¿La «universidad del norte» o la universidad del desastre?
Un político famoso (e infame) de derecha en Estados Unidos dijo una vez que él no quería eliminar, lo que se dice “eliminar”, el gobierno: sencillamente, advertía sonriendo, quería reducirlo en tamaño y así poder ahogarlo en la bañera. El hombre la encontraba muy jocosa, pero es realmente una imagen violenta, y es justamente lo que parece estar ocurriendo en Puerto Rico, donde el afán de los miembros de La Junta (esa junta a la que nadie llamó, por la que nadie votó) por implementar lo que eufemísticamente llaman “right-sizing” se traduce en una amenaza constante contra todo lo público –de hecho, contra la existencia misma de nuestra universidad.
En las semanas posteriores al huracán María, el Departamento de Educación de Estados Unidos separó $41 millones para apoyar a los estudiantes y universidades impactados por el huracán. De esa asignación de fondos (de por sí bastante pequeña, en comparación con los daños estimados de 118 millones sufridos por la UPR), nuestro sistema recibió solamente 20 por ciento, en contraste con las asignaciones de fondos ($190 millones) que recibieron hace años las instituciones universitarias impactadas por el huracán Katrina en Louisiana y Mississippi. Para colmo, una porción considerable de esos “María relief funds” fueron otorgados a instituciones privadas fuera de la isla, tales como New York University y Grand Canyon University, que no fueron impactadas directamente por el huracán y se limitaron a ayudar a un número relativamente pequeño de estudiantes puertorriqueños a continuar sus estudios.
Además de otorgarle fondos insuficientes a la UPR, el departamento de Betsy DeVos ha estado últimamente destripando programas tradicionalmente importantes para los estudiantes más necesitados, tales como estudio-y-trabajo. En Puerto Rico, una isla traumada donde el ingreso anual familiar mediano está por debajo de $20,000 y donde obtener cualquier empleo es difícil, estas políticas federales son particularmente perniciosas: muchos estudiantes se verán obligados a dejar de estudiar o a tomar menos cursos para poder sobrevivir.
La imposición de esta “austeridad” sobre la UPR no surgió con María, claro está: La Junta (esa suerte de gobierno paralelo, poderoso y sombrío nombrado por el presidente Obama como parte de de la ley PROMESA) le había echado ya el ojo a la universidad, tempranito en su gestión. Siguiendo ese libreto de “medidas de austeridad” tan fracasado pero tan común en los países endeudados, y aprovechando el doble shock de la deuda y el huracán, la Junta y sus cómplices han estado desde el principio recortando pensiones, cerrando escuelas, desprotegiendo recursos naturales y, por supuesto, exigiendo recortes en la universidad. Sus actividades y expresiones nos han enviado un mensaje consistente y claro: Los gobiernos, tanto el federal como el local, han abandonado a la universidad (y al bien común) como una prioridad social.
La Universidad de Puerto Rico ha sido, históricamente, una de las mejores inversiones que ha hecho el país. Contribuye significativamente a la economía local y de hecho ha sido una de las entidades públicas que mejor y más sofisticadamente ha manejado su propia deuda. Resulta entonces curioso, irónico, tal vez hasta burlón, que la Junta la haya elegido como blanco de sus primeros recortes, sin publicar la lógica de sus números, sin proveer datos concretos, sin excusa y sin justificación económica.
Pero podemos especular sobre las posibles razones de la Junta para empezar el desmantelamiento de lo público metiéndole tijera a la UPR: la universidad ha sido, históricamente, un espacio de resistencia al colonialismo y a las reformas neoliberales, y esa fama le ha ganado la antipatía de los sectores más conservadores del país –y la convierte en una amenaza para La Junta. La educación superior, en general, está fuertemente vinculada a la conciencia y participación política. De hecho un estudio reciente realizado en Puerto Rico por Yarimar Bonilla sugiere que los estudiantes que asisten a instituciones públicas tienden a tener un mayor “conocimiento político” que aquellos que asisten a instituciones privadas. Por muchos años, la UPR se ha caracterizado por un movimiento estudiantil activo y robusto que ha protestado la intervención colonial vigorosamente desde 1948, y que ha sido punta de lanza para la resistencia a nivel nacional contra la imposición de medidas de austeridad sobre la institución y la isla en numerosas ocasiones, incluyendo, en el 2016, contra PROMESA y la Junta misma.
