Saterías y dos rescatistas adelantadas (Segunda satografía indiscreta)
Narración de Saterías y dos rescatistas adelantadas :: DURACIÓN 09:16
Lo que sigue es una lista de los perros que hemos tenido en nuestra casa. Unos tuvieron nombres exóticos, otros seductores, los menos malintencionados. Alguno llevó el nombre de uno de los exnovios de una de mis hijas y ¿por qué no?, hay nombres que no tienen ningún sentido, como Tanne, que significa pino en alemán. ¿A quién se le ocurre llamar a un perro Pino? A uno le dimos el nombre de un funcionario clave de la religión del Islam. A otro por poco le tuvimos que cambiar el nombre porque una de las abuelas pensó que la perrita se había llamado como se llamó, Gretel, para burlarnos de ella, de la suegra, no de la perrita. Una se llamó Abeja en alemán. Nos podemos imaginar que sufrió toda su vida de una crisis de identidad. ¿Soy una perra sata o soy una abeja? ¡Qué dilema! Uno viajó a Alemania conmigo y se convirtió en el llamado Schwartze Teufel (Demonio Negro) de una verja que recorría una y otra vez si alguien pasaba por la acera que quedaba allí. El primero fue Bauzi, luego le siguieron Biondo (Rubio), Kalif (Califa), Biene (Abeja), Zorba (el mismo), Bionda (Rubia), Osa, Max, Gretel (Margarita), Viola, Tanne (Pino), Floke (Copo de nieve), Iris, Bach, Blume, Olafo, Yoyo, Nana, Ludwig (Luis), Wolf (Lobo), Stern (Estrella), Wolke (Nube), Zimt (Canela), Himmel, Engel, aunque mejor conocido como “The Little One por un tiempo, y Moritz, un verdadero cascarrabias.
Así se han llamado los satos que nos han acompañado a través de los años, esos personajes sobradamente astutos que de arribados recientemente pronto pasan a ser en muchísimos casos centros de nuestra existencia porque nos los regalan o porque algún rescatista nos pide que lo adoptemos o porque se presentan, sin que nadie los invite, a la misma entrada de la casa. Recuerdo todavía uno bastante pequeño, pero de un alma tan grande que le debimos haber llamada Mahatma, Alma Grande, como fue denominado el líder pacifista hindú. Este raspó y raspó la parte inferior de una de las puertas de entrada de nuestra casa y no dejó de arañarla hasta que le permitimos entrar. Su comportamiento, desde luego impropio y poco educado, le ganó un hogar. De haber sido humilde y haberme tomado en serio, es probable que no hubiera tenido mucha suerte durante el resto de su vida.
Era a mí a quien no le funcionaban estrategias disuasivas. Cuando aparecían perros por el barrio, más o menos cerca, algunos bieeeen bieeen cerca, sospechaba que alguien los había llevado allí a propósito, así como otros que en los comienzos veía bastante alejados, pero después poco a poco cada vez más cerca, lo que también me llevaba a especular sobre la posibilidad de que alguien los hubiese llevado también – con buenas o malas intenciones – hasta la misma puerta. En aquellas situaciones, mi respuesta consistía en decir que no había problemas con que adoptáramos otro perro, con la condición de que se quedara fuera. Pero más fuera habría de pernoctar yo que ellos, me decía con sus ojos mi esposa, originadora de aquella pasión por los satos que se impuso en nuestro hogar, pues ¿cómo podía yo – sí, tú – ser tan cruel y permitir que aquella perrita, aunque le pusiéramos una toallita, comida y agua, durmiera fuera, mientras los otros que ya convivían al interior, durmieran a pata suelta dentro de la casa. Y espacio, aparentemente, siempre había.
