Tamales decimonónicos: acerca de un libro sobre cocina mexicana del siglo XIX
La primera vez que freí un huevo nada puse entre este y el sartén: ni aceite, ni mantequilla, ni manteca, ni agua, nada. Como eran los tiempos anteriores al teflón, terminé con un sartén casi dañado y con un huevo casi petrificado. Era que, como típico varón puertorriqueño, no había recibido ninguna educación sobre las artes de la cocina y cuando me tuve que comenzar a preparar mis propias comidas, no me quedó más remedio que aprender a cocinar, a las buenas o a las malas. Una de las malas fue el rotundo fracaso con mi primer huevo frito y muchas de las buenas fueron las lecciones de cocina que ciertas amistades me comenzaron a ofrecer de muy buena voluntad. Pero más que depender de las magníficas intenciones ajenas, las que apreciaba grandemente, decidí conseguirme un libro de cocina que me guiara por esas nuevas rutas gastronómicas. No tuve que pensarlo ni un instante: me compré un ejemplar de Cocina criolla de Carmen Aboy de Valldejuli. Era esta la opción más popular y casi la única para un puertorriqueño en ese momento de mi primer huevo frito.
Muy pronto fui descubriendo los placeres de la cocina y también descubrí que las recetas que me ofrecía esa biblia culinaria boricua no me complacían plenamente. Quería otras y quería ir más allá del repertorio de este libro fundacional para nuestra cocina. Por ello comencé a comprar otros manuales de cocina y descubrí que en las librerías de viejo de Boston, ciudad donde entonces vivía, se hallaban muchos y a muy buen precio. Y hasta los había verdaderamente viejos. Comencé a buscar libros de cocina latinoamericana –hallaba pocos– y definitivamente me interesaban los más antiguos.
Así fue porque para el mismo tiempo también comencé a interesarme por las guías turísticas de antaño. Leer, por ejemplo, una de México escrita durante el porfiriato era un placer y una revelación. Era ver lo ya conocido por nuevos ojos. Ellas ofrecían perspectivas de una época remota que contrastaba con las visiones de nuestros días. Hasta comencé a usar capítulos de esas guías para mis cursos de cultura y literatura latinoamericanas, pues complementaban y hasta superaban las interpretaciones de los manuales que usaba en mis clases.
A principio, los viejos libros de cocina que hallaba no me brindaban tantas sorpresas ni visiones tan iluminadoras como las antiguas guías turísticas. Nos podría sorprender, por ejemplo, el empleo excesivo de grasas y de sal en las recetas. Pero, en general, los viejos libros de cocina no me ofrecían nuevas perspectivas históricas. Pero el problema no estaba en los textos mismos sino en el hecho que yo no sabía leerlos adecuadamente; no sabía verlos como documento histórico, como texto cultural. Me tomó mucho tiempo desarrollar esas destrezas.
Es que los libros de cocina, leídos desde cierto ángulo, ofrecen caudales de información que van mucho más allá de la mera fórmula para confeccionar un plato. Pero llegar a dominar esa posible lectura toma tiempo. Pasa así con toda lectura: no es lo mismo, por ejemplo, leer una novela por el mero placer de seguir la trama que hacerlo para entender los recursos narratológicos. Hay que aprender a hacer ese segundo tipo de lectura, mientras el primero parece –recalco, parece– venirnos de forma natural. Pero los libros de cocina, por lo general, no se consideran textos de interés histórico ni intelectual que nos ofrezcan claves para entender la sociedad que los produce.
Poco a poco y de manera casi fortuita y muy accidentada, fui hallando claves para leer los libros de cocina desde un nuevo ángulo; fui aprendiendo a leerlos como constructos culturales.
Así me fui convirtiendo, sin saberlo, en “cocinólogo”. Perdonen la palabreja que he tenido que inventarme, con una fuerte dosis de humor, para definir mi posición frente a los libros de cocina que hoy tanto me interesan. Pero me la inventé para poder explicar lo que me he ido ingeniando para leer provechosamente esos textos. Es que hay muchas disciplinas que nos pueden ayudar a leer de manera profunda y fructífera estos manuales culinarios. Un nutricionista se acerca a ellos de forma distinta a un antropólogo o a un historiador, pero todos ofrecen lecturas apropiadas y reveladoras desde sus respectivas disciplinas. Pero ni historiador, ni antropólogo ni nutricionista era, ni soy, aunque me sirvo de los atisbos y hallazgos de todos esos expertos para leer desde mi propia óptica los libros de cocina. Por ello mismo fue que me inventé el concepto de “cocinología”. Y en “cocinólogo” he tratado de convertirme: un lector de libros de cocina que aprovecha lo que muchos otros especialistas hacen con los mismos para intentar verlos como productos culturales en un amplio contexto, no desde una sola disciplina o perspectiva.
