Nuestra decrépita democracia
Hoy, lamentablemente, aunque con otros “enemigos” declarados a nivel tanto estatal como internacional, seguimos repitiendo ad nauseam el consabido estribillo de “qué bueno que la tenemos [la democracia formal]” para así sesgar cualquier oportunidad de hablar abiertamente sobre política, modelos de democracia y modelos de justicia que sean compatibles entre sí y no excluyentes, como tantas veces suele ocurrir. Una revisión rápida por las ideas de democracia –de demos (pueblo) y kratos (poder) en griego- que han imperado a través de su surgimiento en Atenas ya hace más de dos mil quinientos años, nos puede llevar a clasificar en cuatro modelos básicos cómo entender la democracia como forma de gobierno. La teoría clásica, cuyo sentido todavía es muy compartido en las discusiones políticas vigentes, conceptualiza a la democracia como aquella forma de hacer política que obedece y respeta la voluntad del pueblo, del demos. El surgimiento de esta idea de democracia, Schumpeter lo sitúa entre los siglos XVII y XVIII, en pleno crecimiento del Estado moderno y de las ideas de “contrato social”, “pueblo”, “voluntad general”, “bien común”, etc.1 En fin, una teoría cónsona con la instauración de la Modernidad y con la ráfaga intelectual desarrollada durante la Ilustración europea.
No obstante, ya son ampliamente conocidos los peligros que, ante una idea rústica e ilimitada de la idea clásica de democracia, pueden surgir en la administración de la res publica. Sin embargo, su definición básica sigue siendo popularmente muy aclamada como elemento necesario para un gobierno democrático. Claro está, gobierno democrático que no extingue la posibilidad de convertirse en una tiranía de mayorías si no existen límites precisos para la protección de ciertos ámbitos como los derechos civiles y humanos en nuestros ordenamientos jurídicos.
Por otro lado, una segunda idea de democracia también ha sido extremadamente relevante en la reflexión política sobre la forma de gobernar: la teoría elitista. En síntesis, esta teoría, también hoy muy vigente en las concepciones de no pocas personas, se caracteriza por entender que la función del pueblo, del populus en el ámbito latino, es la de escoger formalmente un gobierno que administre el Estado. Mediante esta idea se privilegia que sectores o élites sociales compitan en la palestra pública para la obtención de votos de la ciudadanía mediante un proceso electoral formal en el cual las personas tendrían el derecho a escoger a quienes compiten por la obtención de cargos públicos.2 Contrario a la teoría clásica, mediante la teoría elitista se instaura un gobierno de los políticos y las políticas, limitando la participación ciudadana al ejercicio pasivo de meramente escoger entre las élites que luchan entre sí por alcanzar los cargos de poder estatal.
Contrasta con esta idea elitista de democracia una tercera idea que también es de suma relevancia en nuestra contemporaneidad: la teoría pluralista. Si bien ante la teoría elitista no existen entidades intermediarias entre el sujeto pasivo que ejerce el sufragio para escoger a las élites que ocuparán los cargos de la administración pública, la teoría pluralista reconoce que hay agentes sociales que sí son intermediarios en la realidad política y democrática. Sectores de la llamada sociedad civil, las asociaciones, los sindicatos, las agrupaciones, las iglesias, son muestras de entidades que ejercen funciones políticas activas que contrastan con la pasividad del sujeto que sólo ejerce el derecho al sufragio pasivo. Aunque aceptando el elemento procedimental necesario en la democracia, la concentración del poder político no yace solo en las manos de las élites que han sido herederas de este poder por sus capacidades materiales, sino que el poder político también se distribuye y se diluye en esta serie de agentes y entidades sociales que activamente defienden causas que se contradicen con las de otras entidades o las propias élites políticas. Inspirados e inspiradas en gran parte por ideas que surgieron notablemente de la pluma de James Madison3, quienes propugnan esta teoría tienden a pensar que, entre más facciones y sectores sociales en la lucha política, más efectiva y saludable será la democracia.