Así, los miembros de la Junta y sus portavoces locales estaban haciendo declaraciones públicas sobre la necesidad de imponer grandes recortes en la Universidad tan temprano como enero del 2017. Los números eran un blanco en constante movimiento: primero dijeron $350 millones, luego dijeron $450, en algún momento hablaron de $500 –de nuevo, sin explicación, lógica, fórmulas o datos. En cualquier caso, los recortes discutidos públicamente entonces se aproximaban a la tercera parte del presupuesto total del sistema. Durante un año, la Junta se dedicó a ignorar las medidas y los planes fiscales propuestos por la administración universitaria, grupos estudiantiles y organizaciones docentes y, finalmente, publicó e impuso su propio plan en abril del 2018, duplicando de inmediato los costos de matrícula, estableciendo aumentos posteriores, y presentando algo llamado “campus consolidation” (por lo general se comunica en inglés, La Junta, independientemente del contexto o la audiencia) que es difícil no interpretar como un plan para cerrar, o al menos encoger, a los siete recintos más pequeños, y por ende, reducir significativamente la cantidad total de estudiantes y empleados docentes y no-docentes en el sistema. Irónicamente, la misma Junta que le exige “austeridad” a la UPR le cuesta a Puerto Rico 5.7 millones al mes en gastos operacionales y le paga salario y beneficios escandalosos a su directora ejecutiva.
Tomando en cuenta la coyuntura histórica que atraviesa Puerto Rico, una esperaría que el gobierno facilitara, incluso motivara, iniciativas de investigación y creación en temas urgentes como lo son el desarrollo de nuevas tecnologías solares o el tratamiento de trauma. La UPR es un centro crucial de investigación, que genera más del 70 por ciento de la producción científica del país. A pesar de las cargas pesadas y la falta de acceso a ciertos recursos académicos, la universidad ha logrado allegar y retener un cuerpo docente de calibre mundial que incluye humanistas y científicos reconocidos, y es un espacio que nutre el pensamiento crítico y la innovación científica. Por poner un ejemplo: mientras muchas universidades en Estados Unidos intentan, con dificultad, producir más grados STEM, especialmente entre entre estudiantes latinos, la UPR es, por mucho, una de las que más estudiantes gradúa en ciencia y tecnología a nivel subgraduado y graduado.
Pero en lugar de promover y fortalecer nuestros recursos públicos, el gobierno parece estar empeñado en subcontratar compañías norteamericanas y en fomentar las ganancias privadas a expensas del bien público. Facilidades importantes, como el impresionante Centro Comprensivo de Cáncer de la Universidad de Puerto Rico –que no solo jugaría un rol importante en atender nuestra desesperada situación de salud, sino que allegaría ingresos a la universidad misma– estuvo languideciendo mucho tiempo gracias a la inacción gubernamental, e iniciativas como el “posterriqueño” (que recortaría a la mitad nuestros gastos de iluminación de exteriores), son ignoradas y saboteadas por la burocracia local.
Mientras tanto, el nuevo presidente de la Universidad de Puerto Rico, Jorge Haddock, ha declarado que los recortes impuestos por la Junta son “manejables”. La Junta de Gobierno de la UPR, amarrada a intereses políticos y politiqueros, ha hecho poco por defender a la institución. La complicidad entre esa junta (de gobierno) y La Junta (de Control Fiscal) se hace evidente cuando vemos que los esfuerzos que la universidad puede hacer en el ámbito jurídico para protegerse de los recortes bajo el título III de la ley PROMESA los están liderando no los administradores, sino una coalición de docentes (extenuados pero en pie de lucha) que ha presentado una demanda que busca proteger a la universidad como el “servicio esencial” que ciertamente es, especialmente en tiempos de crisis.
