Más acá de Venezuela
De la utopía socialista al fanatismo anti-intelectual
Es en el contexto de la polarización estéril en que los principales medios (in)formativos (impresos y digitales) han encuadrado el asunto de Venezuela y en el contexto de la saturación de fanatismos irreflexivos en las redes sociales, que cobran particular pertinencia los temas que abordaré en este escrito. Considerando su relevancia coyuntural, redacté un breve extracto que fue publicado en la versión digital del periódico Claridad y la versión impresa del periódico El Nuevo Día a mediados del mes de marzo. El artículo, que reproduciré íntegramente como preámbulo, fue objeto de reconocimiento asertivo por sus propios méritos, pero también de tergiversaciones y ataques que, sin embargo, confirman la relevancia de subir al escenario de la discusión política en la Isla los planteamientos críticos (teóricos, éticos y políticos) que esbozo en este trabajo.No intereso articular defensa alguna sobre las acusaciones contra mi persona, y solo espero que el contenido de lo que expondré a continuación, más allá de las alusiones directas al caso de Venezuela, sirva de incentivo para pensar críticamente sobre aspectos sensibles de lo que constituye lo democrático y lo revolucionario en el imaginario político latinoamericano en estos tiempos; así como los términos en que, desde “la izquierda puertorriqueña”, tramitamos las solidaridades y problematizamos la realidad que las anima, o dejamos de hacerlo…
Preámbulo
El respeto a la soberanía e independencia de las naciones no exime al resto de la humanidad que reside en las afueras de sus fronteras de asumir posturas críticas sobre sus asuntos “internos”. A todas cuentas, vivimos todos en un mismo planeta, y las fronteras nacionales son artificios históricos que no pueden valer más que la gente que lo habita. Los escenarios de guerra interior, como cualquier otro orden de conflictos que degenere en brutalidad policial o militar y demás géneros de violencias, también civiles, debe ser objeto de enjuiciamiento incisivo por parte del mundo circundante; y la razón y la búsqueda de la verdad deben prevalecer sobre las pasiones irracionales, sean de derecha o sean de izquierda.
Los medios (in)formativos tienen la responsabilidad inexcusable de tomar partido a favor de la verdad de los hechos; pero los hechos no cesan de desbordarse de sentidos y sinsentidos; y la verdad reaparece incesantemente en fuga, escurridiza e inaprensible. Entre tanto, las violencias del gobierno siguen en escalada al son de las violencias de sus opositores, alimentándose mutuamente de odios y frustraciones, de cinismos y engaños, de mezquindades y rencores. Si la oposición es aplacada por intimidación y fuerza bruta, pierde la sociedad entera. Si la oposición al final se impusiera mediante golpe de Estado, también perdería Venezuela.
Reconozcamos que existen dimensiones de complejidad que hacen virtualmente imposible discernir con entera certeza las causas más profundas del conflicto. Pero sabemos que los choques de intereses vician el entendimiento entre las partes, y el incremento de las tensiones cotidianas imposibilita gestionar las diferencias de maneras “civilizadas”; es decir, sin brutalidades.
Por el momento, no creo que los puertorriqueños aportemos a ninguna causa justa para el porvenir de esa nación hermana si cedemos a los credos, chantajes y demás propaganda de panfleto del “chavismo” o de sus adversarios. Acusar al imperialismo yanqui de los disturbios es tan absurdo como acusar al gobierno cubano de conspirar para controlar ideológicamente a los venezolanos.
La solidaridad sin condiciones es puro fanatismo, venga de donde venga; y la idolatría a las figuras de gobierno es tan perniciosa como la adulación al liderato opositor. No hay una verdad revolucionaria que se oponga de manera absoluta ante la mentira reaccionaria.
Pienso que no es alternativa legítima y justa un socialismo despótico como tampoco la vuelta a la tiranía capitalista. No sabemos cuál será la resolución final, pero sí que importa más cómo se las ingenien y actúen para llegar a ella.
Mientras el hacha va y viene… impóngase la vida humana sobre todas las diferencias.
