Marihuana: un viaje al cuestionamiento
Los electores de California votaron en contra de la legalización del cultivo, consumo y venta de la marihuana en ese estado durante los pasados comicios electorales (56% en contra y 44%). El resultado fue visto con gran alivio por los gobiernos centrales de Estados Unidos y México —su legalización contradice la política pública de ambos— amén de no están preparados para enfrentar un cambio de paradigma tan radical para enfrentar el problema de las drogas. Sin embargo, las agrupaciones políticas que trabajaron durante la campaña de legalización en California dijeron estar preparados para hacer la misma propuesta y llevarla a votación en el 2012.
La opinión pública a favor de la legalización parece ir en aumento en Estados Unidos, la última encuesta de la firma Gallup dice que el 46% de los estadounidenses la favorecen (en Puerto Rico debe ser bastante menos). No obstante, todavía falta mucha discusión colectiva sobre el asunto. La sostenida actividad criminal alrededor del mercado de narcóticos ilegales ha demostrado la debilidad de los estados para mantener el control de su territorio y de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. México y Colombia son los casos más dramáticos y evidentes, pero es una realidad que erosiona el poder del estado en todos los lugares donde ocurre. Globalizada como es esta lucrativa empresa ocurre, es en casi todo el planeta.
Aunque la alternativa de la legalización ha estado en la discusión pública desde hace varias décadas no es hasta hace pocos años que ha cobrado cierto protagonismo. Figuras prominentes de la política internacional, como César Gaviria y Felipe González, la han favorecido. Del mismo modo, desde la derecha se han posicionado a favor, como recientemente hiciera Álvaro Vargas Llosa en El País; pero también figuras dispares estadounidenses como el comentarista de la Telecadena Fox, Glenn Beck, el economista Milton Friedman y el ex-senador republicano Pat Buchanan.
En Puerto Rico, la discusión sobre la legalización de la marihuana ha resurgido gracias a las recientes declaraciones del juez federal Juan R. Torruella. El juez se basa en evidencia científica y en su experiencia como togado para afirmar que la guerra contra las drogas ha fracasado. Para él, la “única alternativa realista” es experimentar con la legalización de todas las drogas, pero sugiere la de la marihuana como un primer paso. De esta manera afirma, se eliminaría la violencia y la criminalidad asociada al narcotráfico. Al otro lado del debate está el ex-zar de la droga y actual fiscal de Distrito de Guayama, Luis Guillermo Zambrana, quien se opone a tajantemente. Prefiere se enfatice en programas de prevención y tratamiento, e insistió en que la marihuana es la iniciación de los jóvenes a drogas más fuertes y dañinas. Al ser confrontado con los datos presentados por Torruella, Zambrana planteó que su visión del Puerto Rico del futuro es de “gente sana, deporte, trabajo y no dependiendo de placeres livianos que la marihuana u otra droga de moda pueda proveer”.
Esta parece ser la visión predominante entre la ciudadanía anclada en un moralismo totalizante (dile que no a las drogas), sin la posibilidad de evaluar otras alternativas. La metáfora de la guerra contra las drogas es más que acertada porque refleja la mentalidad acrítica que acompaña toda gesta bélica. Son las pasiones (nacionales, religiosas, ideológicas o partidistas) las que dominan las prácticas de las personas; así como las ideas sobre cómo solucionar los problemas sociales a los que nos enfrentamos. No obstante, los efectos más nefastos de esta guerra —librada en nuestras calles, en nuestros barrios y en las urbanizaciones con control de acceso—, son que se somete a un amplio segmento de la población a una especie de estado de excepción, a una violencia cada vez más feroz y cotidiana. Esta guerra infame, que ya va para tres décadas y en la que mueren más de 800 personas al año, no tiene posibilidad alguna de ser ganada. Más bien, el deterioro social se hace patente a pesar de los juegos estadísticos y retóricos de los gobiernos rojos y azules. Entonces, ¿cómo organizar eficientemente una sociedad?, ¿cuáles deben ser los parámetros que la rijan?, ¿cómo entender los derechos y deberes de cada uno y de cada cual en la organización social?