El aumento en la matrícula ha sido justificado por La Junta y sus partidarios usando el argumento de que la UPR es mucho más “barata” que las universidades públicas en los cincuenta estados. Lo que no dicen es que al tomar en cuenta variables como ingreso familiar y precio neto, los estudiantes puertorriqueños en realidad pagan más, no menos, que sus contrapartes en Estados Unidos. Obligarlos a obtener préstamos para pagar por sus estudios en un mercado laboral deprimido, como el nuestro, es añadir insulto a la afrenta. Encoger o cerrar los recintos más pequeños en nombre de una supuesta “eficiencia”, por su parte, tendría impactos negativos, directos e indirectos, en las economías de algunos de los municipios más vulnerables de la isla, y obligaría a muchos estudiantes de esos pueblos a dejar de estudiar–o a matricularse en alguna de las múltiples instituciones, con fines de lucro y de valor cuestionable, que con tanto empeño los reclutan y con tanta frecuencia los endeudan.
Este ataque contra la universidad pública, una institución tan respetada que hasta un miembro de la Junta la describió recientemente como “esencial”, no debe verse como un fenómeno aislado, sino ubicarse en el contexto de una toma violenta o golpe de estado por parte del llamado “capitalismo del desastre”, donde aquellos que obtienen y obtendrán ganancias a costa de la tragedia de Puerto Rico se benefician no de uno sino de dos desastres: el yugo de una deuda impagable (alrededor de $72 billones en bonos y $50 en pensiones), y el impacto de dos huracanes seguidos, Irma y María, con daños estimados de $90 billones y una secuela de miles de muertes.
De hecho: todavía no conocemos con precisión el número de muertos, ya que el gobierno local no pudo o no quiso contarlos en tiempo real. Cuando el reclamo público para que se reconociera que la cantidad de muertes excede por mucho al número oficial se tornó ensordecedor (gracias en gran medida a los esfuerzos locales del Centro de Periodismo Investigativo), el gobierno contrató no a la UPR sino a la universidad (privada) George Washington para hacer el estudio y el análisis. Sin dudar de la calidad del trabajo de los investigadores de GW, esta contratación es un ejemplo más de la tendencia, por parte del gobierno local y el federal, de tratar los aspectos relativos a la recuperación post-María como una oportunidad para transferir recursos y servicios de manos públicas a manos privadas. Algunos de esos contratos, muy grandes y en ámbitos urgentes como energía y alimentación, fueron otorgados a firmas privadas con resultados frecuentemente desastrosos. Pero los partidarios del “gobierno pequeño” no se amilanan: los planes para privatizar la producción y distribución de energía siguen en pie, y parte del presupuesto del departamento de educación, por ley, alimentará las arcas de las escuelas privadas y charter.
La pregunta de cómo le aplicarán el manual del capitalismo del desastre a la universidad es un poco más complejo o sutil, pero quizás más siniestro. A diferencia de la Autoridad de Energía Eléctrica, el Departamento de Educación o cualquier otra agencia del Estado, la UPR cuenta con una ley de gobernanza y financiamiento (totalmente menoscabada por la Junta) que le confiere un grado de autonomía indispensable para garantizar que la libertad de pensamiento, la búsqueda del saber y el libre flujo de críticas e ideas no estén maniatados a intereses políticos. Sin embargo, parte del discurso oficialista ha sido reducir a la UPR a un brazo operativo de la rama ejecutiva del gobierno y tratarla como una agencia gubernamental más, recortando, por ejemplo, su presupuesto general de manera desproporcionada y asignándole 10 millones de dólares a la nueva Oficina de Transformación Institucional (OTI). Esta oficina, adscrita a la Junta de Gobierno con acceso “completo, libre e irrestricto” al funcionamiento de la UPR, está encargada de implementar las medidas del plan fiscal y “proyectos especiales” que sospechamos beneficiarán a entidades privadas.
