Lógicas ilógicas y la juridificación de la política
La profesora Érika Fontánez Torres, en su escrito Rasgar las paredes del Poder Judicial1, expone que la premisa imperante en el funcionamiento de la judicatura de nuestro sistema político (neo)liberal2 –que opera según la división de poderes que promulga la forma republicana de gobierno– se basa en una lógica que diferencia (y de hecho, separa) el Derecho y la Política (así, en mayúsculas).
Dicha lógica le concede a los jueces y juezas (“máximos protagonistas del Derecho”, “operadores jurídicos expertos” y “sujetos de la palabra autorizada”, por parafrasear a Fontánez Torres cuando cita al teórico francés Pierre Bourdieu) el poder simbólico, yet legítimo (y añado, institucional) para ejercer “la producción de una verdad, una que además, pretende ser de carácter neutral y universal, apolítica”. Es en ese poder, producto de la lógica que separa el Derecho y la Política, que descansa la autoridad del primero. Dicha premisa, que recoge la lógica separatista y que considera el ordenamiento jurídico “como una ciencia capaz de deslindarse de la política y ofrecer la respuesta correcta”3, ha sido la hegemónica en nuestro sistema político-constitucional. Bajo esta, el ejercicio adjudicativo del juez o jueza se limita simplemente a la aplicación ad verbatim de la ley, dejando afuera su ideología o sus valoraciones político-morales.
Sin embargo, Fontánez Torres argumenta que en el quehacer jurídico cotidiano, los jueces y juezas se apartan de lo anterior; es decir, se alejan de lo que “dicta” la norma y “fundamenta” y “valida” la autoridad. Las decisiones –en (¿la mayoría? de las) ocasiones– “son el resultado de motivaciones políticas, morales o ideológicas”. Y esto –sin nosotros ser árbitros (¿o sí?) para determinar si es bueno o malo, al menos por ahora– atenta, en principio, contra la premisa hegemónica de la lógica separatista, que a su vez, concluye la profesora, necesitamos para “sostener” un gobierno republicano y democrático.
No obstante, sucede que hasta antes de los eventos ocurridos en el seno del Tribunal Supremo en noviembre del 2010 y luego en febrero de 2012 –la montada en tribuna de seis jueces estadistas para conformar una mayoría absoluta y el monopolio que, por las mismas reglas del juego constitucional, ejercen cuando deciden estar en convenio; como por ejemplo, cuando cuestionaron la función administrativa del juez presidente– esa “violación” que implicaba alejarse de la premisa imperante de separar el Derecho y la Política no era un problema mayor. En todo caso, se le podía considerar como endémica a nuestro sistema político-constitucional. Quizás resulte más claro entender por qué esto sucede si lo ubicamos dentro de lo que el licenciado Rubén Colón Morales catalogó como “la ficción de la honorabilidad”.4 Esta ficción, que necesariamente descalifica el mérito y privilegia la afiliación político-partidista a la hora del nombramiento de los jueces y juezas, nos sirve de amparo para confiar mínimamente en que
[…] se impartirá justicia con objetividad, ecuanimidad y a conciencia; aunque sea el resultado de la competencia o de la ignorancia. Se tratará en todo caso de errores honestos. Pero cuando la apariencia de imparcialidad y objetividad se pierde, se resquebraja todo el sistema judicial, y comienzan a verse sus verdaderos matices, que antes permanecían ocultos bajo el velo de la ficción de la honorabilidad.