De la utopía socialista y la aporía nacionalista
Las revoluciones democráticas del siglo XXI, sus manifestaciones políticas y respectivos proyectos de justicia social, tienen –o deberían tener- a los derechos humanos como matrices de sus acciones inmediatas y prospectivas. Los proyectos en que se materialicen tienen el encargo fundamental de preservarlos, fortalecerlos y amplificarlos. Dentro de estas coordenadas ideológicas, la progresiva democratización de los Estados de Ley y sus constituciones jurídicas no deben reducir mecánicamente las cuestiones humanas a determinismos de naturaleza económica. Los cambios estructurales que se promuevan en nombre de la “justicia social” deben adecuarse sensiblemente a una dimensión de complejidades humanas que trasciende cualquier análisis economicista. La experiencia histórica ha demostrado que un proyecto socio-político socialista que no lo reconozca no puede presentarse como alternativa radical frente al modelo capitalista dominante. Las reflexiones teóricas y experiencias políticas que antecedieron y le siguieron a la caída del bloque soviético y al “fin” de la guerra fría dieron luz sobre estas cuestiones. Un análisis histórico, reflexivo y crítico, nos previene de las consecuencias de ceder a las ilusiones míticas de la utopía socialista y a la ingenuidad de su propaganda de panfleto anticapitalista.
Si bien los principios políticos e ideales abstractos de libertad, justicia e igualdad, conforman aún el horizonte de las luchas reivindicativas de la humanidad, se requiere de sostenidos esfuerzos intelectuales y de una profunda integridad ética para comprender los modos como, en su nombre, también pueden volcarse y degenerar en lo contrario a lo que aspiran.
Demás está decir que la lectura de Marx es teóricamente insuficiente para comprender la eficacia de los modos de dominación e injusticias que actualmente sostienen la hegemonía ideológica del capitalismo a escala global. Aún así, debe estudiársele con el mismo espíritu crítico que él lo hizo sobre su objeto de estudio durante el siglo XIX. No obstante, persiste aún una tendencia entre los movimientos socialistas latinoamericanos a desvirtuar el carácter reflexivo que constituye la piedra angular de la obra del filósofo alemán.
Agrava la situación en todo el continente las influyentes corrientes de anti-intelectualismo que oxigenan pasiones irracionales, animan ilusiones irrealizables e incluso promueven deseos de apariencia revolucionaria pero que son, en el fondo, reaccionarios e indeseables.
La imaginería nacionalista contribuye paradójicamente a esta realidad, suplantando la necesidad de realizar profundos esfuerzos intelectuales con la complacencia inmediatista de dogmas patrióticos. De una parte, el discurso nacionalista se levanta contra la injerencia de intereses imperialistas extranjeros y, de otra, se impone como autoridad infalible y absoluta del poder reinante. Sea bajo un régimen de gobierno militar o civil, de izquierda o de derecha, en nombre de la Patria se han realizado innegables reivindicaciones humanistas, pero también se han cometido innumerables atrocidades contra los seres humanos. En un contexto en el que predomina el anti-intelectualismo nacionalista, las ciencias de lo político y de la vida social quedan desacreditadas frente a romanticismos populistas e invectivas patrioteras. La credulidad religiosa es, tal vez, condición primera de esta modalidad de anti-intelectualismo.
Del nacionalismo católico/evangélico y la (im)posibilidad revolucionaria
Paralelo a la fuerza adormecedora que ejerce sobre la razón crítica la demagogia populista y la retórica patriotera del discurso nacionalista, y la poderosa influencia embrutecedora del anti-intelectualismo que lo mueve y que lo sostiene, otra fuerza agravante y de consecuencias nocivas para los derechos democráticos opera dentro del imaginario político dominante en las izquierdas latinoamericanas, indiferenciadamente de sus contrapartes de derecha. La separación formal de Iglesia y Estado en los textos constitucionales se hace virtualmente inexistente por defecto de las clases gobernantes que comulgan y exhiben abiertamente sus creencias religiosas y las usan para justificar sus actos, así como para desprestigiar a sus adversarios.