En mi búsqueda de claves para entender la cocina latinoamericana del siglo XIX –me centré en ese periodo tras estudiar detenidamente nuestro primer libro de cocina, El cocinero puertorriqueño (1859)– pronto hallé la obra de José Luis Juárez López, un historiador mexicano que me ha dado magníficas herramientas para estudiar los libros de cocina. El primer libro suyo que leí fue La lenta emergencia de la cocina mexicana, ambigüedades criollas, 1750-1800 (2000). Leí este libro pensando todo el tiempo que el autor lo había escrito para mí exclusivamente, porque en el mismo hallaba un acercamiento muy parecido al que tenía en mente cuando leía yo libros de cocina. Era la primera vez que eso me ocurría. Nacionalismo culinario: la cocina mexicana en el siglo XX (2008) fue el segundo libro de Juárez López que leí y tuve la misma sensación que con el primero. Entre las lecturas de esos dos libros llegaron a mis manos varios artículos suyos; me interesaron en particular unos que estudiaban un recetario que se le atribuía a sor Juana Inés de la Cruz.
Un dato que me sorprendió al leer la obra de Juárez López hasta ese momento publicada fue su salto del siglo XVIII, en su primer libro, al XX, en el segundo. Parecía que le huía al XIX, el periodo que más me interesaba. Pero recientemente el autor llena el hueco que parecía haber dejado entre sus dos libros con la publicación de Engranaje culinario: la cocina mexicana en el siglo XIX (México, CONACULTA, 2012). Desde que me enteré de su aparición, hace ya meses, hice todo lo posible por conseguirlo –Ah, la tortura de adquirir libros publicados en América Latina desde tan lejos!– y cuando, por fin, lo tuve en mis manos, tras una larga espera, lo devoré de inmediato, como si fuera un delicioso tamal.
De inmediato hay que aclarar que Juárez López no tiene el monopolio sobre el tema de la historia de la cocina y los libros de cocina en México. Hay otros distinguidos estudiosos que han hecho contribuciones de importancia al campo: Janet Long-Solís, Cristina Barros y Jeffrey M. Pilcher, por ejemplo, son estudiosos cuyos trabajos me han sido de gran ayuda, especialmente ¡Que vivan los tamales! Food and the Making of Mexican Identity (1998) de Pilcher. También hay que apuntar que algunas figuras canónicas de las letras mexicanas se habían interesado grandemente por la gastronomía de su país y que nos han dejado textos de interés literario y culinario. Esos son los casos de Alfonso Reyes y Salvador Novo. También hay que apuntar que algunas ideas de historiadores (Eric Hobsbawn), politólogos (Benedict Anderson), sociológos (Jack Goody) y antropólogos (Arjun Appadurai y Marvin Harris) han sido centrales para mi lectura de los libros de cocina. En ese amplio contexto intelectual es que coloco la obra de Juárez López. Y considero que es de gran importancia, a pesar de algunas fallas y ciertas limitaciones que hallo en la misma.
Su nuevo libro sobre el siglo XIX cierra el ciclo de investigación sobre la cocina mexicana vista a través de los libros de cocina. Podrá continuar la investigación de la cocina yendo más hacia el pasado, pero ya no se podrá valer para así hacerlo de los libros de cocina porque no los hay para esos periodos. Por supuesto, tenemos excelentes estudios sobre la cocina colonial (Alicia Bazarte Martínez) y la prehispánica (Sophie Coe), pero estos no se basan, como los trabajos de Juárez López, en los libros de cocina. Por ello mismo es que me interesa tanto su acercamiento: coincidimos en el interés por esos problemáticos manuales.
En su más reciente libro, Engranaje culinario…, Juárez López tiene la suerte de poder valerse de múltiples libros de cocina de la época. Probablemente sea México el país latinoamericano con mayor número de libros de cocina en el siglo XIX. (¿También en el XX?) Mientras en otros países nuestros podemos hallar en el siglo XIX uno o dos o, al máximo, un puñado de ellos, en México se publicaron decenas. Juárez López se vale de estos para construir un esquema intelectual que sirve para entender y aclarar la historia social mexicana. Por ejemplo, en el primer capítulo de su nuevo libro el autor presenta un esquema del siglo XIX por periodos que responden a los cambios económicos que afectaron el país, otro a los cambios políticos y otro más que refleja la evolución de los libros de cocina. Las diferencias y las coincidencias entre estos tres esquemas son iluminadoras. También Juárez López explica cómo se han construido mitos con base en la cocina que intentan explicar la historia mexicana o que sirven para encarnar momentos claves de la evolución social de la nación. El mole de guajalote y los chiles en nogada son ejemplos de estas construcciones míticas a partir de la cocina que sirven como símbolos o metáforas de la historia del país. Juárez López desmantela esos mitos y muestra cómo y por qué se emplearon en el contexto de la ideología hegemónica nacional.
