Para recordar a Juan Sáez Burgos
Un correo reciente de Consuelo, su hermana, me hizo recordar aquel texto. Ahora, en ocasión de que este 2 de agosto Juan Sáez Burgos hubiera cumplido 75 años, me atrevo a publicarla para honrar su poesía, que fue determinante para mí, y su memoria. A excepción de algunas actualizaciones necesarias, el texto permanece idéntico.
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LOS CUCHILLOS DEL ABRAZO
Para Carmiña, Shije y Sofía
También para Consuelo
1.
Granada es una ciudad donde los cuchillos de la muerte vienen de todas partes. Algunos caen del cielo. Si no lo creen, pregúntenle a Tomás López Ramírez, que en 1970 se salvó de uno de ellos porque —por alguna equivocación de Átropos, la parca que corta el hilo de la vida— cayó de mango. Otros cuchillos bajan también: dejan su huella de sangre río abajo, en las aguas del Darro, después que los devotísimos cristianos, durante la mal llamada Reconquista, pasaron a cuchillo las familias moras del Albaycín. En las paredes de algunos recodos de ese barrio, mitad gitano, mitad payo, todavía hoy día se leen los graffiti con las advertencias: “Cuidado. En esta esquina atacan con cuchillo”.
Y el cuchillo más recordado: el de la represión y la desvergüenza, el que fue a buscar a Federico García Lorca al Tamarit para pretender dejarlo sin alma entre unas montañas.
En esa ciudad, último reducto de los moros en España, conocí a Juan Sáez Burgos hace cuarenta y siete años. Pudo haber pasado por Boabdil en sus recorridos por la Alhambra, con todas sus pérdidas, pues cara de moro tuvo desde siempre, su nariz también como un cuchillo para tratar, en lucha obviamente desigual, de enfrentar la muerte. De ahí que Granada fuera su destino seguro para los estudios de Derecho. Allí, además de los amigos caribeños que se reconocían al son de un modo de andar, vestirse y mirar por las andaluzas callejuelas, ajenos a los modos de los españoles, los palestinos eran también la tribu que conformaba el círculo de amistades.
Fue precisamente a través de esa tribu que yo, con apenas dieciocho años, conocí al sobrino de la mítica Julia. Años más tarde, cuando ya yo había publicado algún versillo en Sin Nombre, me confesaría Juan, muy ambiguamente, que Nilita no le publicaba en su revista; y esto por razones que yo no alcanzaba a comprender del todo en aquel entonces.
Si mal no recuerdo, fueron Frankie Hernández, puertorriqueño, y Yousef Mahadin, palestino, quienes me invitaron a un cumpleaños que se celebraba en casa de Juan y de su primera esposa, Marisol Matos, hija de don Paco Matos Paoli. Se trataba del cumpleaños de María Soledad, quien heredó la pasión de su padre por la abogacía y trabaja hoy dia para la Sociedad para la Asistencia Legal (SAL). La conocí por su apodo de Shije, con el cual seguiré reconociéndola toda la vida.
El encuentro con Juan para mí fue definitorio… Primero, porque las paredes de su casa estaban forradas con todos esos maravillosos carteles de la División de Educación de la Comunidad (DIVEDCO) y que comenzaron a constituir para la adolescente desconocedora, en aquel breve exilio, el símbolo de la puertorriqueñidad, de nuestra cultura, algo a qué aferrarme. Juré que algún día los tendría todos.
Segundo, porque Juan era el primer poeta vivo que conocía, un acontecimiento que tenía visos casi de milagro pues, como le confiesa asombrada una estudiante a Juan Antonio Ramos en una ocasión cuando le conoce: “Yo siempre pensé que todos los escritores estaban muertos”. Esto lo ha contado el propio Ramos.
Y tercero, porque yo, que me hallaba sumida en el más profundo y deambulante extravío por no saber para qué había venido al mundo y ya había trazado algunos borrones literarios en torno a ello, me atreví a comentárselo a Juan. Él me prestó, entonces, su libro Un hombre para el llanto.