Lo más terrible y vergonzoso de esta realidad es que, si bien se opera un falseamiento y encubrimiento sistemático de la realidad histórica, la clase política dominante manipula el lenguaje y simbología religiosa para suplantar con premisas falsas y primitivas supersticiones la actitud reflexiva y crítica, científica y filosófica, ética y política que urge en todo momento. Tal sucede en el contexto “revolucionario” de Venezuela. Es política del gobierno bolivariano ignorar el papel protagónico que jugó la Iglesia católica romana en la historia de la conquista y colonización europea de las Américas; ignorar las atrocidades genocidas que patrocinó abiertamente, incluyendo la empresa esclavista, la subordinación de las mujeres al ideario patriarcal judeo-cristiano y la violencia asesina contra homosexuales, por referir solo algunos ejemplos. La Biblia sigue siendo un recetario de valores antagónicos a los derechos humanos, y el gobierno de Venezuela, en idénticos términos a como lo hacen sus opositores políticos, manipula sus contenidos para movilizar/manipular a las masas.
Recordemos que, desde finales del siglo XV, la evangelización cristiana constituyó un eufemismo del imperialismo europeo, y la conversión forzada al catolicismo un poderoso recurso de colonización ideológica, de control social y dominación política. No obstante, el nacionalismo latinoamericano fue católico desde sus estadios iniciales. Desde las sediciones e insurgencias coyunturales hasta las guerras de independencia, el grueso de los movimientos independentistas estuvo dirigido, predominantemente, por élites políticas y militares católicas. Desde entonces, la subsistencia del negocio de la Iglesia católica en la región ha estado sujeta a su capacidad institucional de amoldarse a los cambios de mando en las administraciones de gobierno, indistintamente de sus respectivas orientaciones ideológicas y fronteras nacionales. El concepto de “patria” nunca le ha sido extraño, y se ha ajustado a conveniencia en su devenir histórico, antes con la madre patria española, luego con las patrias emergentes, convertidas en estados nacionales independientes pero sin dejar de ser oficialmente católicos.
La complicidad de la Iglesia católica romana con las dictaduras militares y las oligarquías latinoamericanas es harto conocida y se puede rastrear sin mayores dificultades. Al margen de ciertas elucubraciones teológicas y modulaciones retóricas de algunos políticos de la izquierda nacionalista católica o evangélica, el saldo de las credulidades religiosas de la cristiandad latinoamericana confirma la efectividad del inmenso poder colonizador de la institución eclesiástica, aún en el siglo XXI. La Iglesia católica es una corporación transnacional. Su hegemonía en el mercado regional de la fe y su predominio en el comercio de primitivas supersticiones y moralidades anacrónicas, le requiere de flexibilidad gerencial en materia de alianzas políticas. El oportunismo de la alta jerarquía eclesiástica es solo comparable al oportunismo de las clases políticas que comparten y se apropian a conveniencia del discurso religioso para manipular a la ciudadanía, ya para retener los mezquinos intereses del capitalismo, ya para justificar las contradicciones, ambivalencias e insuficiencias del proyecto socialista.