La aplicación del capitalismo del desastre a la UPR presenta serias amenazas para los estudiantes. En una isla en donde el 40 por ciento de la población y más de la mitad de los niños viven bajo el nivel de pobreza, los estudiantes más afectados por cualquier recorte, incluyendo los que exige La Junta, son precisamente los más necesitados. Esto se debe no solamente, o incluso principalmente, al alza en la matrícula, sino a dos factores que se discuten con menos frecuencia. Primero, el sistema de admisiones está basado parcialmente en un examen de admisión, lo que implica que cualquier reducción de espacio deja fuera a los estudiantes con las puntuaciones más bajas. Estos estudiantes, por razones estructurales de desigualdad educativa, suelen ser los más pobres. Segundo, los recintos regionales que aparentan estar más amenazados en el Plan Fiscal presentado por la Junta, tales como Utuado o Aguadilla, suelen servir más estudiantes de escasos recursos y menor capacidad para mudarse a otro recinto que los recintos más grandes (como Río Piedras o Mayagüez). En Puerto Rico, estos estudiantes más vulnerables (es decir, estudiantes de escasos recursos sin acceso a un recinto de la UPR) son activamente reclutados y absorbidos por una industria de educación con fines de lucro (“for-profit”) que les cobra la totalidad de la beca Pell y los exhorta a asumir préstamos estudiantiles, en un esquema muy similar al que ha causado el endeudamiento de gente joven y el aumento desproporcionado en el impago de deuda estudiantil en los Estados Unidos. Para colmo (¡qué ironía!) algunas de las entidades financieras que poseen o tienen lazos con la industria de educación con fines de lucro son además tenedoras de bonos puertorriqueños. Este es el caso, por ejemplo, de Apollo Group, el fondo buitre que incluye a la University of Phoenix en su portafolio.
Resulta muy sugestivo, en este contexto, que nuestra (única) representante en Washington, la comisionada González, haya presentado recientemente un proyecto de ley para suavizar las regulaciones del sector de colegios for-profit en Puerto Rico. Específicamente, el proyecto busca maximizar la cantidad de fondos públicos a los que estas instituciones tienen acceso. No vemos a González, por otra parte, legislando para ayudar a la universidad pública, que gradúa más estudiantes, con grados de mejor calidad.
Los peligros que encaran los estudiantes en la mayoría de las instituciones for-profit en Puerto Rico son los mismos que enfrentan jóvenes universitarios en los cincuenta estados: con escasas excepciones, las for-profit tienen tasas de graduación muy bajas y ofrecen grados de dudosa calidad. Los estudiantes que asisten a estas instituciones suelen quedar endeudados, sin grado y sin empleo. En contraste, la UPR tiene las mejores tasas de graduación de Puerto Rico, ha sido ampliamente reconocida como un motor de movilidad social, y le permitió a muchas personas en generaciones previas salir de la pobreza. Mientras que en Estados Unidos, los recintos principales (flagship) de los sistemas de universidades públicas son cada vez menos accesibles para estudiantes de bajos ingresos y en algunos, como en la Universidad de Michigan, menos del 15% de los estudiantes son técnicamente “low-income”, en los dos recintos subgraduados principales de la UPR más de la mitad de los estudiantes lo son. Este hecho resulta especialmente importante cuando tomamos en cuenta que Puerto Rico tiene el índice de desigualdad más alto de las Américas. Hay un consenso entre muchos economistas reconocidos, locales y extranjeros: los ataques contra la universidad pública (y las medidas de austeridad en general) aumentarán aún más la ya creciente brecha entre pobres y ricos y afectarán negativamente la economía en general.
La Junta nos dice que la Universidad de Puerto Rico debe cambiar para parecerse más a “las universidades del norte”, es decir, que reciban el menor apoyo público posible. Han justificado el ataque a la UPR diciendo que la institución es una carga para el país y que necesita seguir el modelo de las universidades en los cincuenta estados. Pero nosotras decimos que tal vez lo que necesitamos en este momento crítico es precisamente lo contrario. Que en lugar de tratar de parecernos a las “universidades del norte”, la UPR debe luchar para continuar siendo una universidad del sur global, una universidad pública comprometida con la diversidad, el acceso, el pensamiento crítico, la justicia social y el bien común.
* Texto ampliado. La versión en inglés de este artículo fue publicada originalmente en The Nation el 20 de septiembre de 2018. Traducción y ampliación por las propias autoras.