Mientras iba leyendo ese mundo, esa voz, en la penumbra de la majestuosa catedral de Granada a la que me trasladaba en altas horas de la noche (abría 24/7), pensaba: “esto es lo que yo quiero hacer, esto es lo que le va a dar sentido a mi vida… la poesía”. En esa primera lectura, gracias a Juan, a su modo de construir las imágenes y los textos, a su modo de manejar la rima, me llegó filtrada la poesía de aquellos a los que, después, acudiría directamente: Don Juan, Vallejo, Julia, Don Pedro Mir, Neruda, Alberti, León Felipe…tantos otros…
2.
Lamento profundamente no haberle dicho nunca a Juan la virazón que el conocerle y sus textos causaron en mi vida a esa edad en la que todo queda estampado como en piedra. Hoy lo confieso porque aquel momento es para mí comparable tan sólo con haber descubierto a los Contemporáneos mexicanos, con haber visto por primera vez un autorretrato de Van Gogh, haber sido discípula de Arcadio Díaz Quiñones, haberme sumergido en el prodigioso pantano vivificante de Palés, haber creído ser parte de un torturado preludio de Sainte Colombe, haberme convencido de que caminaba por el cielo gracias al reflejo de las nubes en la orilla lamida por el océano Pacífico en una costa de El Salvador…
3.
Más tarde, cuando yo ya era parte de un grupo de poetas que asomaba a las letras puertorriqueñas en la década del setenta, recuerdo aquel viaje (1979) del que fui parte, gracias a la generosidad de los guajanos, y que realizamos a Venezuela para llevar el extraordinario proyecto que estos tenían de Gráfica y poesía. Íbamos Vicente Rodríguez Nietzche, Edwin Reyes, Juan Sáez Burgos y yo. Entre los grabadores, recuerdo a José Rosa, a Analida Burgos y a Luis Alonso.
Mientras Vicente (después de cumplida su misión de organizador y de haber comprobado que “el Paje” —su hijo— ejerciera sus funciones de supervisor) se quedaba dormido a la menor provocación, no importa que anduviéramos en automóvil zigzagueando las sinuosas y abismales carreteras de los Andes venezolanos o en un avión de último momento, cruzando también, y bastante peligrosamente, esos mismos Andes… Mientras Edwin refunfuñaba su ilustrada amargura de siempre, siempre en queja, siempre en Yo mayor… Juan desplegaba su campechanía, su afán de vida, su alegría abrasiva e hiperactiva, su nervio físico… a son de carcajadas, a son de buen talante, a son de impactar el espacio con su imparable energía… A son, en última instancia, de disimular los cuchillos que le asediaban.
La imagen más feroz que tengo de Juan en ese viaje es, obviamente, mientras Vicente dormía y Edwin plañía, la de un hombre ubicado en la “cocina” del avión que sobrevolaba los magníficos picos… abrazado fervorosamente a dos mujeres, una a izquierda y otra a derecha, azarosas compañeras de viaje por el aire que, independientemente de que sus sueños al llegar a tierra no fraguaran —íbamos a leer poesía en un aburrido teatro de la ciudad de Valencia—, se convertían en motivo de alborozo para aquel Juan jocundo que, a gritos, mantenía conversaciones de ilusión con el resto de los pasajeros, esos diálogos estereofónicos que los puertorriqueños solemos montar en los aviones sin encomendarnos a nadie.
4.