En la lista de esos perros satos con los que nosotros animales humanos tenemos que aprender a convivir porque sí hay abundantes razones – que nos convienen a nosotros, no a ellos – por las cuales lo deberíamos hacer, se cuela naturalmente alguno que otro que no pertenece a la familia de los satos. Por cierto, se trata de una familia peculiar en la que en este país nos hemos ido especializando y que ya deberíamos haber designado animal nacional. Pero no importa. Se quieren igual, si vienen de la calle, lo que significa que el acercamiento tradicional, el puramente biológico, no es muy relevante cuando vamos intentando remediar ese sato mundo, o mundo sato, pues un Gran Danés desnutrido y triste tiene tanto derecho a la ciudadanía satística como el perrito orejón que no se sabe de cuántas mezclas ha sido heredero. Debemos suponer, por lo tanto, que entre los perros nuestros – y son muchos y no deberían estar en las calles sufriendo – se debe haber diseminado la idea de que es mejor ser sato que ser de raza porque ser sato, o identificarse con la satería y respaldarla, es un valor democrático y democratizante, para alivio de los izquierdosos que siempre escépticos, tienen que, lidiar con la creciente pasión satística.
Lo irónico de todo el asunto, es, sin embargo, que la mayoría de ellos se regala admitiendo, con rostro de seriedad incuestionable, que ciertamente no son del todo puros, que tienen además alguna facción curiosa, aunque insistiendo en que sus papás y sus mamas pertenecieron en su momento a las más exóticas de las llamadas razas, a las de más alcurnia. Que si son, nos dicen con ceño fruncido, combinación de Irish Setter con galgo afgano, que si pastor alemán con papeles que provienen de Irán de una familia que mantenía lazos cordiales con el sha, que si pointer con salchicha original de Alemania, que si galgo español con poodle francés, que si Weimarer con chihuahua mexicano, Rottweiler con Labrador, esquimal canadiense con perritos que caben en la mano, y que tienen nombres de luchadores de sumo japoneses, Golden Retrievers con Bull Dogs, Boxers con Newfoundland, etc. etc. etc., como si esto los hiciera más atractivos.
Hemos ido aprendiendo, sin embargo, que los satos, no por identidad biológica, sino porque sus experiencias de sobrevivencia los preparan para lo que sea que les toque confrontar, desarrollan una especie de condición entre física y emocional que los hace únicos. La mayoría de las veces, si logran superar las terribles condiciones materiales a las que les condenan los que lo sueltan, se enferman menos, son más cariñosos, defienden a sus nuevos amos en circunstancias confusas y malentendidas, como si se tratara, por lo que ladran, de un asunto de vida o muerte. Son además más atrevidos, juguetones y aprovechados una vez descubren el calor de una cama bien hecha. Lo que realmente no importa, porque igualmente son unos cascarrabias, están muy enfermos y cómo, algunos, no están en las de mezclarse demasiado con seres que pertenecen a una mal llamada raza de animales – la nuestra – que se ha tardado cientos de años en volver a convencerse que la solidaridad entre todos los seres, como entre aquello a lo que todavía no se le reconoce subjetividad, como las plantas, el aire y el agua, debería ser nuestro primer mandamiento. Esa por cierto debería reconocerse como una de las grandes aportaciones de lo satos a la reflexión filosófica de nuestros días: recordarnos, como lo hacen las antiguas religiones indígenas de los continentes americanos, que todo está interconectado, que todo lo que nos rodea tiene valor, que aun el más pequeño de los animalitos, o la más pequeña de las plantitas, tiene un valor infinito.
Esto ya se habrá regado por todo el reino animal, aunque nosotros, apenas ahora, acabamos de averiguar. ¿Cuántas especies de animales no han eliminado de la faz de la tierra los animales humanos? La insensibilidad que hemos mostrado para respetar esa comunidad biológica con la que convivimos debe haber sido reconocida también por todas y todos los terrícolas.
Lo anterior me parece evidente pues veo cada vez más comunidades de satos intrépidos que parecen haberse establecido por su cuenta – como si quisieran proclamarse república independiente – sin ataduras de ningún tipo con nosotros, y no parece pasarles por la cabeza querer mezclarse sino entre ellos. Cuando alguien se les acerca, huyen y no regresan hasta que están seguros de que no hay nadie esperando para llevárselos. Es evidente que se debe a las experiencias negativas que continúan teniendo con nosotros, animales humanos. Corriéndome el riesgo, aunque solo por un instante, de idealizar el asunto, ¿no sería maravilloso que entre ellos surgiera la determinación de crearse su propia comunidad para que este otro animal que somos nosotros los animales humanos, no los pudiéramos maltratar?