Colón Morales le otorga a esa ficción la función de “estética legitimadora”, pues al nivel de las apariencias, sirve para maquillar y reproducir la premisa hegemónica de la lógica separatista como el criterio para cuestionar el funcionamiento de la institución judicial y el comportamiento de los jueces y juezas. Pero en la práctica, la partidocracia ha corrompido gradual (¿e irreversiblemente?) ambas nociones –la premisa hegemónica de la lógica separatista y la estética legitimadora de la ficción de la honorabilidad– dejando al desnudo la cuestión de la legitimidad institucional del Tribunal. Quizás quien mejor resume lo anterior es el profesor Hiram Meléndez Juarbe cuando señala, de manera elegantemente tétrica, la destrucción de la “[…] frágil inocencia de un pueblo acostumbrado a recibir pasivamente los dictámenes de una honorable judicatura”.5
El problema de la legitimidad de la judicatura como institución pareciera ser que salta a la vista cuando nosotros, los ciudadanos, salimos de la zona de confort y pasividad, y comenzamos a cuestionarnos precisamente esos dictámenes que salen sin pudor del “velo de la ficción de la honorabilidad”. Tal vez, a veces ni salimos (y podemos debatir si queremos salir o no), sino que simplemente reaccionamos a dictámenes que exceden lo que nosotros mismos le hemos concedido a la judicatura: la pequeña y sutil “violación” de esa premisa hegemónica de la lógica separatista, de esa estética legitimadora de la ficción de la honorabilidad. Y es solo entonces cuando, una vez decididos a reaccionar mediante el cuestionamiento crítico –como nos lo permite el mero hecho de ser partícipes de una democracia– que se nos acusa de amenazar el poder y la autoridad de la judicatura, de intentar derrumbar “el mito de la neutralidad de la institución”, o como señala críticamente Meléndez Juarbe, el “misticismo legitimador” y el aura “que culturalmente le atribuimos a esos señores y señoras con togas”:
Un poco más adelante, el profesor profundiza sobre el “efecto alérgico” que tiene en la judicatura el que la ciudadanía –en respuesta a su comportamiento ilegítimo y usando las mismas reglas del juego constitucional que aquella para justificar sus acciones– monte a su vez una tribuna crítica y activa. Dicho “efecto alérgico” está relacionado a una
[…] cierta inseguridad que les provoca ser vistos muy de cerca por la población, resquebrajándose el aura de legitimidad que ofrece la distancia y la altura de ser “Supremo”. El temor en cierto sentido, es que se desmorone la mística de su autoridad que, como la religión, tiene el efecto de consolidar una serie de creencias, ritos y tradiciones que justifican el ejercicio del poder.
Pareciera ser, pues, que el problema de la legitimidad institucional de la judicatura se resume en quién(es) y cómo ejerce(n) el poder. Recordando que estamos en una democracia “liberal” (con neo de prefijo y la idiosincrasia que eso implica), y ordenados bajo un sistema republicano de gobierno, valdría el esfuerzo definir qué es –qué distingue– una democracia. Sobre esto, la elaboración que hace la teórica estadounidense Wendy Brown del concepto sirve para mis propósitos:
It cannot be said often enough: liberal democracy, Euro-Atlantic modernity’s dominant form, is only one variant of the sharing of political power connoted by the venerable Greek term. Demos + cracy = rule of the people and contrasts with aristocracy, oligarchy, tyranny, and also with a condition of being colonized or occupied. But no compelling argument can be made that democracy inherently entails representation, constitutions, deliberation, participation, free markets, rights, universality, or even equality. The term carries a simple and purely political claim that the people rule themselves, that the whole rather than a part or an Other is politically sovereign. In this regard, democracy is an unfinished principle—it specifies neither what powers must be shared among us for the people’s rule to be practiced, how this rule is to be organized, nor by which institutions or supplemental conditions it is enabled or secured, features of democracy Western political thought has been haggling over since the beginning.6
Aún dentro del problema anfibológico e histórico de la concepción de la democracia que nos plantea Brown con su definición, nosotros, los ciudadanos, somehow hemos podido escribir constituciones y construir sobre ellas sistemas de gobierno y de representación que nos han permitido convivir en sociedad (con todas las problemáticas residuales de esos procesos). Es importante destacar que cuando se decidió hacer esos arreglos constitucionales y gubernamentales en busca del ordenamiento social más adecuado (y cada cual favorecerá a un teórico contractualista para explicarlos, cosa que no es mi intención en estos momentos), se partió de la premisa (esa que Fontánez Torres aludía) de que los jueces y juezas –sobre todo los del Tribunal Supremo– por no ser electos, por ser los últimos intérpretes de la constitución a la que hemos convenido, y por pautar el Derecho, deben ser “objetivos”, “imparciales”, “apolíticos”. Es decir, “justos”.
