La mesa del Obispo de San Juan: Enigmas culinarios en los siglos XVI y XVII
Que, aunque pobremente, la mesa es siempre de obispo…
Fray Damián López de Haro, 1644
La Academia Puertorriqueña de la Historia recuerda al académico y querido amigo, doctor Cruz Ortiz Cuadra, recientemente fallecido, con un texto en el que despliega sus dotes de investigador y narrador de nuestra historia culinaria.
De Sevilla a San Juan: el arribo de Alonso Manso
Era la Navidad de 1512. Si los registros de la Real Hacienda son correctos, fue el veinticinco de diciembre del propio año que arribó a las playas de San Juan el salmantino Alonso Manso, primer obispo católico de un mundo extraño que Occidente apenas comenzaba a descubrir y a describir. El sevillano Lope Sánchez, natural de Triana, capitaneó la nao San Francisco que lo trajo.
Además de la dignidad eclesiástica, treinta pasajeros – muchos de ellos parte de su séquito- realizaron la travesía en una nave repleta de piezas íntimas liadas de la mejor forma. Camisas, paños de tocar, paños de narices, almohadas, sobre pellizas, catorce pares de alpargatas. Maletones que encerraban ovillos de hilo y jubones de estameña, serones que guardaban cosas tan dispares como tijeras de sastre, alforjas y guadameciles, arcas llenas de herraduras para mulas, clavos de torno, formones, gatos para herradas, taladros y martillos.
En otra arca viajó un ornamento pontifical para decir misa que el oficial de la aduana no pudo describir. Pero sí registró el arribo de una caja enforrada de verde y colorado en que venían una imagen de Nuestra Señora, una caja con un Jesús, un crucifijo, y una imagen de Nuestra Señora chiquita. Se consignó el arribo también de doscientos treinta libros para estudio, dos volúmenes de iglesia semanal y dominical, un salterio y passio Mariae, los textos de cánones en tres volúmenes, un obra de Virgilio, un vocabulario, unos libros de oraciones y unos evangelios y epístolas. La biblioteca de Manso también cruzó el Océano entre un sinfín de otros mantenimientos que servirían para hacer las Indias. Quintana, paje de su señoría, trajo una vihuela.
Otro enigma de partida ¿qué comer en la Indias?
Claro que tomar la decisión de hacer las Indias – o de hacerse en las Indias – fue para los migrantes una reflexión que proponía varias incertidumbres. La temeridad más templada y el más aventurero espíritu debieron preguntarse al momento de partir, entre otras muchas interrogantes, las siguientes. ¿Cómo cubrir el cuerpo en un nuevo clima? ¿Permitirá la geografía de arribo levantar una arquitectura doméstica o institucional con las herramientas que llevamos y los diseños que pensamos? ¿Dónde y cómo diseminar el mensaje eclesial? ¿Podrán entender los indios? ¿Cómo guerrean? ¿De qué color es el paisaje?
Entre todos estos enigmas, ciertamente hubo uno cuyas expectativas de solución en las Indias debió generar la mayor de las incertidumbres al momento de partir: ¿Qué habremos de comer? Más aún ¿cómo sostenernos avituallados al cabo de los primeros meses posteriores al arribo? ¿Qué comer en una geografía extraña, cuya agricultura alimentaria me la han descrito confusa
y sospechosa, muchas veces en el contexto de narraciones míticas y fabulosas?
Con más agudeza que ninguna otra, la interrogante sobre qué comer debió acuciar las mentes de aquellos que, como Alonso Manso, estaban acostumbrados a gobernar sus mesas siguiendo una ideología nutritiva según la cual la dieta de cada cual debía modelarse de acuerdo a su calidad social.
En esta ideología, que maduró en Europa entre los siglos 14 y 16, los alimentos tenían su comiente, y su ingestión no necesariamente dependía de las disponibilidades, la riqueza o la pobreza, sino más bien de ciertas cualidades y virtudes inherentes a los alimentos según una jerarquía simbólica figurada por el saber médico, botánico y agronómico. Esas cualidades, entonces, debían corresponder a las cualidades sociales de los individuos.
