tener. Tampoco quiso Sila montarse sobre la obra rossellista que a ella le tocó materializar, porque muchos olvidan que gran parte de la obra de Rosselló en realidad la construyó Sila.
La llegada definitiva del neoliberalismo y las reconfiguraciones de las prácticas financieras del País se dieron en sus versiones más crudas y de menor sofisticación. Eso quiere decir que en lugar de aprovechar las nuevas pasiones de historia que el hipsterismo introducía en nuevas generaciones de consumidores para rehabilitar pedazos de ciudad, y de paso relocalizar la pobreza a periferias donde quedara debidamente invisibilizada, como ocurrió en otras ciudades, aquí se impuso una geografía neoliberal de mega-proyectos a partir de tabulas rasas casi tan agresivas como las que vieron aquellas comunidades niuyorquinas que protagonizaron los primeros días del movimiento de la conservación histórica como lo conocemos hoy. Así desapareció Isla Grande, y hermosas construcciones de acero en lo que antes fue el Puerto de San Juan.
Lo importante a resaltar aquí es cómo de Rosselló en adelante, los dos partidos políticos parecieron darle continuidad, antes que alterar, el rumbo de sus urbanismos neoliberales, y que hoy les une un mismo desprecio hacia cualquier forma de pasado histórico que se plantee como obstáculo del futuro. Sé que en el debate público se repite la cantaleta de que no hay continuidad en el gobierno entre una administración y otra, pero los que vemos estos temas desde las evidencias de sus agendas en pro o contra de la conservación, en pro o en contra del rescate de la ciudad y protección del ambiente, en pro o en contra del desarrollo social desde las redes urbanas de convivencia y comunidad, concluimos que pese a cosméticas diferencias, hace rato que estos dos partidos, y su tecnocracia de niñatos de Ivy Leagues y secundarias de Guaynabo City, son parte de un mismo cuerpo de baile en perfecta sintonía neoliberal.
La ambivalencia de Sila con respecto a su posición entre el futuro y el pasado, que se traduce en un vacío de dirección, fue llenado por otros elementos del Partido Popular congregados bajo la figura de Antonio García Padilla al frente de la UPR. Esta cepa popular comenzó a heredar el poder tan pronto Aníbal llegó a la gobernación; con Alejandro la operación se completa, pero justo cuando menos recursos económicos tiene el gobierno. Se podrán imaginar la desesperación que vive esta gente.
Con Aníbal instalado en el poder, y ahora el príncipe Alejandro, la visión acrítica de gobierno que representa Tony, macabramente entregada a imaginarios de progreso neo-liberal, siguiendo una línea más moscosista que muñocista, para decirlo en argot populete, no tiene enemigos naturales que enfrentar. Al contrario, esta visión que imperializa una universidad a la medida de los intereses del mercado, y reduce las humanidades y las ciencias sociales a mascotas que traen colorido institucional, pone a penepés y populares a comer en un mismo banquete y desde la misma mesa. Para todos aquellos que se llenan la boca hablando de consensos, sepan que ya ese imaginado Edén de convivencia existe entre nosotros. La Ciudad de las Ciencias es perfecto símbolo de la convergencia de poderes y agendas. Destruir el presidio, viejo baluarte de una historia con la que los nuevos populares se sienten tan incómodos como sus colegas neoliberales del penepé, es ratificar la seriedad del consenso al que han llegado. Con esa demolición, como antes también ocurrió con la venta del aeropuerto con nombre de antiguo caudillo popular, los nuevos populares le guiñan el ojo a los viejos penepés, en un hacer las paces que contradice toda representación de antagonismo que para nosotros y para las gradas pautan.
Con los dos partidos mayoritarios alineados en una misma agenda erradicadora de cualquier obstáculo en el camino a la desposesión de la que se hacen sicarios, el Oso Blanco queda sin padre adoptivo en ninguna de las colectividades políticas. Se hace ver que Luis Fortuño detuvo el avance de la Ciudad de las Ciencias. En privado, sin embargo, hay más alianzas que proyectos de oposición. Y el punto, si alguno, para nosotros, es que ninguna defensa vendrá del interior de los partidos a favor del recurso patrimonial, edificado o natural, ni siquiera esperen posturas negociadoras entre pasado y futuro, aquí se impone una visión radicalmente enemiga de cualquier ámbito de co-existencia. No es el Oso Blanco lo que se enfrenta aquí, esta causa es tan sólo el indicador más reciente, lo que enfrentamos ahora mismo es el divorcio entre el gobierno y los intereses del País. La historia no es mercancía viable en el esquema de enriquecimiento rápido que los Paulson de la vida proponen; la venta que los dos gobiernos le hacen a esta gente es que aquí se puede, y tal y como lo hizo Fortuño, esta administración va a desregular cualquier escollo legal o ciudadano que nuble ese mensaje de un lugar donde el dinero fluye y rebota con dividendos. Las Ciudad de las Ciencias es el último gran esquema necesario para ese libre fluir, porque ya los otros esquemas están llegando a su tope de posibilidad.
Si a usted no lo mueve la conservación arquitectónica, y es menos receptivo a atesorar ruinas o encariñarse con la idea de darles una segunda oportunidad con un programa vivo, no otro museo enclenque, quizás lo mueva el acabar de convencerse que cualquiera de los dos partidos de mayoría por los cuales usted ha votado nunca tuvieron la intención de representarlo. Y ese “nunca” hoy se alimenta de un votante cada vez más apático hacia la realidad material de su país, sus ciudades, sus paisajes, sus terrenos agrícolas, sus reservas de agua, porque anda demasiado ocupado salvándose para siquiera imaginarse salvando al lugar.
La impotencia del Oso Blanco es la de todo aquel que cede a la apatía o al apologismo. Demasiadas justificaciones, demasiada ignorancia, ya no del líder, sino de todos los que han convertido la frustración en costumbre, y la inacción en proyecto de vida.