Una cuarta idea de democracia ha surgido en el siglo XX con una fuerza de razonamiento muy grande, pero todavía sin efectos prácticos muy notables. La teoría deliberativa emerge como alternativa democrática más efectiva y eficaz amparada por un procedimiento de deliberación racional en el cual la voz de cada una de las personas afectadas por la norma en cuestión debe ser tomada en consideración.4 Es decir, un proceso deliberativo no se caracteriza por actos de habla con fines estratégicos –como los que vemos todos los días en la opinión pública por parte de nuestras clases políticas, y que se caracterizan por la demagogia burda, el dogmatismo rancio y la falacia constante-, sino por actos de habla comunicativos en los que se desea genuinamente comunicar intersubjetivamente una posición fundamentada racionalmente y mediante una voluntad de poder ser convencido por las demás personas en el debate deliberativo.5 En esencia, dinámica deliberativa que se distingue no por la coerción que caracterizan los actos de habla estratégicos (por la intimidación, por la amenaza, por el chantaje, etc.), sino por la prevalencia del peso racional de los actos de habla comunicativos.
Así, las decisiones políticas mediante un proceso democrático deliberativo serán escogidas según el peso racional –no dogmático, no falaz, no demagógico, etc.– de los argumentos públicos que se esbocen en un espacio en el que todas las personas afectadas por la norma pueden participar de la deliberación de la misma. No es un regreso a la idea de democracia participativa del ágora griega –en el cual eran más las personas excluidas que las incluidas en los debates de la democracia ateniense-, sino de crear procesos graduales y escalonados de deliberación política que hagan emerger aquellas voces de las personas afectadas por las decisiones de nuestros Estados, pero que ante los sistemas democráticos actuales suelen ser obviadas, calladas o meramente ni tomadas en cuenta. Es un intento de crear y depurar unos procedimientos democráticos que en tantas ocasiones, especialmente en los asuntos neurálgicos relativos a la justicia distributiva, son vilmente manipulados por profesionales de las pantomimas proselitistas que solemos percibir –increíblemente sin asombro- cada día.
Ahora bien, ¿qué idea o ideas de democracia están en el fondo de nuestras dinámicas políticas en la esfera pública? ¿Cuál es el modelo que se impone en el quehacer político de la administración de la res publica? ¿Qué modelo sería el más justo, transparente y efectivo como propuesta política para un futuro? Soy consciente que la pregunta por el modelo de democracia que existe, y el modelo de democracia al que deberíamos aspirar, no apremia ante nimiedades hechas hipérboles retóricas que suelen caracterizar mucha de nuestra dinámica política. No obstante, la discusión sobre el modelo de democracia existente y el que debería existir es, y no tengamos duda al respecto, elemental si queremos entender en la etapa tan paupérrima en la que estamos estancados hace tanto tiempo.
¿Cuál es el papel del ciudadano y ciudadana en nuestra modelo democrático? Hay un sector muy importante de las cúpulas de los partidos políticos tradicionales en Puerto Rico, pero especialmente dentro de los partidos políticos que han sido hegemónicos en el bipartidismo institucionalizado que desde hace tantas décadas peligrosa y nocivamente se ha instaurado, que entiende que el modelo democrático más deseable es el que concibe a la ciudadanía como acicate electoral para la elección de políticos y políticas profesionales. Y cuando se habla de políticos profesionales no se refiere a personas que han dedicado gran parte de su vida al servicio público y llegan o se mantienen en cargos públicos electivos. El político profesional creo que se vincula a la idea de la asunción de un rol social específico que en nuestro país tiene una herencia discriminatoria clara. Estructuralmente, al parecer, los partidos políticos siguen arrastrando un importante lastre de la teoría elitista que seguimos viendo a diario, cuatrienio tras cuatrienio, y de la forma más descarada.