La carne de caza – especialmente las aves -, los asados, las especias, el azúcar, las frutas frescas, las confituras, las conservas y los vinos, se consideraban como alimentos para las clases nobles y aristocráticas.
El ajo, las cebollas, las legumbres, los puerros, la cerveza, el tocino y los potajes, se entendían como apropiados para las clases campesinas y populares.
Para los pobres, los miserables y los enfermos de las ciudades, los vinos agrios, el queso rancio, las frutas descompuestas y el pan viejo, muchas veces decomisados a taberneros, panaderos, tablajeros y ventorrilleros inescrupulosos.
Comer bien o mal, pues, no era un simple suceso atado a la abundancia o a la escasez. Incluso, como señala el historiador italiano Massimo Montanari, existía un postulado ontológico según el cual la forma de alimentarse era una característica intrínseca individual tan básica (y para las clases dirigentes, inalterable) como lo era la posición social. De igual modo se entendían las maneras de sentarse a comer, el avituallamiento de la mesa y la batería de cocina. Al momento de partir hacia el Nuevo Mundo era lógico en aquella época que en las naves también se montaran equipajes que coincidieran lo más posible con esa visión de mundo. Posiblemente a ello se deba la calidad del equipaje alimentario, el servicio de mesa y los utensilios de cocina consignados al obispo Manso en su primer viaje a las Antillas.
La mesa migrante
Entonces ¿qué trajo el prelado salmantino para reproducir su mesa obispal? He aquí
el equipaje alimentario. Para beber, cuatro pipas y cuarto de vino; derivados de leche, un costal con veintidós quesos; aceitunas de verdeo, cuatro barriles; frutos secos, media fanega de almendras; cereales, seis pipas de harina de trigo. También, diez botijas de aceite, producto oleoso usado entonces no solo para sazonar sino para freír en los días de guardar; Grasos y realzadores de sabor, cinco tocinos y seis botijas de vinagre.
A primera vista, estos recursos de región, algunos comunes a muchas dietas castellanas y andaluzas del siglo XVI pueden hacernos pensar que no había diferencias
tajantes con los equipajes alimentarios de otros migrantes de menor clase que también se registran en las aduanas de San Germán y San Juan durante la misma época. Pero la clave diferencial en el cargamento alimentario de Manso está en la cantidad de los alimentos más privilegiados: endulzantes, seis potes de azúcar rosada y un pote de miel; conservas, siete cajas de membrillo; frutas cítricas, dos potes de limones; confituras, dos cajas.
Finalmente, las que marcaban definitivamente la oposición entre la mesa de ricos y la mesa de pobres: las especias. Alonso Manso trajo media libra de clavos, media de canela, media de pimienta y media de azafrán.
¿Y qué de la batería de cocina? Dos asadores y unas tenazas de fuego; una caldera de cobre y dos ollas, un cazo de cobre. También cuatro sartenes, – dos de cobre y dos de hierro -. Sobre la vajilla de mesa, el enumerador de la Real Hacienda anotó lo siguiente: un tenedor de plata – que, dicho sea de paso, por esa época fue un instrumento que marcó la evolución y las diferencias en las maneras de comer en la mesa, al sustituir a las manos como trinchantes -; una docena de platos, ochenta escudillas de falda, cuarenta escudillas de oreja, media docena de salseras, tres saleros, un jarro de plata, dos tazas de cobre, tres cajas de cuchillos de mesa, dos pares de manteles alemanescos, un plato grande de cobre y alambre y veinticuatro pañezuelos de mesa.
Las respuestas al enigma alimentario
Ahora bien. ¿Qué pasaba al cabo de un tiempo, cuando se agotaban los equipajes
alimentarios de región, fijos en los paladares y los gustos de los arribados? En noviembre de 1513 regresó de Sevilla el mismo navío San Francisco, consignando para el prelado dos arrobas de arroz (50 libras), dos tocinos, cuatro arrobas de vinagre (64 litros), cuatro arrobas de aceite, media arroba de almendras, media libra de clavos, media libra de pimienta y media de canela.