Esa es la aspiración. También la ficción, el mito. Paradójicamente, la condición primaria para garantizar la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Pero como se ha demostrado explícitamente desde la denominada “crisis constitucional” del Tribunal Supremo, esa condición es prescindible también. No es difícil reconocerlo: cada vez más se da una relación simbiótica entre el Derecho y la Política. De hecho, quizás siempre la hubo (lo que es un argumento para otro debate). Pero una cosa es que el juez o jueza decida ser un poco más subjetivo, menos textualista, más liberal, que “viole” de vez en cuando lo “hegemónico”, y otra muy distinta es la juridificación de la política (y por qué no, la politización de lo jurídico).
La juridificación de la política cuestiona el sistema político-constitucional mismo. Los sucesos del 2010 y del 2012 que se originaron en la judicatura –endosados por la legislatura y celebradas por el ejecutivo– fueron más característicos de una autocracia (en su vertiente de partidocracia) que de una democracia. Si vamos a tener un déficit de democracia (un estado de excepción) nosotros, los ciudadanos, debemos ser el superávit crítico que contrarreste ese ejercicio ilegítimo del poder no solo por una, sino por cualquiera de las tres ramas de gobierno. De lo contrario, seremos cómplices de lo que Brown nos advierte:
Nos corresponde a nosotros exigir “con uñas y dientes” –como invitaba la jueza asociada Rodríguez Rodríguez en su disidencia a propósito de la determinación del Tribual Supremo en el 20127– no que el juez o jueza parta de la objetividad (aspiración ridícula, vamos), sino que emita su decisión luego de ponderar todos los cursos de acción posible y bajo fundamentos aceptados por la comunidad jurídica y civil. Que no ofrezca lógicas ilógicas, basadas en credos político-partidistas o en ideologías religiosas, sino que sea lo más humanamente parcial y “justo”. Cuestionémonos qué significa el que un juez del Tribunal Supremo puertorriqueño critique abiertamente al Tribunal Supremo federal porque este, “sin fundamento constitucional, ha convertido […] un gobierno claramente fundamentado en la fe cristiana8, en un gobierno secular, lo que ha traído terribles consecuencias para la nación […]”.9 ¿No se supone que los Estados –y las ejecutorias administrativas y gubernamentales que emprendan– sean seculares, a menos que se rijan bajo una teocracia o bajo alguna estipulación constitucional similar? ¿Cómo nos afecta el que un juez piense de esta manera? Su abierto patrocinio de valores cristianos ¿afecta su ejercicio de adjudicación? ¿Provoca esto justicias o injusticias?
Exijamos que los jueces y juezas respondan a estas preguntas. De lo contrario, nos restaría rezarle al mito y confiar vanamente que la Justicia no espíe cuál es nuestro color político/religioso/racial/económico/sexual por encima de la venda.
*El autor es estudiante de periodismo y ciencia política en la UPR/RP.
____________________
1 Fontánez Torres, É. (2010, noviembre 12). Rasgar las paredes del Poder Judicial. 80grados. Recuperado de http://www.80grados.net/rasgar-las-paredes-del-poder-judicial/
2 El paréntesis como prefijo es mío.
3 El énfasis en la palabra es mío.
4 Colón Morales, R. (2012, febrero 17). ¿Cuán “constitucional” es la crisis del Tribunal Supremo? 80grados. Recuperado de http://www.80grados.net/cuan-constitucional-es-la-crisis-del-tribunal-supremo/
5 Meléndez Juarbe, H. (2012, abril 20). Un tribunal a la defensiva. 80 grados. Recuperado de http://www.80grados.net/un-tribunal-a-la-defensiva/
6 Brown, W. (2011) “We are all democrats now…”. En A. Allen (Ed.), Democracy in what state? (pp. 44-57). New York, NY: Columbia University Press.
7 Voto particular disidente de la jueza asociada del Tribunal Supremo de Puerto Rico, Anabelle Rodríguez Rodríguez, emitido el 21 de febrero de 2012, en Aprobación de las Reglas para los Procedimientos de Investigaciones Especiales Independientes de la Rama Judicial, y en Designación de Miembros de la Comisión Especial Independiente y Adopción de Medidas Relacionadas (2012 TSPR 32).
8 Para un debate sobre la supuesta falta de fundamento constitucional, presione aquí.
9 Saker Jiménez, G. (2015, abril 11). Juez del Supremo reclama mayor activismo de iglesias en los tribunales. NotiCel. Recuperado de http://www.noticel.com/noticia/174471/juez-del-supremo-reclama-mayor-activismo-de-iglesias-en-los-tribunales.html