Pero inteligencias – múltiples inteligencias, a lo Howard Gardner – no les falta como para que se pongan de acuerdo y convivan juntos aislados de nosotros. Como tampoco carecen de buenas intenciones. ¿Quién ha visto un sato malintencionado? Traviesos sí, desde luego, porque es parte del oficio llamar la atención, como en aquellas ocasiones en las que son ellos los que nos siguen, pretenden que van a halarnos los pantalones, les ladran a nuestros zapatos y nos ponen sus patas delanteras encima. Es su manera de rescatarnos a nosotros. Es su astucia; desean alegrarnos nuestras vidas. Claro, nos tenemos que preguntar qué es lo que ven en nosotros que deciden adoptarnos. ¿Nuestra soledad, nuestra tristeza, nuestra falta de dirección? A este, o a esta, lo arreglo yo. Le voy a dar estructura a su vida. Le voy a traer un poco de alegría. Le voy a proveer la compañía que desde lejos se ve que le hace falta, sobre todo cuando ya se tienen demasiadas canas, hemos llegado a viejos y cada vez van quedando menos con quienes ser cariñosos.
Muchos satos llegan a nosotros en estos tiempos por la generosa labor de rescatistas que los buscan, desde luego, no porque se vean bonitos, estén acicalados y bien alimentados, sino porque se compadecen de ellos. Todavía recuerdo las primeras rescatistas que vi, mujeres desde luego. Una se llamaba Fremiot Malavé, a la otra le decíamos Mrs. Torres; dos mujeres adelantadas a su época. No sé mucho de ellas e ignoro si se conocían la una a la otra. Pero coincidían en aspectos como el de no tener ningún tipo de automóvil y de andar siempre con unas bolsas de papel en las que transportaban alimento imprescindible para sus huestes. Mrs. Torres, soltera, trabajaba en un colegio privado y tenía que caminar desde la parte este del pueblo de Cayey, en el barrio de la Marina que bordeaba la quebrada Santo Domingo, hasta la del sur, cuatro veces al día, pues almorzaba en su casa como lo hacía entonces la gente antes de que aparecieran los restaurantes de comida chatarra y se recibían fiambreras en múltiples hogares. Caminaba naturalmente con su jauría, todos en fila india, siguiéndola tranquilamente. Cuando llegaba a su oficina, sus perritos, todos chiquitos, obedientemente se sentaban ante el portón por donde ella entraba. Allí unos jugaban (los más jóvenes que habían esquivado el desamparo porque habían sido rescatados siendo bebés), algunos vigilaban (los agradecidos porque habían sido rescatados cuando ya no eran cachorritos, temían volver a quedarse solos y se querían asegurar que Mrs. Torres no los olvidara al irse), y los otros dormían (los más viejos y seguros de sí mismos, habiendo olvidado ya la época en la que habían deambulado desesperados por el pueblo).
La empleada de comedores del entonces Departamento de Instrucción Pública Fremiot Malavé, también soltera, la otra rescatista que recuerdo de mis años jóvenes, vivía con sus perros y su papá en una casa de madera frente al Asilo de Ancianos en la calle Lucía Vázquez también de Cayey. En su casita debía haber albergado dos o tres docenas de perros medianos y pequeños y no canes de gran tamaño. Cuando se pasaba por su casa olía desde luego a ellos y el ruido podía ser ensordecedor, pero era música celestial para aquellos que comprendían y apreciaban la generosidad de aquella familia. Su papá era quien los sacaba a pasear por los alrededores y el que los veía sabía que eran perros felices. Y lo debían haber sido porque habían seleccionado astutamente a alguien que les traía abundante alimentación. No sabían nada, aquellos perritos, ¡qué va! Pero ojalá todos los perros abandonados en las calles del mundo hubieran contado con rescatadoras y amas como aquellas dos desprendidas mujeres, a quienes nadie le ha construido un monumento. Propongo pues que decretemos algo, ¿qué sé yo? ¿Otro día feriado? Por favor no. ¿Por qué no acordar una ciudadanía satística con derechos y todo? No digo más.