El ansiado aceite de oliva
Sin duda, los que podían y tenían recursos como Manso se encargaban de avituallarse nuevamente.
Esperando la nao de Sevilla…
Pero incluso entre el séquito de Manso ¿qué pasaba cuando los arribos sevillanos se hacían infrecuentes, o se agotaban en el comercio local, o simple y llanamente no llegaban? Aun siendo omnívoros, y aún sabidas las experiencias de los conquistadores más antiguos y temerarios, entre el personal de Manso debió haber momentos de rechazo hacia los alimentos indígenas y, consecuentemente, temor al hambre. Bartolomé de las Casas recuerda que, en un momento de la conquista, debido a que la gente no podía comer aún los bastimentos de la tierra, “gastábase mucho pan y vino “, y recuerda también que “acaecía purgarse cinco con un huevo de gallina y una caldera de cocidos garbanzos”.
Sean o no exageraciones las del fraile sevillano, lo cierto es que en medio de una agricultura indígena extraña y misteriosa – y para dignidades como Alonso Manso, cualitativamente inferior – hubo que buscar alternativas. Obviamente una respuesta fue asegurar la crianza y diseminación del cerdo, del cual ya venían elaborando tocinos los arribados antes de Manso. Trescientos ochenta y tres puercos llegaron a San Juan entre febrero y junio de 1513. Otra, sembrar para cosechar. Entre los baúles de Manso se consigna “un fardelico de sementeras” ¿Pero sembrar para reproducir qué? ¿Un paisaje agrícola alimentario similar al europeo? ¿Olivos, parras para vino y pasas, trigo para pan blanco, membrillo, almendros?
Gonzalo Fernández de Oviedo, en la misma escala social que Manso y con un
itinerario indiano muy parecido al del obispo salmantino, recuerda las turbaciones de los
conquistadores al observar que muchos de los frutos que trajeron de Castilla “prendían
por maravilla, pero si prendían, no llevaban fruto alguno, sino hojas”. Tal es el caso de la palma datilera y la uva. Oviedo experimentó algo similar al tratar de germinar frutas – “yo he traído cuescos de duraznos, y de melocotones y albérchigos de Toledo, y ciruelas de fraile, y de guindas y cerezas, y piñones, y todos estos cuescos he hecho sembrar en diversas partes y heredades. Ninguno de todos ha prendido.”– Como muchas otras cosas en la historia, ciertamente nunca se podrá saber la respuesta exacta de Manso y de su séquito para ajustar su mesa a las circunstancias, pero un primer paso hacia los alimentos indígenas tuvo que dar.
Sabidas son las suertes que el Cabildo eclesiástico le echó a los santos durante la primera estancia del salmantino, – saliendo siempre San Saturnino -, para aplacar la plaga de hormigas y gusanos que entre 1513 y 1514 acechó a la yuca, raíz indígena la cual, por poder convertirse en pan, aprendieron a comer los recién llegados ante el riesgo de morir de hambre. Hacia 1514 ese paso hacia la yuca lo reconocía y lo encomiaba el rey Fernando al escribir a los oficiales en San Juan que “bien hacéis en avisar de los 19,000 montones de mantenimiento que habéis mandado plantar, además de los 50,000 que había”. Y aconsejaba inmediatamente: “cuidad que se abonen los 30,000 que ha perdido el gusano”. Luego de la partida de Manso y su posterior regreso en 1519 – y hasta su muerte en 1539 – es posible que su mesa empezara a colmarse de aquellos frutos que la agricultura taína, y la nueva experiencia agrícola, comenzaban a acreditar.
