Política y religión en la novela ‘Sumisión’ de Houellebecq
La novela Sumisión[1] de Michel Houellebecq gira en torno a un profesor universitario francés de nuestros tiempos que hace carrera académica en la parisina Universidad de la Sorbona. Esta ha perdido, como no cabría esperar, el carácter secular o laico que le ha caracterizado en los últimos siglos. No se trata, sin embargo, de que haya sido privatizada y comprada por alguna institución religiosa acaudalada. No estamos ante una privatización como aquellas a las que se les teme en todas las partes del mundo, que no solo en Puerto Rico. Y la Sorbona, o Universidad de París, como también se le conoce, es un conjunto casi milenario de centros de estudios superiores que es referencia única e irreemplazable en el panorama universitario e intelectual global, una universidad que representa una tradición de atrevimiento y comprobada resistencia.
El neoliberalismo no es el responsable de la desecularización que observamos en la novela, pues la Sorbona no cae en manos de los intereses del gran capital, sino que regresa al regazo, desde luego espiritual, de una organización religiosa, como lo estuvo alguna vez. Solo que en esta ocasión no se trata de los “señores decanos y doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París” a los que René Descartes les presentó hace algunos siglos, con mucho temor cabe decir, las Meditaciones metafísicas. Quienes corren en la novela de Houellebecq la prestigiosa institución universitaria son teólogos islámicos, cuya tradición de erudición por cierto es más que milenaria.
¿Pero tiene el Islam los recursos para llevar a cabo esto? Por recursos me refiero a los valores que podrían caracterizar su concepción de la realidad y no al caudal monetario que relacionamos con algunos jeques o príncipes del llamado Mediano Oriente que sí pueden y lo hacen, construirse a su gusto instituciones de educación superior impresionantes. La desecularización o deslaicización que se da en la Sorbona, siguiendo al autor, no es el resultado de una compra, pero tampoco de un debate. Se da, según sugiere el autor, como consecuencia del crecimiento en importancia del Islam en la Francia de nuestros días.
Este profesor universitario ya maduro y naturalmente algo cínico, François, es un especialista en el novelista galo del siglo diecinueve Charles Marie Georges Huysmans (1848-1907), al cual el autor Houellebecq siempre se ha sentido cercano. Huysmans es recordado en Francia tanto por su apasionado pesimismo respecto a la modernidad como por una especie de obsesión religiosa que lo llevará eventualmente, no creo que contrario a lo que se hubiera esperado de su lucha de tono unamunesco con la divinidad cristiana, a asumir un catolicismo que rechazaba la secularización o laicización que se debatía con intensidad en aquel país a mediados y a finales del siglo diecinueve.
Aquello que tanta atención recibe en la novela de Houellebecq no anda muy lejos de lo que era objeto de múltiples polémicas entre intelectuales franceses en los tiempos de Huysmans, solo que en la Francia de la llamada tercera república (1870-1940) los que llevaban la ofensiva eran los que aspiraban a liberar la vida pública de manifestaciones e influencias religiosas católicas, pero en los finales de la segunda década y comienzos de la tercera década del siglo veintiuno, que es cuando la novela se desarrolla, lo que se percibe es que los que protagonizan el escenario nacional son los que defienden la instalación o adopción en múltiples ámbitos de la vida de aquel país, de enfoques religiosos islámicos. Valiéndonos de una frase de origen hollywoodense, lo que Houellebecq nos lleva a confrontar es la posibilidad de un regreso a un previsible futuro.
En una justa discusión sobre la posibilidad de renunciar a la secularización que tanto trabajo logró alcanzar, necesariamente se pondrían en entredicho nociones claves sobre el rumbo histórico de las sociedades que vieron desarrollar como tema central de su vida pública y por lo tanto de sus principales instituciones culturales, una progresiva autonomía frente a un discurso totalizador poco respetuoso de valores que hoy consideramos incuestionables. No debe haber duda de que una de las preguntas obligadas tendrá que ver con lo que ocurrirá con el sapere aude horaciano que Kant convirtió en el lema de la Ilustración y con el cual pretendió fundamentar todo el quehacer humano. Sobre todo sin perder de vista las propuestas teóricas de Kant, quien por cierto era un luterano metódico y disciplinado, nos tendremos que cuestionar si la modernidad no ha subestimado la voluntad humana cuando se supuso demasiado fácilmente que se podrían separar de modo transparente los saberes en torno a los cuales se debían desarrollar discursos críticos, de consideraciones en las que la fe en la divinidad continuaría ocupando un lugar preeminente. Es que quizás nunca hubo tal separación, como tampoco hubo una secularización total. Hoy el Islam, religión y cultura que apenas conocemos, se beneficia de ello.