El actual gobierno bolivariano de Venezuela es ejemplar al respecto. El presidente Nicolás Maduro relató a los medios (in)formativos que, a inicios de la campaña electoral y mientras oraba solitariamente en una pequeña capilla católica, adornada con un Cristo y una foto grande de Chávez, entró un “pajarito chiquitico” que dio tres vueltas alrededor de su cabeza, se postró en una viga de madera y silbó: “…si tú silbas yo silbo, y silbé…” El pajarito “silbó un ratico, me dio una vuelta y se fue… y yo sentí el espíritu de él.” El primer mandatario venezolano no vaciló en detallar su experiencia “espiritual” y añadió enseguida que sintió al fenecido gobernante “…como dándonos una bendición, diciéndonos ‘hoy arranca la batalla, vayan a la victoria, tienen nuestras bendiciones…’”
Posteriormente, en rueda de prensa donde anunciaba con júbilo la selección del nuevo papa de la Iglesia católica romana, por su origen latinoamericano, dijo con seriedad y convicción: “…nosotros sabemos que nuestro comandante ascendió hasta esas alturas, y está frente a frente a Cristo. Alguna cosa influyó para que se convoque a un papa suramericano…” [ver video] En la última entrevista concedida a CNN internacional, a inicios del mes de marzo, el presidente Maduro alegó que la anécdota de la aparición del espíritu de Chávez por mediación del pajarito ha sido “desfigurada”: “¿Para qué? Pa’ presentarme a mí como loco…” No negó la autenticidad de su experiencia espiritual y la justificó invocando el respeto a la “espiritualidad” de cada uno, que –según cree- es la base para “entenderse y conectarse con Dios.” Reiterando el carácter católico de sus convicciones religiosas, aseveró que el estado de situación actual, desde que inició la “revolución bolivariana” hace quince años, es un milagro de Dios: “Dios existe. …y el mundo maravilloso de nuestro Dios, de nuestro Cristo (pausa) …ten la seguridad que nos acompaña con sus bendiciones… de distintas maneras nos acompaña. Si no, no hubiéramos llegado a donde estamos hoy parados… Lo que ha sucedido… es un verdadero milagro, y el milagro continuará…”
Dentro de la imaginería religiosa, los milagros son sucesos carentes de sentido racional e inexplicables mediante lógica científica. Por tratarse de hechos atribuidos a la intervención divina, pueden prescindir de todo intento explicativo, despreciando cualquier análisis serio y profundo como ejercicio insustancial de la razón, como esfuerzo intelectual superficial y vano. El recurrente anti-intelectualismo que caracteriza la propaganda ideológica del discurso “bolivariano” moderno tiene raíces religiosas fundamentadas en las primitivas doctrinas de la Iglesia católica romana. Esta realidad no se materializa de manera exclusiva en la dimensión de una credulidad religiosa inconsecuente para la vida política en general o en la aparente inocencia de las prácticas de la espiritualidad de cada sujeto singular. Más adelante trataré este tema con referencia al ámbito constitucional.
Quiero acentuar antes que existe una diferencia abismal entre la persona que dice hablar con Dios y cree que este lo escucha y que incluso atenderá sus súplicas, y la persona que cree que Dios le ha hablado directa o indirectamente, ya sea porque escuchó su voz, se le apareció en sueños o por medio de un emisario, sea en la forma de un ángel, de una virgen o de un pájaro. Al primer tipo de persona corresponde una subjetividad religiosa o espiritual a la que no se le suele diagnosticar trastorno psicopatológico alguno, principalmente porque sus amigos imaginarios son relativamente inofensivos para la sociedad e incluso cumplen una función emocionalmente estabilizadora o anímicamente consoladora. Por el contrario, en la persona que cree que Dios le ha hablado, sí es común sospechar indicios de algún trastorno de personalidad y, dependiendo de la severidad de los síntomas y del particular cuadro clínico, clasificarla dentro del amplio registro de la enfermedad mental o la locura. Pero no me interesa abordar aquí los dominios ideológicos de la psiquiatría o los intereses económicos de la industria farmacéutica en la promoción de etiquetas psicopatológicas. A los latinoamericanos revolucionarios no nos puede ser indiferente la marcada religiosidad del primer mandatario venezolano, principalmente porque constituye un obstáculo intelectual de primer orden a los proyectos emancipadores y reivindicativos de los derechos humanos en esta parte del mundo. La preocupación tiene raíces históricas, y no debemos ignorar los efectos psico-sociales de un poder político, económico y militar que invoca a Dios como garante legitimador de sus dominios, y remite a la Biblia como fuente de inspiración de sus actos y proyectos futuros.