La transformación de la mesa… pero la continuidad de las jerarquías
Tres cultivos extraños se ajustaron finalmente a la ecología tropical: el banano, el ñame y el arroz. La agricultura de este último era ya conocida en algunas regiones ibéricas y africanas, así que su instalación se facilitará acá en los humedales de la costa. También su consumo era habitual. Así que su comparecencia en las mesas más altas no sería objeto de miramientos gastronómicos. De los otros dos, el banano empezará a comerse, pero a tientas, con esa circunspección que caracteriza todo acercamiento a lo desconocido: “Nunca he oído decir que hiciese mal a ninguno” comentaba Oviedo al referirse a las virtudes del plátano, arribado en 1516.
A la larga, la adaptación natural al clima y a los suelos antillanos, la germinación casi espontánea y pródiga de sus hijos, el reconocimiento de su versatilidad culinaria, y con esa predisposición humana a lo dulce, el plátano será la fruta más generosa de todo el Caribe. Su presencia transitará por las mesas de todas las clases, etnias y razas. “Es una muy gentil fruta”- escribía en su diario Fray Tomás de la Torres sobre el plátano en 1544, cuando recaló su flota en San Juan y en San Germán-. Y continuaba, “cruda, asada, en cazuela, guisada, como quiera; estos, pasados, son como muy gentiles higos”. Algo similar sucederá con la batata, de la cual en un momento dado se referirán a ella como manjar, algo que era reservado para exquisiteces.
Con el ñame será otra cosa. Junto a alimentos originarios como el maíz (que en un principio se pensó como alimento propio para caballos y no para humanos ), a la yautía ( cuya carne tuvo más aceptación que sus hojas, que eran apreciadas por los taínos ), y el cazabe ( que aunque salvador de hambrunas siempre se estimó de calidad inferior entre los recién llegados ) el ñame pugnó entre aversiones gustativas y jerarquías sociales preconcebidas: “vino con esta mala casta de negros y es provechosa y buen mantenimiento para los negros” precisaba Oviedo. Finalmente, como sucedió con otros alimentos originarios, comenzó a comerse, pero como mal menor.
Andando el tiempo, por circunstancias mercantiles – en un momento la infrecuencia de las flotas hizo declarar a un funcionario del cabildo de San Juan que “a veces ha acontecido no haber harina para ostias ni vino para consagrar” -, y por cualidades ecológicas, la mesa de otros obispos recién llegados debió cobrar un fuerte sabor tropical, tal y como debió haber sucedido con la de Manso en la última etapa de su vida. Las aceitunas, las uvas, las almendras, el membrillo, el vino y la harina de trigo, incluso las macarelas, las sardinas y otras salazones que fueron frecuentes al principio, debieron convertirse en alimentos ocasionales y festivos, objeto de diversas especulaciones cuando arribaban las flotas.
Pero si acá no pudo reproducirse una agricultura alimentaria que colmara las exigencias de los prelados acostumbrados a ciertos tipos de alimentos (a excepción de la carne), las jerarquías alimentarias siempre se pusieron en práctica. Claro que, a la larga y según la experiencia agrícola lo demostraba, serán los alimentos tropicales – junto a los migrantes que pudieron germinar como los cítricos – los que servirán para establecerlas. Escribía desde San Juan el obispo Alonso de Solís a la altura de 1636:
“Las frutas generalmente no son buenas y hay pocas de las de España – – pero hay algunas incomparablemente mejores la Reina de todas y cuantas crió la Naturaleza es la Piña…el anón es excelente y muy sano, cómese con cuchara y es casi como manjar blanco, la batata la hay todo el tiempo y son muchas y más mejores que las de España, el Plátano de que están llenos los campos son buenos, y asados excelentes, también lo están de naranjas… de carnes carece de algunas pero la de vaca y ternera es muy buena…una lengua de vaca [vale] seis maravedís, hacen se lindos guisados, los dulces son los mejores del mundo, particularmente los de almíbar, y las frutas maravillosas pues no siendo buenas crudas, en conserva son milagrosas, cocos hay mucho…,comenzamos a tener cacao que hasta ahora no le había conque presto podré enviar chocolate…”
Frutas de primer servicio, guisados de segundo, dulces en almíbar de salida de la mesa, y cierre con chocolate.