En su novela Houellebecq plantea la disyuntiva que sociedades aun con una muy rica tradición de debates, puede enfrentar. ¿Qué impide organizar un movimiento de masas dirigido a ponerle fin a los derechos más preciados, sin describirlo como represivo, fanático o fascistoide? ¿No está ocurriendo ya? Y no solo en grupos que son descritos como de derecha; pueden ser también movimientos que algunos calificarían de izquierdistas. El temor a lo que se puede alcanzar a través de la democracia, lo que Ranciere ha diagnosticado tan bien, lleva a sacrificar la democracia a nombre de la misma democracia.
El autor no pretende sino una descripción realista de Francia. Nos la presenta con todas sus contradicciones. Allí todavía hay un partido socialista que no tiene el respaldo que alguna vez tuvo, pero que sigue siendo, para algunos, portaestandarte de las reivindicaciones de los obreros. Aparece allí también el real “frente nacional”, el cual continúa controlado por la familia Le Pen, específicamente por la hija, Marine, quien también en la realidad ha sido candidata a la presidencia de la república en el 2012 y en el 2017 y, sorpresiva, pero significativamente, un recién organizado partido de la Hermandad o Fraternidad Musulmana que propulsa la islamización de la república. No olvidemos que la novela se desarrolla en el 2022. Ha habido elecciones presidenciales en el 2017, las cuales Houellebecq vaticina equivocadamente en la novela que ganaría el socialista François Hollande, pero que ganó Emmanuel Macron, un economista que tras haber sido ministro de desarrollo económico del gobierno de Hollande, al cual renunciara, organizó un movimiento de corte centrista que le llevó hasta el Palacio del Eliseo con un 66% de los votos. Sin embargo, Macron no aparece en la novela.
En la novela François Hollande preside el país hasta el fatídico 2022 cuando entonces cambia el panorama. Y de qué forma. Ha habido elecciones presidenciales, como ocurre en Francia cada cinco años y los vencedores son la alianza que han constituido los socialistas, agrupaciones de centro derecha y la Fraternidad Musulmana. Pero el jefe del gobierno francés no es un socialista, o un político del centro, o de la derecha. Es Mohamed Ben Abbes, quien tiene que ser naturalmente un político islámico inteligente y reconciliador que debió haber aprendido de la experiencia de la Fraternidad Musulmana egipcia que llegó al poder en junio de 2012 tras aquella primavera prometedora, para luego sufrir un golpe de Estado en julio de 2013.
Nuestro protagonista François apenas está enterado de la llegada al poder de Mohamed Ben Abbes y la Fraternidad Musulmana que después de todo es aceptada por los franceses como un mal menor pues la alternativa, Marine Le Pen del Frente Nacional, por sus vínculos derechistas supuestamente hubiera llevado a la república a prohibir o erradicar valores occidentales o europeos innegociables. François está más bien consumido, como acostumbra al cambiar de pareja anualmente, por sus pasiones amorosas, últimamente dirigidas a una joven llamada Myriam, no accidentalmente de descendencia judía y de quien parece haberse enamorado mucho más de lo que acostumbraba. Ella, sin embargo, abandonará Francia junto a su familia para irse a vivir a Israel. El modo en que Francia se va transformando no le ofrece a su familia ninguna seguridad. Pero François no ha tomado conciencia de lo que está ocurriendo en el país. Cuando lo haga se guarecerá durante algunos días allí donde en el 732 Carlos Martel, fundador de la dinastía carolingia, detuvo a los árabes que ya habían cruzado España y se dirigían a conquistar el resto de Europa. La contraposición es evidente. Sean vistos como franceses, quienes llaman a Carlomagno Charlemagne, o como alemanes, quienes lo llaman Karl der Grosse, los herederos de esta familia reclaman no solo haber protegido a Europa, sino haberla fundado, y la visita de François a aquel lugar es un mensaje claro de que, pese a su indiferencia, eventos de gran importancia se están cuajando. El abandono de Francia de la familia judía de Myriam es también mucho más significativo que un regreso a la tierra prometida.
Cuando François abra los ojos Francia estará en un proceso firme de islamización. Ben Abbes ya habrá negociado con los grupos de su coalición los ministerios, asegurándose del control por los musulmanes del de Cultura, que incluye en aquel país la educación escolar y universitaria. Huelga decir que esto supondrá que allí las mujeres podrán usar velos tan encubridores de su cuerpo como lo deseen, desde el chador hasta el burka.
Esta islamización, que les permite a los hombres tener hasta cuatro esposas si poseen los recursos económicos para ello, se irá dando, de acuerdo a la novela, en toda la Europa occidental. Como en Francia, también en Bélgica los musulmanes obtendrán una mayoría parlamentaria. En Alemania, Holanda y Gran Bretaña ya tienen ministros en sus gobiernos. Por su parte Ben Abbes va granjeándose cierto liderato en la comunidad europea y hace propuestas cada vez más transparentes dirigidas a fortalecer a Francia en el nuevo contexto europeo en el cual el Islam desempeña un rol protagónico. Las referencias al Cardenal Richelieu, político astuto de la primera mitad del siglo diecisiete que gobernó a Francia bajo el reinado de Luis XIII durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), abundan cuando se describen sus iniciativas.
