La mujer tatuada
Este me lo hice en un momento de lucidez borracha y es como un carnet de identidad. Este otro es una evocación de Frank Lloyd Wright en homenaje a mi papá que es arquitecto y ahora está muy mal.
Yo no podía creer lo que veía. No podía entender por qué mi amiga Reina se había tatuado uno de sus poemas en su brazo derecho. El tatuaje inspirado en Lloyd Wright más parecía un cuadro de Miró. Pero solo en la selección de sus colores pues era rectangular, tieso, desprovisto de bioformas.
¿Por qué lo había hecho? Su explicación me parecía incompleta. Pasada la sorpresa inicial, Arturo pensó que los tatuajes de Reina eran una afirmación de su personalidad. El tatuaje del poema la convertía en un libro abierto. El que pretendía ser un homenaje a su padre le serviría como un recordatorio perenne de su origen. Quizás era también un desafío a la muerte; la negación de la desaparición inminente de su padre, ahora afligido por los años y el Alzheimer. Yo no le hice la pregunta.
Ella, con una sonrisa tímida, de esas que dicen ay que vergüenza, no me dio más explicaciones y ahí lo dejamos. A mí me dieron ganas de besarle el tatuaje de su poema pero en vez le di un abrazo. Sentí su pecho contra el mío como se siente a un pájaro en las manos: frágil y palpitante, vulnerable, como un esqueleto de aire.
Reina tenía fama de personaje. Lo mismo podía salir en Facebook con la lengua por fuera y los ojos desorbitados que presentando un paper con cara solemne en una conferencia de LASA. Durante uno de sus muchos viajes se retrató abrazada y muy complacida de hacerlo de uno de varios monolitos esculpidos en forma de pene en un lugar recóndito de Guatemala. Una vez en el Condado me preguntó de qué era un bar-restaurant que desde afuera lucía interesante. Cuando le dije que era un sitio que frecuentaban parejas gay y bisexuales donde la gente metía mano abiertamente a la manera dura, de inmediato le advertí que la escena era fuerte para disuadirla de querer entrar. El efecto de mi advertencia fue todo lo contrario. La posibilidad de estar en peligro, de tener una experiencia transgresora, nueva y arriesgada, la incitó a entrar más que si le hubiera dicho ahí los tragos son generosos, la comida es excelente y el servicio es muy amable.
Eso pasó hace mucho tiempo. Ahora, todavía tratando de acostumbrarme a la idea de Reina como una mujer tatuada, le pregunté si quería tomar lo de costumbre o si le apetecía algo diferente. Un vaso de borbón con hielo me vendría muy bien, me contestó. A propósito de los tatuajes le mencioné la experiencia en el bar Las Rocas insinuando que otra vez ella me sorprendía con una decisión que antes de saber que ella la había tomado yo la habría considerado fuera de carácter.
Ese sitio nunca se me olvida, me dijo, y yo recordé como esa noche, en medio de parejas y tríos y cuartetos dándose lengua y chupándose sin ambajes en la penumbra del bar-restaurant, Reina aprovechó para confesarme que a ella le gustaban las mujeres tanto como los hombres. Yo me pregunté si quizás ahora también tenía algo tatuado cerca del coño o en las nalgas.
Reina era una mujer muy especial. Su actitud radiaba una suprema seguridad en sí misma, como la del motociclista que vuela a 90 millas por hora por una carretera alfombrada de carros, zigzageando entre ellos sin casco y en chancletas. Había emigrado de Colombia a Estados Unidos para estudiar sociología durante la época nefasta de Pablo Escobar y de los guerrilleros narco-traficantes. La primera vez que la vi ella se me acercó con una gran sonrisa, se presentó y me ofreció la mano. Hola, me llamo Reina, me dijo y le dije encantado, Arturo, mientras sentía su mano tierna apretar la mía con ganas, decidida, exultando mensajes que en ese momento yo no sabía descifrar.