Primero, porque siguen pensando en la idea de líder único –rentable institucionalmente, construido políticamente- de carácter mesiánico que es quien guía a la ciudadanía pasiva hacia el “mejor de los destinos posibles”. Es la vieja promesa caudillista que idolatró (e idolatra vehementemente) a personajes como Luis Muñoz Marín, en el Partido Popular Democrático, o a Pedro Rosselló González (y ahora a su hijo por su condición de hijo), en el Partido Nuevo Progresista. Es la visión caduca de crear un personaje que funge como líder con el único objetivo del triunfo electoral en los próximos comicios. La construcción de esta idea de caudillo contemporáneo, como era de esperar, alberga los graves prejuicios culturales que se intentan ocultar a toda costa, pero que supuran como volcanes ante escisiones temporales en las que se desvelan las desigualdades entre las partes. Criterios como el abolengo –tan importantes para las “familias de bien”, para el traspaso hereditario de los privilegios intactos-, la raza, el género, la profesión, la condición social, entre otros, son claves para la construcción del caudillo rentable de nuestra política partidista, que más que dinámica política se halla inmersa en una peligrosa lógica neoliberal de mercado.
Pero la teoría elitista no se reduce a escoger la cara de la administración pública que desean hacer rentable como un producto más en el mercado de consumo, sino que se extralimita a aquellos puestos y cargos públicos que sean trascendentales para el gobierno del territorio. Estos prejuicios anclados en una sociedad de tantas desigualdades también son efectivos en las nominaciones a puestos claves en las agencias del gobierno, a la judicatura, a las corporaciones públicas, a la fiscalía, etc. A lo que Rancière6 llama policía institucional. En el caso de la nominación y confirmación de jueces y juezas, de todos los niveles, pero especialmente de los tribunales apelativos, el expedito proceso de nominación y confirmación se caracteriza por el surgimiento normalizado –a muy poca gente le asombra como nos asombra a otras y otros- de relaciones familiares en común entre aquellas personas nominadas y quienes los y las nominan y confirman, de coincidencias en estudios, en escuelas, en universidades, en trabajos, en el tiempo libre, en la urbanización y hasta en el “barrio”. La lista que preparan “expertos” en materia jurídica para conseguir el juez o la jueza que más se acerque ideológicamente al trabajo proselitista del país, contrasta drásticamente con los méritos de otros y otras profesionales que jamás fueron considerados meramente por no ser cercanos al núcleo de poder del partido en el poder. Eso, alto y claro, hay que denunciarlo porque nos hace cada vez más pobres institucional como democráticamente.
Este proceso no sólo parte de una concepción en la cual la ciudadana o el ciudadano es un mero espectador pasivo durante un proceso tan decisivo como la elección de jueces y juezas del país, o cualquier otro funcionario público de alta envergadura, sino de una idea de nuestro mercado económico neoliberal que impulsa hacia la pasividad e individualismo a conveniencia ante cualquier proceso político. La idea de aislar a la persona de la esfera pública, no sólo físicamente mediante una planificación urbanística que propicia la privatización y el aislamiento en términos espaciales, es una concepción muy útil para una teoría elitista de la democracia, en la cual se ha visto cómo élites familiares y profesionales se han perpetuado en el poder de forma casi irremediable. Es la pésima idea de que la persona sólo es útil en tanto derechohabiente del derecho al sufragio pasivo cada término eleccionario, y que ésta sólo se debe ocupar de lo que le afecte a su casa, estómago y bolsillo, nada más.
Muestra de esto es la nefasta estrategia –falaz e irresponsable- de intentar proponer –no de dialogar para escuchar, para comunicar, para ponderar razones públicas, para deliberar- una calculadora mediante la cual una persona puede calcular si una reforma tributaria que afecta a tres millones y medio de personas les es conveniente o no. Es decir, que poco importa el impacto que tenga la supuesta reforma tributaria elaborada por “expertos” tecnócratas en la calidad de vida colectiva, ni de los sectores más marginados y vulnerables, o de los sectores más privilegiados, sino que lo único que debe importarme es cómo me afecta a mí. Esta es una clara lógica del mercado privado (confundido ya con lo público) que se utiliza para hacer rentable un dispositivo político de la envergadura de una reforma tributaria, pero encapsulada o enlatada como detergente en rebajas. Es despolitizar el asunto. Es aislar de la persona aquel entendimiento político de lo que significa para un colectivo una reforma tributaria en un país con índices de desigualdad socio-económica realmente alarmantes.