La solución al enigma
Para mediados del siglo XVII ya había florecido una agricultura alimentaria mestiza, conformada mayoritariamente por los productos indígenas y por los productos que pudieron sobrevivir de los primeros experimentos de los colonizadores europeos y de los africanos arribados a lo largo de todo el siglo XVI.
Es en medio de esta agricultura alimentaria mestiza que poco más de un siglo de la llegada del primer obispo, otro, Fray Damián López de Haro se resignaba a aceptar, no sin disgustos y miramientos, la más lógica solución al enigma que debió acuciar a Manso un siglo antes: comer lo que el nuevo entorno le daba. Sobre sus experiencias alimentarias en los primeros meses de su estancia en San Juan, concluía con probabilidad la sensibilidad gastronómica más caprichosa que había pisado esta isla, lo siguiente: “que, aunque pobremente, la mesa es siempre de obispo” – y añadía, a renglón seguido – “de lo que da de sí la tierra”.
Lista de ilustraciones
- San Hugo en el refectorio de los Cartujos por Francisco de Zurbarán, 1630-1635. Bodegón con aves de caza, verduras y frutas por Juan Sánchez Cotán, 1602. Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirios por Felipe Ramírez, 1628. Wolfgang Heimbach, Mujer mirando a la mesa. Plátanos amarillos por Francisco Oller, 1893. Naturaleza muerta por Floris Van Dyck, 1575-1651. Probable autorretrato de Zurbarán (detalle de su obra San Lucas como pintor, ante Cristo en la Cruz), 1635–1640.
- Piñas por Francisco Oller, 1890. Obispo.
3. Salida de la flota hacia las Indias desde el puerto de Lisboa, por Theodor de Bry, 1592.
4. Banquete du Petit Palais, Paris, sf. con edición por Cruz Ortiz Cuadra, 2019.
5. El hijo pródigo hace vida disoluta, por Miguel March, sf.
6. Cebollas y puchero por Pilar Martín, 2003. Con edición por Cruz Ortiz Cuadra, 2019.
7. Triunfo de Baco por Diego Velázquez, 1628. Juegos de niños, por Pieter Brueghel, 1560. El Jóven Mendigo por Bartolomé Murillo, 1645. Comedores de uva y melón por Bartolomé Murillo, 1645/46.
8. Barriles de clinclín y botija del alfar de la calle Rioseco. https://diogeneschilds. wordpress.com/2019/07/23/exposicion-los-cantareros-del-arrabal-del-puente-un- alfar-del-siglo-xvii-en-el-barrio-de-la-victoria-valladolid/
9. Mesa con mantel, salero, taza dorada, pastel, jarra, plato de porcelana con aceitunas y aves asadas (Detalle) por Clara Peeters, 1611. Fotomontaje por Cruz Ortiz Cuadra, 2019. - Quesos. Composición de Cruz Ortiz Cuadra.
11. Almendras por Isabel López, sf.
12. Dell’ elixir vitae por Donato d’Eremita, 1624. - La Secretaría de Cultura de la Presidencia a través de la Dirección Nacional de Patrimonio Cultural y Natural presentó ocho botijas de cerámica del periodo colonial (1524-1821), este 7 de marzo, en el Museo Nacional de Antropología Dr. David J. Guzmán (MUNA). http://www.cultura.gob.sv/secultura-presenta-botijas-del- periodo-colonial-encontradas-en-sonsonate/
- Vista de Sevilla, desde Triana, en el siglo XVI. Anónimo.
Panes y harinas. Composición de Cruz Ortiz Cuadra, 2019. - Piñas por Francisco Oller, 1890. Bodegón de Vino, Piña y Mangó por Francisco Oller, 1870. Plátanos amarillos por Francisco Oller, 1893.