Ningún proyecto político revolucionario puede asentarse en alteraciones perceptuales de la realidad o estimular trastornos en la conciencia de la misma (alucinaciones, delirios, paranoias, etc.) La religión estimula estos comportamientos y suelen degenerar en actitudes hostiles contra quienes no comulgan con los mimos credos, así como justificar la petrificación de entendidos irracionales, creencias absurdas y leyes injustas. Cuando un jefe de Estado, comandante de las fuerzas armadas de su país y respaldado mayoritariamente por el electorado, cree que el Dios imaginario, violento y cruel, de la Biblia, es realmente un aliado suyo, y lo que pasa en su entorno está directamente vinculado a un proyecto divino, nada bueno augura el porvenir.
Un proyecto político socialista revolucionario es antagónico e irreconciliable con el nacionalismo católico/evangélico, y contraproducente al ideario democrático/emancipador de nuestra América. Sépase: Dios no existe y las revoluciones no son milagros.
Estado de Ley: Constitución y derechos democráticos
La idealización lisonjera del estado actual del derecho constitucional en Venezuela, como en cualquier otro estado nacional del mundo, es una irresponsabilidad política e intelectual. Las cartas de derechos “formales” siguen siendo insuficientes y los derechos humanos permanecen sujetos al poderío despótico de la Ley. Las virtudes humanistas consagradas en el texto constitucional bajo el signo de los derechos democráticos no pueden usarse para justificar sus insuficiencias, faltas y contradicciones. Por ejemplo, la Constitución venezolana consagra como un derecho político consustancial con la vida democrática el de la manifestación pacífica, y los ciudadanos tienen derecho a manifestarse, pacíficamente y sin armas, sin otros requisitos que los que establezca la ley. (Artículo 68) Chávez, con referencia a la Constitución, incluso se mofó públicamente de la idea de pedir permiso para ejercer el derecho a la protesta. Sin embargo, Maduro ha restaurado la potestad absoluta del Estado para coartar este derecho democrático condicionándolo a obtener permiso previo de la autoridad de gobierno: “…para marchar en este país se necesita un permiso, de acuerdo a la ley…”.
Podemos comprender las reservas preventivas del gobierno como reacción defensiva ante las manifestaciones violentas de algunos ciudadanos, y que se tomen las medidas de seguridad pertinentes para regular y controlar los excesos, como es natural en cualquier país. Pero el temor gubernamental no justifica la suspensión o el condicionamiento arbitrario del derecho a protestar, sobre todo cuando se hace contra el propio gobierno. Este es un principio democrático, ético y político, fundamental, aun cuando el poder del Gobierno, en estado de guerra (que no es el caso), declare un régimen de excepción o estado de sitio, suspenda las garantías constitucionales y faculte a las fuerzas armadas o autoridad militar a regir sobre la sociedad civil.
Hay otros aspectos sensibles que ponen en entredicho el carácter democrático del texto constitucional venezolano. Todavía el espíritu absolutista de la Ley sigue contradiciendo explícitamente principios políticos democráticos que son esenciales. Por ejemplo, la Constitución reconoce que toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y a manifestarla, salvo que su práctica (…) constituya delito. (Artículo 61) Inmediatamente acentúa su contradicción: “La objeción de conciencia no puede invocarse para eludir el cumplimiento de la ley…”. Pero la objeción de conciencia es un mecanismo de acción política legítimo e inalienable de todo ciudadano ante lo que juiciosamente considere injusto. Si el ciudadano es criminalizado por desobedecer una ley que atenta contra su conciencia, y es obligado a obedecer la ley solo porque lo impone la ley, ¿de qué le vale tener conciencia?
Asimismo, dado el carácter religioso del nacionalismo venezolano, persisten legislaciones constitucionales que discriminan arbitrariamente contra amplios segmentos de la población. Anulando el espíritu revolucionario del proyecto humanista del socialismo, reproduce los primitivos vicios moralistas del catolicismo romano, protegiendo de manera exclusiva y privilegiada el matrimonio entre un hombre y una mujer (Artículo 77), en desprecio tácito a los derechos humanos y civiles de la comunidad no-heterosexual.