Especialmente, y es lo más grave, es despolitizar la discusión imperativa de por qué aquellos y aquellas que menos tienen –que sin duda se verán afectados por un por ciento tan alto de impuesto sobre el consumo como el propuesto- son quienes se seguirán afectando progresivamente, y quienes más ostentan quedan intactos en sus beneficios tributarios, sus exenciones, sus privilegios y su impunidad ante la intocable evasión contributiva a conveniencia. Precisamente eso es lo que hay que discutir con un panorama claro, amplio y sincero sobre realmente quiénes se han beneficiado desproporcionadamente toda la vida de un sistema tributario tan ineficaz y perverso (por su capacidad de perpetuación de inequidad en la redistribución de recursos) como el que hemos tenido. No obstante, la discusión lanzada por el Estado, y mantenida por múltiples sectores del país, propicia el individualismo servil, el ensimismamiento irresponsable, la miopía sobre una realidad repleta de desigualdades, y la típica dinámica oportunista y estratégica del proselitismo más vacuo. Es, lamentablemente, una consideración de un asunto político bajo el prisma de la lógica empresarial de un Estado cada vez menos público, cada vez menos político.
A manera de paréntesis, esto nos lleva a realizar una pregunta imperativa en nuestra contemporaneidad: ¿quién es el soberano? ¿El Estado o el mercado? Cada vez las estrategias proselitistas en el ámbito político son estrategias que funcionan mediante la lógica del mercado. El asunto de Puerto Rico, que sin duda alguna se encuentra en una inaceptable condición colonial y de subordinación política respecto a los Estados Unidos de América, no se reduce a la descolonización que debió haber ocurrido tanto tiempo atrás. El asunto de la soberanía trasciende esos linderos y discusiones muchas veces arcaicas, para adentrarse en un complejo entramado de manifestaciones y técnicas de poder cuyos emisores o agentes suelen estar siempre tras bambalinas en la arena política. Un entramado que va desde la persona beneficiada por la administración de turno con exquisitos contratos millonarios de servicios, obras, etc., y que está detrás de proyectos de impacto ciudadano en la sociedad, hasta las casas acreditadoras del mercado privado que fungen como verdugos a sueldo para la permanencia del statu quo económico a nivel mundial. Un asunto que, sin duda, no se agota con las endebles y muchas de ellas estériles discusiones de un sector soberanista de uno de los partidos que han producido el desastre político en el cual nos encontramos.
Por otro lado, si bien creo que existe un componente notable de teoría elitista en nuestra democracia deficitaria, también hay que reconocer que por un importante sector existe una concepción de democracia allegada a la teoría pluralista. Dicho de otro modo, que hay agentes sociales, especialmente provenientes de la sociedad civil, de los gremios profesionales, y de las iglesias, que se enfrentan ante sí o ante los poderes institucionales del Estado. Sectores que no asumen una actitud pasiva ante una democracia de cada cuatro años, sino que entienden que la lucha en la esfera pública, influyendo en la opinión pública y en la toma de decisiones del gobierno, es elemental en un modelo de democracia más efectivo que la teoría elitista de las administraciones de personas “expertas”. Sin duda este panorama existe en Puerto Rico como una realidad tangible. Muestra de ello es el reciente logro del movimiento feminista del país –cada vez más presente, más activo y más grande- ante la aprobación de la normativa correspondiente a la educación con perspectiva de género en nuestro sistema de educación pública. Algo que parecería ser tan necesario en cualquier democracia que aspira a la equidad entre géneros, pero que para que se aprobara se tuvo que dar una lucha de años.
No obstante, este modelo de teoría pluralista es cada vez más incompatible, si de esfuerzos colectivos se trata, con el individualismo radical que nuestro sistema económico y político privilegian como dinámica ciudadana (aunque es todo lo contrario) más óptima. Un individualismo que agota la oportunidad misma de pensar, de reflexionar, de deliberar en la esfera pública. Un individualismo –reinante, por ejemplo, también en grandes partes de Estados Unidos- que se ha normalizado al extremo de despolitizar asuntos colectivos y delegar en las cúpulas de funcionarios y candidatos políticos las decisiones administrativas y políticas como si de un consejo de administración de la empresa privada se tratara. Este modelo empresarial, tan común en las dinámicas políticas de hoy alrededor del mundo, y cuyo epítome ha sido la troika para el rescate económico de Grecia, sigue preservando estructuralmente una teoría elitista que, a estas alturas, no debería tener cabida en nuestra acción política.