Tarde o temprano, como Europa, nos sugiere el autor, François tendrá que tomar una decisión. No debe sorprender por qué se inclinará dada su dedicación al estudio del pensamiento de Charles Marie Georges Huysmans. Alberga serias dudas naturalmente y en un primer momento habrá de renunciar a su cátedra, pero será para reinstalarse cuando el Secretario o Presidente de la Universidad, Rediger, quien a su vez será designado para la cartera de Asuntos Extranjeros, lo llame para intentar convencerlo de que debe continuar trabajando para el nuevo régimen. El esfuerzo de Rediger apenas resulta necesario pues François está dispuesto a iniciarse en el Islam y en la mezquita de París habrá de participar en las ceremonias que corresponden a su conversión.
¿Qué lleva al escéptico François de regreso al aula y a la identificación que ello supone con el nuevo orden europeo que muy pronto devendrá nuevo orden global? ¿Será porque se trata de un evento, el evento, que tiene repercusiones que definitivamente trascienden aquel momento? El impacto que tuvo el Imperio Romano en Europa, pero que trascendería aquellas tierras, es lo que se sugiere que ocurrirá muy pronto. La islamización se avecina y el autor nos sugiere que bajo ninguna circunstancia será tan complicada como la romanización.
La invitación que Rediger le hace a François, según adelanté, no es para que simpatice; es para incorporarlo a lo que el primero estima que es un proyecto histórico inevitable. Sin duda supone una convicción a la que el neófito Francois no está acostumbrado. Quizás debemos pensar que no fue de otro modo que Charles Marie Georges Huysmans, sobre el cual François ya termina de escribir un libro, pudo incorporarse al catolicismo, algo inseguro pero comprometido. Aunque también en él influye lo que Rediger, haciendo referencia a la selección natural, le indica en torno a su salario (a los profesores se les puede pagar más) y las posibilidades de compartir su vida con alguien (de acuerdo a su salario, según Rediger, podía tener hasta tres esposas). Pudo haber continuado retirado con su pensión y sus ahorros, pero quizás la vida tenía más que ofrecerle, piensa.
¿Houellebecq islamofóbico? ¿Houellebecq partidario de las ideas del fenecido mandarín de Harvard, Samuel Huntington, en torno al choque de civilizaciones, a final de cuentas religioso, descritas por críticos como una visión ideológica más del capitalismo de nuestros tiempos? Sin excluir tal posibilidad, ¿acaso no se podría pensar que a través de su novela el siempre controversial Houellebecq sencillamente está defendiendo la modernidad racionalista y, aunque a menudo olvidado, también materialista? El islamismo, siendo enemigo mortal de esta, se encargaría de finiquitarla. De entrada se iría a pique entonces la secularización o laicización por la cual en la misma Francia se luchó tanto y que, por cierto, no fue respaldada por el eventual converso católico Charles Marie Georges Huysmans. El regreso al Islam, de acuerdo a Houellebecq, ciertamente haría la existencia más sencilla para individuos como François, pero le pondría fin a su vida intelectual. ¿Qué implicaría ello para las mujeres, aunque igualmente para los hombres, a la luz de lo que Rediger le indica a François sobre la conveniencia de que este, en vez de seleccionar libremente una primera pareja accediera a que se le concertara o arreglara un matrimonio?
Pero más allá de la caricaturización en la que en ocasiones Houellebecq cae con esta descripción del Islam, la preocupación que atraviesa toda la novela es un asunto que tiene que atenderse porque, caricaturas o no, un regreso a modos medievales de concebir lo religioso, cristianos o islámicos, supondría sacrificar conquistas sociales de gran valor. Me refiero a la libertad de conciencia, libertad de expresión, derechos de las mujeres y de las comunidades LGBT, reivindicaciones de la naturaleza, reivindicaciones raciales, étnicas, etc. etc. Se perdería la secularización, o laicización, todavía no del todo alcanzada, pero tan importante como contexto de nuestra convivencia socio-política.
No está del todo claro si a través de la novela Houellebecq está solicitándonos que confrontemos abierta y firmemente, antes de que sea demasiado tarde, un movimiento, o un partido, que represente tal peligro. Ningún novelista que se respete a sí mismo lo haría. Sin embargo, no se puede negar que se vale del Partido Socialista para indicarnos cómo no percibe en la Francia de esta época compromiso con los valores que fundamentan y articulan una sociedad liberal. Tampoco François es un faro que alumbre prístino los serios dilemas que esta confronta. Es un intelectual liberal agobiado. En él no hay nada de la fe que tienen los intelectuales de izquierda, o que tuvieron alguna vez, en una redención histórica. En un principio no podemos sino decir que François lleva la carga que conduce al cinismo que incapacita para la acción. Hasta que se somete, sin registrar la defensa que podía haber hecho de algunas libertades que él mismo percibe que habrán de desaparecer.