Sobre la base de los mismos credos religiosos, los derechos reproductivos de las mujeres siguen coartados por la voluntad patriarcal del cristianismo predominante en el discurso y la práctica de la Ley. A pesar de saberse a ciencia cierta los riesgos a la salud y la vida de las mujeres, la opción del aborto sigue siendo ilegal, y la pena puede extenderse hasta dos años de cárcel para la mujer y hasta tres años al médico que le asista.
Y así, consecuentemente, podemos pasar balance crítico sobre otras numerosas áreas del derecho constitucional; detectar las insuficiencias y contradicciones del discurso de “ley y orden”; e identificar los obstáculos ideológicos que contravienen esos ideales democratizantes del humanismo revolucionario del que el imaginario socialista se presenta como portaestandarte.
Moraleja
Ciertos sectores que comulgan dentro de la imaginería política de “la izquierda” latinoamericana en general, y de la puertorriqueña en particular, permanecen entrampados en arcaicos esquemas mentales que imposibilitan comprender cuestiones teóricas y filosóficas más complejas que las habituadas a ocupar centralidad fija en el orden idealizado y petrificado de sus retóricas. Tanto el estancamiento intelectual como el anti-intelectualismo son efectos de una suerte de dogmatismo ideológico, que no solo entorpece las posibilidades de concretizar los cambios anhelados, sino que, además, arriesga a que de operarse las transformaciones estructurales deseadas, poco o nada cambie en lo esencial.
Los ideales abstractos que animan la utopía socialista deben tener su materialidad más precisa en la vida humana y no fuera de ella. Las alternativas a un capitalismo deshumanizante no pueden recrear los mismos patrones de conducta, entendidos y creencias irracionales que lo sustentan. El anti-intelectualismo en la dimensión de lo político tiene raíces profundas en las credulidades religiosas, y el saldo es siempre una trivialización de los problemas reales, y tiene por efecto producir “soluciones” que degeneran en superficialidades, si no en contradicciones.
El nacionalismo no es una virtud en sí mismo, y a la larga termina embruteciendo del mismo modo que cualquier otro fanatismo religioso. El nacionalismo católico no solo contradice el ideario revolucionario del proyecto socialista sino que, además, lo imposibilita. La separación constitucional de Iglesia y Estado no se limita a la forma institucional de la Iglesia sino que obliga al Estado a abstenerse de cualquier alusión o referencia al discurso religioso, en cualquiera de sus manifestaciones. En un Estado Democrático de Derecho, ni Dios ni la Biblia pueden invocarse como fuente de legitimidad de la autoridad política o como justificante de sus acciones. La Patria y Dios han sido los pilares ideológicos de todos los gobiernos de derecha, y si la izquierda los imita, ¿en dónde reside la diferencia sustancial? Si la respuesta remite exclusivamente a cuestiones económicas, ¿en qué consiste lo revolucionario del programa socialista?
Asimismo, es preciso advertir que la virtud de una sociedad democrática no reside en la obediencia ciega a la Ley, ni su valor trascendental lo constituye el despotismo de una mayoría electoral. El derecho de existencia de las minorías políticas y el respeto a las disidencias son partes integrales del ideario democrático, y cualquier intento de sojuzgar las diferencias para encuadrarlas en un molde ideológico único es un atentado contra el derecho humano a la singularidad existencial y la libertad.
El socialismo democrático no puede ser un estado rígido al que pueda llegarse de una vez y asentarse en definitiva. Es un proyecto ético-político-social en construcción permanente, inacabable por la naturaleza humana de sus constructores y detractores. No existe un modo único de hacer las cosas, que valga igual para todos y en todo momento. Lo que de revolucionario pueda tener cualquier intento por construir un mundo mejor, allá como en cualquier parte del mundo, no será determinado por las fuerzas de fanatismos ideológicos (religiosos o políticos) y sus propagandistas anti-intelectuales. Lo será, si acaso, por las fuerzas de luchadores pensantes, amantes y por ello a la vez críticos radicales de la humanidad y sus ilusiones de justicia y libertad.