No tengo dudas que la reacción de tantos y tantas a estos planteamientos sean los mismos derroteros que hemos utilizado por tanto tiempo para descalificar oportunidades realmente realizables. Que tilden de utópica a una persona por pensar que la democracia como gobierno del pueblo no debería corresponder con cúpulas de tecnócratas e ideólogos de élites en despachos a oscuras, de verdad, es haber sucumbido a la putrefacción de un sistema cada vez más antidemocrático; menos transparente; menos participativo, y mucho menos deliberativo. Que por múltiples razones sigamos prefiriendo acatar órdenes, sufrir efectos de normas en cuya promulgación no tuvimos nada que ver, no darnos cuenta quién es en realidad soberano ante nuestra política, no quiere decir que no haya alternativas a un modelo de democracia que más se asemeja a la administración de una hacienda –con el elemento hereditario y de abolengo que ello conlleva- que a la de un colectivo que aspira en algún momento a convertirse en un país, en un Estado.
Un primer paso para depurar algo de nuestra decrépita democracia sería impulsar nuevos procedimientos democráticos de participación ciudadana en temas políticos que hoy son el quehacer de agencias privadas, tecnócratas a sueldo o administradores de despacho. La participación ciudadana, no sólo de las élites, de los sectores “expertos” o de los burócratas, es imprescindible para la legitimación de decisiones que afectan a un colectivo en tanto colectivo de personas. Los procesos de impacto notable de tipo económico, ambiental, educativo, salubrista, social, urbanístico, por decir algunos ámbitos extremadamente sensibles e importantes, deben provenir de esfuerzos plurales y participativos que puedan legitimar la gestión institucional en cada uno de los ámbitos en los que el Estado tenga competencia. No se trata de justificar la imposición de una incineradora en un municipio del norte con estadísticas y con datos sobre el impacto ambiental en otras jurisdicciones, sino de deliberar entre todos y cada uno de los afectados –mediante procedimientos que propicien la viabilidad de ello- las razones a favor y en contra que existen para tomar una decisión informada al respecto conociendo qué prefiere la ciudadanía informada que se verá afectada por la misma. Ejemplos hay de sobra, y nada de utópicos tienen si el cálculo mercantil utilitarista no se impone ante la participación ciudadana misma.
Por otro lado, la dinámica política irresponsable que impone violencia verbal y estratégica –no para convencer, sino para ganar- en nuestros diálogos y discursos políticos debe cambiar radicalmente, y está en nosotros y nosotras aceptarlo o rechazarlo. El llamado oportunismo político mediante argumentos y refutaciones demagógicas, personalistas y hasta dogmáticas no tienen cabida en la discusión de asuntos que son neurálgicos para el conjunto de la ciudadanía. Tampoco la alternativa de construir discursos amparados en la nostalgia romántica de antaño, en la caricaturización del jíbaro puertorriqueño, en la vestimenta melancólica de los años 40 y 50, es lo que requiere una democracia más efectiva y transparente. Lo único que puede depurar el diálogo político es la aparición de razones públicas –desde las más débiles hasta las más fuertes- que se debatan con la seriedad que ameritan. No obstante, para ello, los agentes políticos también deben tener la disposición de poder ser convencidos, porque si no es así, estaremos condenados al conato de tiranía de quien vence electoralmente cada cuatrienio.
Esta actitud de apertura a ser convencido es una de las precondiciones para un diálogo efectivo entre las partes. ¿De qué vale que se hagan dos o mil vistas públicas cuando la decisión está ya tomada desde el principio y los agentes políticos no tienen la apertura de dejarse convencer –si lo logran- por quienes piensan distinto? ¿De qué vale escuchar a comunidades enteras si lo que prevalecerá es la decisión de costo-beneficio que se realizó antes de anunciar la vista misma de participación ciudadana? Podemos perfectamente ver cómo nuestros agentes políticos actuales se comportan de esta manera. Podemos percibir estas dinámicas a diario en el quehacer legislativo, administrativo y ejecutivo del país. ¿Seguiremos avalando estas dinámicas aun cuando sabemos que esconden una enorme farsa? ¿Seguiremos viviendo en la mentira condenada por Sócrates aun cuando tenemos las herramientas de poder enfrentarnos a ella?