Se trata de una novela sin héroes, como lo son las buenas novelas de nuestros tiempos que reconocen las complejidades de cualquier iniciativa dirigida a mover las masas, fraseología ya problemática. La sumisión (recordemos que Islam significa justamente esto) a la que se someterá François, que es la que administra Mohamed Ben Abbes, que es la que Rediger predica y ayuda también a administrar (con una esposa de apenas quince años de edad), es algo distinto. Vive de la fe, se alimenta de la fe y les garantiza un mundo de certidumbres a sus creyentes que no pueden entender los mismos socialistas, tan dados alguna vez a ellas. La llamada democracia, las supuestas libertades, los derechos que creemos que se han ampliado pertenecen al ámbito de incertidumbres que ha caracterizado la vida pública occidental que Houellebecq ve desaparecer en su novela. Pero Houellebecq no le hace concesiones al intelectual, si se me permite, legítimamente frustrado y no ve en este más que su enui. Pierde de vista injustamente el peso que tiene en él la herencia de mentiras piadosas, fallidas buenas intenciones y proyectos que no respondían sino a especulaciones frecuentemente enajenadas de la dura realidad que apenas conocía. Lo que Houellebecq quiere ver es aquella voluntad que se celebró en épocas de inocencia y que todavía celebran los que dividen el mundo entre buenos y malos, pero que no produce sino el tipo de cinismo que, hasta su conversión, caracterizaba a François y que este sugiere que caracterizó a Charles Marie Georges Huysmans cuando llega a la conclusión de que lo que le había interesado al escritor católico era la felicidad burguesa.
De acuerdo a Houellebecq, parecemos no estar muy convencidos ya sobre los valores que orientaron la cultura occidental. La democracia liberal burguesa sobre la cual se escribía con tanta pasión en sus comienzos, parece no merecer ser defendida. No se debe perder de vista que cuando los militares le pusieron fin a ella en Egipto, después que la Fraternidad Musulmana la utilizara para llegar al poder, apenas inspiró apologías. ¿O es que las democracias liberales sirven en ciertas ocasiones y en otras no? ¿En Occidente sí, pero en el resto del planeta no, sobre todo en lugares en el que el liderato deja de preocuparse por lo que de ellos se piensa en el exterior?
Sin que traiga a colación lo anterior, la novela de Houellebecq sin embargo no solo pone en entredicho el supuesto compromiso que en Occidente hoy se tiene con ciertos valores. Quizás sea esto lo que él haya querido decirnos sobre todo lo demás, pero los eventos que allí narra nos plantean por lo menos algo más. ¿Acaso no es tiempo de renovar los acuerdos sobre los que se montan las sociedades liberales actuales? Si no estamos en las de dar la pelea por los valores que supuestamente estamos llamados a defender, ¿no convendría ya buscar otros valores, o redefinir los que tenemos de modo que vuelvan a inspirarnos? Es imprescindible auspiciar lo que tendría que ser un diálogo crítico sobre los fundamentos valorativos que deben caracterizar nuestra convivencia. ¿Por qué no pensar que esto sería lo que los socialistas tendrían en mente si alguna vez, como ocurre en la novela, les cedieran el protagonismo a los musulmanes? De esta manera, al ver sacrificadas reivindicaciones de gran valor, el país se rebelaría y se crearían las condiciones para que las grandes mayorías forjaran una nueva legitimidad que permitiera el desarrollo de una comunidad generosa. Si esto ocurriera alguna vez, los socialistas, con su aparente indiferencia, no revelarían su renuncia a las necesarias transformaciones que necesitan nuestras sociedades, sino que crearían las condiciones para que volviera a hacerse significativo luchar por ideales que hasta entonces solo habrían beneficiado a sectores privilegiados. Esta posibilidad es la que pierde de vista Houellebecq al imaginarse que una renuncia socialista al liderato de una coalición con el Islam significaría claudicar.
No se puede concluir una reflexión de esta naturaleza sin que se plantee que existe la posibilidad de que a la luz del protagonismo que ha asumido la religión y la cultura en nuestras deliberaciones actuales sobre lo político, lo social y la historia, Max Weber, con sus estudios sobre las religiones, esté en camino de convertirse en un pensador mucho más importante que Marx a la hora de hablar sobre nuestros tiempos. ¿Será posible?
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[1] Houellebecq, Michel, Sumisión, Barcelona: Anagrama, 2015