Los cantos que se quedan
Quiero aprovechar la polisemia del término “canto” (acción y efecto de cantar y/o porción o parte de algo) tan peculiar y tan de nuestro Borinquen (como ajora’o, bregar y algunos otros) para reflexionar y compartir sobre el significado y algunos efectos sociales, psicológicos, emocionales y de identidad, entre otros, que produce la emigración en los seres humanos, principalmente en los latinoamericanos que somos tan familiares, afectivos, sensibles.
Próximamente cumpliré diez años en este maravilloso país. Sí, eso escribí: MARAVILLOSO, pues aunque los medios de IN-comunicación, el morbo social, algunos políticos y un “montón” de otros “actores sociales” se empeñan en degradarlo, muchos otros, quizás no tan poderosos, lo vemos y sobre todo SENTIMOS de esa manera.
Anteriormente viví ocho años en Ecuador y por disimiles motivos he visitado o vivido (por breves períodos) en otros países. Sin embargo varios cantos de mí, posiblemente los más importantes: los del medio del pecho, aquellos con los que me arrullaba mi mamá, los de las fiestas infantiles, los de siempre y para siempre en la identidad musical, en el barrio, en las vicisitudes y en las que no lo fueron tanto, en los olores, sabores y colores; se quedaron sembrados, y de qué manera, con raíces sólidas y profundas, en mi Cuba natal. Esos cantos míos y para mí no se fueron nunca, allí están y lo mejor es que los traigo cuando quiero o vienen sin mi consentimiento y conciencia, pero siempre regresan a donde pertenecen.
En mi empecinado afán por convertirme en ciudadano del mundo y por ejercer mi profesión de docente y comunicador de la mejor manera, trato de pronunciar correctamente, hablar despacio, utilizar términos locales (en dependencia del lugar en el que me encuentre) y una serie de otros elementos que no distraigan a mis interlocutores del contenido que trato de compartir con ellos. No obstante, más temprano que tarde, siempre aparece en quienes no me conocen la misma pregunta: ¿de dónde es usted?, y cuando respondo “de Caguas”, porque así lo siento, me sueltan en mi propia cara, en el mejor de los casos una carcajada y en otros un gesto de disgusto, espetándome con “comunicación no verbal” el epíteto, también muy boricua, de “embustero”.
Recientemente una profesora que ofrece un curso en línea (a distancia) me contó que un estudiante boricua de ese curso se encuentra en el ejército, en el Medio Oriente y que al escuchar una grabación de ella dentro del curso, escuchó también el canto de los coquíes en el ambiente, que la emoción fue desbordante y que la compartió con ella inmediatamente.
No tengo la menor duda de que en Nueva York, en Orlando, en el ejército y en cualquier parte del mundo suenan los cantos de los coquíes en la mente y el corazón de los boricuas que allí viven, como mismo viajan los cantos de pasteles y las botellas de coquito de aquí para allá.
Los efectos de insertarnos en otras culturas son múltiples, complejos y, por lo general, muy dolorosos. Casi siempre al inicio de esa inserción no escuchamos o no vemos los cantos (sonidos y partes) y tratamos de imponer los nuestros, incluyendo el vocabulario, las costumbres y muchas otras cosas, a lo cual los teóricos de la interculturalidad llaman negación cultural. Ello se agrava por el hecho de que la mayoría de quienes emigran lo hacen convencidos de que es algo temporal y que más temprano que tarde regresarán a su verdadero sitio, donde, según ellos creen, “se habla correctamente y se hacen las cosas bien” o por lo menos mejor que en el lugar al que han llegado. Vaya crasos errores, pues casi nunca ese regreso, al menos el definitivo, se llega a materializar y mucho menos “allá” se habla y se hacen las cosas mejor que “acá”.
Aún recuerdo con gracia, cómo, durante muchos años, casi todos los cubanos cargábamos con cientos de tabletas de aspirina hacia cualquier lugar del mundo al que fuéramos a vivir o las encargábamos a Cuba enfáticamente, porque teníamos la convicción de que la aspirina cubana era la mejor del mundo. Ignorábamos entonces que ese medicamento es uno de los más sencillos en su compuesto químico y que lo podemos encontrar en todas partes con igual o superior calidad. Lo mismo hacíamos (y todavía muchos hacen con las frazadas de limpiar el piso, pues no pueden entender y mucho menos aceptar los “mapos raros esos, fabricados en tiras”.
En ese proceso intercultural, por una parte la reticencia nuestra a reconocer, aceptar e integrar muchos de los componentes diferentes de la nueva cultura, y por otra, los elementos de xenofobia que aún existen en muchos lugares y que en ocasiones se explicitan haciéndote sentir como lo que en realidad eres: “un canto de extranjero”, nos acentúan el sufrimiento y nos hacen añorar aún más los cantos (sonidos y pedazos) que dejamos en nuestros “verdaderos” países, ciudades, barrios.
En la medida en que pasan los años, los más equilibrados, que no son todos, ni quizás la mayoría, van reconociendo, aceptando y hasta integrando los elementos de la nueva cultura (que ya no es tan nueva) y van sembrando en su historial de vida cantos de esa cultura, sin abandonar los originales. En mi caso, por ejemplo, prácticamente no pude dormir en mis primeras semanas en Puerto Rico, pues “los coquíes esos no me dejaban”. Hoy sus cantos son fuente de placer y un sonido indispensable en mis sueños diarios.
Al final del camino nuestra identidad se ha dividido en muchos cantos. Por una parte el de familiares, amigos, lugares, colores, olores, etc. que dejamos allá donde nacimos y que jamás renunciamos a recuperar de alguna manera y los cantos no menos importantes que han ido sembrándonos y arrancándonos (vaya contradicción) los nuevos sitios a los que ya irremediablemente, queramos o no, pertenecemos.