Claro que se puede. Claro que no es un imposible y que, paso a paso, se podría construir algo mucho más verdadero, auténtico y justo que la pantomima que todavía existe en tanta de nuestra política. Claro que podemos decirle no a que el abolengo, la raza, la procedencia social y el género sean factores fundamentales para perpetuar privilegios de antaño en generaciones presentes y futuras. Claro que podemos rechazar que nos impongan caudillos neoliberales que por su apariencia y por la construcción rentable que han hecho de ellos o ellas siguen en los cargos más importantes de nuestras administraciones, empezando por la gobernación. Claro que podemos repudiar cualquier decisión que se haya tomado a espaldas de procesos de participación ciudadana que son quienes realmente pueden legitimar la aprobación e implementación de normas en un colectivo político.
Lo que no podemos es seguir avalando la dinámica oportunista e individualmente rentable de callar y no denunciar, de aliarme y oportunamente no deliberar para la obtención de una ventaja o privilegio personal, ya sea en el ámbito laboral o en el político. Aferrarnos a las mismas dinámicas, aceptar que ya de por sí en el próximo cuatrienio ganará la construcción de candidato que haya realizado uno de los dos partidos que han gobernado prepotentemente a través de tantas décadas, y que poco se puede hacer, no sólo es claudicar a la política, sino a la ciudadanía misma. ¿Qué cabida tiene un ciudadano o ciudadana ante tal escenario al parecer tan predeterminado, en el cual la estrategia, el complot y la lógica del mercado son las que guían el quehacer político del país? Pues la de rechazo, y entre mayor y más fuerte sea, mejor. No le hacemos ningún favor al colectivo si seguimos pensando de la forma en la que el sistema económico y político nos exige. Arrastraremos y seremos cómplices, de hecho, de la cantidad enorme de prejuicios y desigualdades que están detrás de esas dinámicas a las que no nos atrevemos a denunciar por razones que van desde la amistad con personas allegadas al poder institucional, que tan rentable ha sido en Puerto Rico aparentemente, hasta los deseos profesionales de tipo individual.
Dicho de otra manera, habría que execrar todos y cada unos de los aspectos de la teoría elitista de democracia en la que nos desenvolvemos, así como reconocer la existencia de sectores sociales que comparten el poder político con las clases políticas de corte institucional y representativas, y abrir vehículos de procedimientos democráticos de participación ciudadana que sean elementales en la toma de decisión de asuntos clave para nuestra calidad vida, nuestra educación, nuestra salud, nuestra economía, nuestra subsistencia alimentaria, etc. Sólo de esa manera estará legitimada una decisión que afecta a un colectivo que ni oportunidad tuvo de ser escuchado al respecto o, en la alternativa, que si bien fue escuchado, fue obviado desde el principio porque ya la decisión, antes de las vistas públicas mismas, era irreversible.
Está en nosotros construir un modelo de democracia que no se esconda en los mecanismos de marketing y en la lógica del mercado, en los abolengos sacralizados y en las estirpes institucionales idealizadas. Un modelo de democracia que no claudique ante los cálculos utilitaristas de costo-beneficio que los mercados imponen despiadadamente para mantener las ilegítimas desigualdades que perpetúan de forma descarada. Que la política vuelva a tener sentido y no se enclaustre en oficinas de técnicos de la burocracia o ideólogos con ínfulas tiránicas. No nos conformemos con las mismas dinámicas y los mismos agentes que han provocado que nuestra democracia en Puerto Rico sea, realmente, decrépita.
- Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia, Díaz García, José (trad.), 1952, Buenos Aires, pp. 335- 357. [↩]
- Id., p. 358 y ss. [↩]
- Federalist No. 10 (J. Madison). [↩]
- Elster, John (ed.), Deliberative Democracy, 1998, Cambridge, p. 8 y ss. [↩]
- Habermas, Jürgen, Ética del discurso. Notas para un programa sobre su fundamentación, 2008, Madrid, p. 76 y ss. [↩]
- Rancière, Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía, 1996, Buenos Aires, pp. 43-45. [↩]