De todos mis defectos ese era el que más me agraviaba, el no saber leer a las mujeres. ¿Qué me quería decir Reina con su manera interesante de apretar mi mano? Nunca lo supe. A mí la mujer que quisiera meterme mano se me tenía que declarar y si no yo podía pasarme una vida completa babeándome por ella por dentro sin que ella se enterara.
Reina nunca lo hizo y por muchos años pensé que la razón era sencilla: yo no le interesaba. Una vez se me ocurrió que quizás ella era como yo. Y así estuvimos por más de veinte años, cada cual prisionero de la decisión de no decir lo que pensaba. Era una fórmula desquiciada pero perfecta en su resultado: ninguno nunca le dijo al otro que le gustaba mucho, que quería llegar con él, con ella, más allá de una sincera amistad.
Para todo en la vida hay una excepción y la mía fue con mi amiga Ileana. A ella la conocí en Arecibo, una tarde de esas que durante cierta época del año parecen interminables. El sol estaba empezando a ponerse pero todavía le faltaba mucho para sumergirse en las aguas del Oceáno Atlántico. Las nubes ese día habían estado muy cargadas y en la tarde hacían que la luz del sol se viera apaciguada. Yo andaba por Arecibo de paseo. Del local de la Respetable Logia Tanamá, en el centro del pueblo, donde se efectuó un encuentro de poesía, un grupo nos fuimos al Lago Dos Bocas para contemplar esa simbiosis de naturaleza e ingeniería que era el lago.
En el lago el grupo se rompió. Yo me quedé solo y caminando por la orilla noté que una mujer caminaba despacio, también sola, muy ensimismada pero de vez en cuando alzando la vista como para ver dónde estaba. Cuando comenzó a caer la oscuridad yo me le acerqué y le dije que me tenía que ir. Ella se quedó pasmada. Me tengo que ir pero no quiero dejarla sola pues esta área de noche es peligrosa. Ah pues yo camino un poquito más y me regreso a mi casa, muchas gracias, me dijo. Yo me ofrecí a acompañarla aunque estaba muerto de cansancio. ¿Cúal es su nombre? Ileana, me dijo. Yo soy Arturo, le dije y comenzamos el recorrido final de la orilla del lago.
Cuando llegamos a nuestros carros, en un acto de atrevimiento que no he sabido replicar, le dije a Ileana que quería darle mi número de teléfono. Si usted quiere, cuando quiera, me llama y así quizás un día de estos, que espero sea cercano, vamos al cine. Ella se sonrió y luego anotó mi número en un librito color rojo que llevaba. Yo me despedí sintiéndome orgulloso de mi bravura pero no supe de ella por dos semanas. Entonces, cuando por fin me llamó me dijo que no podía ir al cine pues estaba cuidando a sus dos sobrinas. Yo le dije pues déjame ver si hay una película infantil por ahí y todos vamos. Ese día comenzó mi amistad con Ileana y de eso ya van treinta y tres años.
Con Reina era distinto pues yo quería algo más que una amistad. Yo quería que ella me quisiera como las mujeres que le prenden cuatro velas a los hombres. Quería decirle que me sentía así desde el día en que ella me apretó la mano con aquel saludo inesperado que me dejó temblando. Cada vez que la veía pensaba en lo que había hecho con Ileana pero no me disponía a hacer algo parecido con ella en parte por temor a que me saliera el tiro por la culata, en parte porque no se me ocurría una variación de aquella estrategia de manera que después de ejecutarla me pareciera memorable cuando la recordara. Con Reina tenía un amor Platónico, eso no me bastaba, pero estaba como un carro en un lodazal, con las gomas atascadas.