Una conciencia alterna
Es necesario plantearse estas cuestiones desde otras perspectivas. Mucho se ha escrito sobre el consumo de drogas, pero me gustaría llamar la atención en este momento a la propuesta del antropólogo Terence McKenna, expuesta en su libro The Food of the Gods: the Search for the Original Tree of Knowledge (Bantam Books, 1992). En él expone su teoría de cómo las drogas (el consumo voluntario de sustancias que alteran la percepción) han acompañado a los humanos a lo largo y a lo ancho de su recorrido por el planeta. Los alucinógenos, en particular los hongos, fueron un catalítico en la manera en que el homo sapiens, lograra aprehender la realidad en la que se encontraban y desarrollar herramientas —el lenguaje, la más importante de ellas— para incidir en ella y alterarla para su beneficio.
Para este autor la política represiva contra las drogas es una de las expresiones de los valores del macho dominador en las que se fundamenta en la competencia y en la dominación del otro (femenino, “de color”, de ideas). Ésta, en clara oposición a una sociedad basada en la colaboración y la camaradería. Esta sociedad, que no deja de ser utópica, es lo que McKenna identifica como “originaria” y se pregunta sobre las consecuencias de abandonar la relación simbiótica con la naturaleza y las prácticas de comunión con ella.
Mas, no se trata de una vuelta a la arcadia perdida, si no de re-conocer el vínculo entre todos los seres vivos. McKenna piensa que la extensión del consumo cotidiano de marihuana es indicativo de un impulso innato para recuperar un “balance psicológico” que ejemplifica una sociedad de colaboración. Según McKenna, el uso del canabis es positivo porque: “diminishes the power of ego, has a mitigating effect on competitiveness, causes on to question authority, and reinforces the notion of the merely relative importance of social values.” (166)
De hecho, la marihuana no llegó Occidente hasta que los franceses la trajeron de Egipto durante sus aventuras colonizadoras en el norte de África y los ingleses en la India a principios del siglo XIX. Fue entonces que los europeos entraron en contacto con la marihuana, pero ésta no tuvo tanta aceptación como otras drogas exóticas como fue el caso del opio o el tabaco. En Estados Unidos, como mencioné en el artículo anterior se conoce desde los tiempos coloniales, pero era más apreciada por las propiedades industriales del cáñamo que las intoxicantes. Al igual que en Europa, tal acercamiento ocurrió durante el siglo XIX y era visto como algo exótico y tratado como una curiosidad intelectual de científicos y escritores explorando los misterios de la planta.
Sin embargo, la prohibición de la marihuana a partir de 1937 precedió por varias décadas el uso generalizado entre su población blanca, y como señalé, se debió más a la presión de intereses corporativos que querían eliminar su potencial fabril. Con todo eso, ha sido durante los años de la prohibición que su uso se ha extendido a través de toda la sociedad occidental. No fue hasta la década del cincuenta, que los textos y la fama mediática de los escritores de la generación beatnik, que la experimentación con la marihuana y otras drogas empezaron a calar en el gusto de los jóvenes estadounidenses con vocación contestataria.
Muchos de los hippies heredaron el placer por la yerba y ésta fue fundamental para que pudieran imaginar y luchar por sus proyectos de una sociedad alterna. Un caso parecido es el de los rastafarians, quienes incorporaron la marihuana en sus prácticas religiosas, pues dicen que les trae paz al espíritu y les ayuda a ver la verdad de las cosas. La música reggae transmitió su doctrina desde Jamaica, donde se originó el “estilo de vida” rasta, a Londres y al resto del mundo. En este sentido, el consumo de marihuana ha sido parte integral de los movimientos contraculturales de los sesentas y setentas que promovieron importantes procesos de renovación ideológica y política en diversas ciudades de la llamada civilización occidental.