Entre ese viaje y el momento de su muerte, transcurren más de dos décadas en las que veo a Juan sólo a ratos. Y, aunque en una de esas malas costumbres que nos entran con la adultez, que es la de conversar muy por encima después del saludo igualmente superficial, no le haya dado yo seguimiento al diálogo iniciado en aquella ciudad de los cuchillos, echo de menos a Juan porque para mí fue modelo; porque, y aquí repito algo que vengo diciendo desde que tantos muertos nos acompañan —Ángela, Rafi Castro, Edwin, Olga, Tony Maldonado, el viejo Lluch, Andrés, por solo mencionar algunos (2006)— con Juan hubiera seguido “hablando el mundo”… Digo que lo echo de menos en el sentido de la amistad que, con Aristóteles, explica Hannah Arendt cuando dice que “la philia, la amistad entre los ciudadanos, es uno de los requisitos fundamentales del bienestar de la ciudad. Pero para los griegos la esencia de la amistad consistía en el discurso. Sostenían que sólo el continuado intercambio de palabras unía a los ciudadanos en una polis. En el discurrir conjuntamente quedaban de manifiesto la importancia política de la amistad y su peculiar humanidad (…) Pues el mundo no es humano simplemente porque está hecho por seres humanos y no se vuelve humano puramente porque la voz humana resuene en él sino sólo cuando se ha convertido en objeto de discurso”. Y añado: el mundo se vuelve humano sólo cuando se ha convertido en objeto de poesía…
Hago una nueva confesión: faltaba que yo, aunque con el oído y el corazón siempre atentos, pero siempre desde lejos, a las peripecias de Juan durante todo ese tiempo… faltaba que yo hubiera discurrido con él conjuntamente, hubiera hecho con él política en ese sentido, que volviéramos a hablar el mundo, eso que para él era tan importante y que tan elocuentemente queda testimoniado en esa foto en la que sostiene nuestra bandera apoyado por otros y que Sofía (Sáez Matos) ha utilizado gráficamente más de una vez para expresar lo que era y seguirá siendo su padre. Empero, tal parece que los momentos de la philia pueden quedarse detenidos en el tiempo y que, a la vez, baste tan sólo un siquitraque muy iluminado para que, paradójicamente, tengan como destino prolongarse en el tiempo…
6.
Sabe dios qué otros cuchillos lo sitiarían, se abalanzarían contra su alma en ese tiempo en que sólo a ratos con él me encontraba.
Sabemos y no sabemos…
No importa.
Con nosotros se queda aquel Juan que, cuando hablaba de “el poeta”, nos decía:
Todavía lo buscan al poeta.
Han publicado anuncios, edictos, recompensas.
Lo acusaron, lo acusan, lo señalan.
Le fabricaron crímenes, delitos, aventuras, le inventaron leyendas…”[1]
Con nosotros se queda el Juan de una poesía inevitable que no tiene (en 2006) ni un trabajo crítico en internet, contrario a tantos idiotas bocones sobre los cuales se llena ese espacio virtual de palabras vacías sobre poesía inexistente…
Con nosotros se queda el Juan de esa extraordinaria ternura por abrasiva, nos queda el Juan del abrazo abrumador, el de la energía explosiva a la intemperie como un velo para ocultar y resguardar, con mucho celo, con mucha sombra de hombre poseído por el fingido manto de las palabras… para resguardar, repito, el desamparo, la orfandad, la tristeza, el extravío, la rabia, la risa, el desconcierto, los abandonos, la locura, las ausencias, el miedo… En fin, la vida al margen… como corresponde.
7.
El día de la despedida a Andrés en Casa Aboy, un homenaje póstumo también, nadie hubiera imaginado que aquel “Nos vemos, Flaco” de Juan, al terminar su intervención, sería el cuchillo que lo encadenaría, una semana después, a la parca amorosa que también cortaría su fuente, que sería el cuchillo que, como él mismo había anticipado, lo obligaría, después de muerto, “a vivir como resucitado, tragándomelo todo, respirando de nuevo, arrancando este miedo a las paredes del olvido…”.[2]
Yo, mujer poeta egoísta al fin, prefiero pensar que, con esos otros muertos nuestros del olvido, Juan continuará deambulando por los espacios que recorremos día a día con aquella disposición suya de abrazarlo y abrasarlo todo. Quiero recordarlo, no ya en una lectura pública, sino diciéndonos al oído, muy quedamente, despidiéndose:
Yo me voy a moverme entre los cuerpos que nutren las ciudades cada día,
me marcho por mi acera de tristeza…
Destino a que se quede mi poema.
Yo me voy a perder en una esquina.[3]
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[1] “Fragmento del poeta”, Pag. 364, Hasta el final del fuego, Guajana, Treinta años de poesía 1962-1992, Editorial Guajana, San Juan, Puerto Rico, 1992
[2] Empezaré a vivir como resucitado, Ibid., pag. 356.
[3] Epílogo, Ibid, pag.. 352.