Cuando la vi con sus tatuajes comprendí que no la conocía tan bien como yo creía. Nunca se me ocurrió que ella iba a decidir decorarse de una manera tan categórica, tan permanente, como lo es hacerlo con tatuajes. Ahora ella estaba marcada y no podía dar marcha atrás. ¿Qué pasaría cuando su estado anímico o su condición existencial chocara con la intención y el sentimiento que le animó a hacerse una marca en el cuerpo visible ante todos e imposible de borrar? Esa fue otra pregunta que quise hacerle pero no me atreví a formularla. En ese momento clave comprendí que nuestra relación jamás pasaría de la amistad al romance. La razón aparente era nimia: a mí no me interesaba estar con una mujer tatuada. Gracias a esa razón superficial yo podía seguir adelante sin que se me rompiera el alma. Además podía seguir siendo su amigo, aceptando sus idiosincracias sin tener que negociarlas y sin que hacerlo me afectara.
Con el pasar del tiempo hasta el deseo más sentido se acaba. Con el amor es igual, aunque no puedo decir que alguna vez sentí amor por Reina. Con ella fue como cuando en un matrimonio prolongado el amor se convierte en hábito. En este caso lo que sentía era puro deseo y mi deseo por ella se había tornado rutina, un impulso automático. En una relación de lejos algo tan singular como un beso que no te enciende, un manerismo que hasta entonces habías soportado, o una declaración que revela diferencias importantes puede ser causa de la desilusión que la apaga. En ese momento, algo que puede ser inocuo en sí mismo te revela que la pasión que sentías ya no te mueve y que el deseo albergado e insatisfecho por años ha terminado. ¿Me había pasado esto al ver que Reina era una mujer tatuada?
La tarde prosiguió su curso. Yo saqué mi bongó y Reina afinó su guitarra. Su voz no era bonita pero sabía acompañarse sin mirar sus manos. En nuestro repertorio «Manha de Carnaval» y «Suavecito» eran de rigor. Entre canción y canción empinabamos el codo, regalándonos sonrisas inocentes y sentidas. Yo no lograba adaptarme a la vista de sus tatuajes pero ella nunca se enteró. Miraba el poema de reojo. El rectángulo de líneas negras, configurado por cuadritos rojos y blancos no me gustaba nada pero no se lo dije. Si hubiésemos sido pareja me habría sido difícil aceptar su cuerpo ilustrado. Con esa actitud me situaba fuera de mi tiempo pues ahora los tatuajes eran muy populares. Permanecía en el confín de un momento del pasado cuando eran un indicio de marginalidad y mal gusto. Pensé: ¿con qué otra cosa nueva me sorprenderá la próxima vez que la vea? ¿Se aparecerá como rubia oxigenada, con la cabeza afeitada, con anillos colgando de la nariz o con alfileres en la lengua?
Me sentía ambivalente, dispuesto a aceptar una huella permanente en el cuerpo de Reina a cambio de poder disfrutarla, a la misma vez que me veía alejado, preguntándome si ella había actuado impulsivamente, si la decisión de tatuarse reflejaba un defecto de carácter, una disposición pueril a responder al último grito de la moda. Comparé a Reina con Ileana y comprendí que con ella la amistad era igual, incapaz de elevarnos a otro plano. La amistad sin deseo y el deseo con amistad son rutas distintas pero al fin y al cabo te llevan al mismo lugar. Lo irónico de esa comprensión era que había sido provocada por un texto y una imagen sellados en la piel de Reina de manera irrevocable.
Teníamos canciones que tocar y cantar en la misma proporción que la cantidad de borbón que nos quedaba por decantar de la botella a nuestras gargantas. Mientras tocaba el bongó yo seguía pensando en las razones de Reina para tatuarse tratando de amortiguar mi sorpresa y desencanto. Mi capacidad para el disimulo es inmensa y gracias a ello Reina nunca supo que mi actitud hacía ella había cambiado. En lo alto pasó un avión y en ese momento los pájaros callaron. Una nube inmensa cambió su forma a la vez que se alejaba. Nosotros seguimos tocando y cantando. El sol comenzó a bajar marcando poco a poco el fin de nuestra velada. Reina quizo acabarla con «Bésame mucho.» Ensayó los acordes y se dispuso a cantar. Entonces, al ver su vaso vacío le ofrecí otro trago.