Entre los libros más emblemáticos de la cocina mexicana del XIX Juárez López destaca el primero, El cocinero mexicano (1831), y Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario (1845), probablemente los dos que impactaron más profundamente el arte culinario de su país durante ese siglo. Hay que destacar que en esos libros la cocina mexicana no desempeña un papel de gran importancia y que, en cambio, es la francesa la que domina. Por ello en el prólogo (“Prospecto”) del segundo de estos manuales se reconoce la preponderancia de la cocina francesa en Europa y en América (“…de algún tiempo a esta parte la cocina francesa ha invadido nuestros comedores…”) y la necesidad de adaptarla (“…ha sido indispensable mejicanizarlos, por así decirlo, adaptándolos con las mejores variaciones posibles a nuestros gustos y paladares…”). Lo que proponen los autores del Nuevo cocinero mexicano… cabe perfectamente bien dentro del gran marco de las polémicas intelectuales que se daban en el siglo XIX en América Latina sobre la invención de lo latinoamericano. Me explico.
Con la independencia política, los países latinoamericanos dejaron de ser españoles o portugueses y abrieron las puertas al resto de Europa, especialmente a Francia e Inglaterra, pero tuvieron que crearse al mismo tiempo una propia identidad cultural: eso decían nuestros intelectuales y eso mismo se afirmaba en el libro de cocina mexicano de 1845. Aunque parezca alocado de mi parte decirlo, en estas palabras sobre la cocina mexicana del prólogo al Nuevo cocinero mexicano… se esconde toda la polémica sobre nuestra identidad nacional que aparece en la obra de Andrés Bello, de Domingo Faustino Sarmiento, de Eugenio María de Hostos y que culmina en Nuestra América de José Martí. Como esos grandes pensadores fundacionales, los autores de este libro de cocina se debaten entre lo europeo (francés en este caso) y lo nacional (mexicano). Solo que en los libros de cocina del siglo XIX latinoamericano dominan lo europeo y, como señala Juárez López en este libro, “la cocina mexicana nacional no se formó sino hasta el México posrevolucionario” (p. 13). En otras palabras, en este aspecto estos libros de cocina del XIX son excelentes y fieles espejos de las ideas hegemónicas de la época, ideas que todavía se debatían entre la imitación de lo europeo y la creación de una cultura propia en todos sus aspectos, inclusive en la gastronomía.
Uno de los mayores logros de Engranaje culinario… consiste en destacar el papel importantísimo que desempeñaron las mujeres que escribieron libros de cocina hacia el final del XIX. Es con ellas que se comienza a romper el dominio de la influencia francesa y se empieza a abrir la puerta a lo nacional de manera indirecta. Esto se dio por el carácter práctico que tenían sus libros de cocina. Esas autoras todavía mantenían su dependencia de lo europeo –francés o español, sobre todo– y negaban aún lo autóctono, pero comenzaban a mirar, dado su pragmatismo o su visión muy concreta de la cocina, la realidad mexicana. Juárez López así lo aclara: “…lo que definitivamente se incubó en las obras femeninas no fue la cocina de orientación indígena, sino las preparaciones caseras que son resultado de una mezcla de tradiciones culinarias” (p. 170). Empezaba a pespuntar, tímidamente pero pespuntaba al fin, nuestro mestizaje en la cocina. Por ello podemos aseverar que esos libros de escritoras mexicanas ya anunciaban un cambio de importancia.
Podríamos continuar presentando casos ejemplares de cómo la cocina y, específicamente, los manuales culinarios siguen una ruta paralela a la cultura mexicana del siglo XIX. Me limito a los ejemplos ya ofrecidos, pero creo que el punto queda probado: los libros de cocina no son textos descartables que nada tienen que ver con la realidad histórica y cultural de los países donde se producen. Y el estudio de Juárez López demuestra este punto con claridad, precisión y con abundante evidencia.
¿Qué le critico a este excelente libro? Además de algunos pequeños problemas de estilo, mi mayor crítica se centra en la ausencia de una contextualización en el ámbito latinoamericano donde por necesidad debíamos colocar la historia de la cocina mexicana. Lo que Juárez López dice sobre México hace ecos y tiene repercusiones en otros países latinoamericanos, aunque en estos no se escribieran tantos libros de cocina como en su país. Por ejemplo, creo que el primer libro de cocina argentino no apareció sino hasta casi finales del siglo XIX y nuestro Cocinero puertorriqueño, una versión plagiada del Manual del cocinero cubano (1856) de Eugenio de Coloma y Garcés, fue el único que tuvimos en todo el siglo XIX. En el libro de Juárez López faltan comparaciones entre el caso mexicano y los del resto de América Latina. Tales comparaciones hubieran enriquecido el estudio de los libros de cocina nacionales y, a la vez, hubieran comenzado a explorar en amplio marco del tema en el contexto continental.
Es que el campo de la historia de los libros de cocina latinoamericanos está todavía en una etapa casi embrionaria. Muchísimo nos falta por investigar y más por entender. Tenemos todavía que ver la historia de los libros de cocina en nuestros respectivos países para luego ir dibujando el cuadro más amplio de lo latinoamericano. Cuando logremos diseñar ese panorama –no me cabe duda de ello– apreciaremos plenamente el trabajo de Juárez López, quien con estos tres libros que comento ha explorado ejemplarmente el campo de los libros de cocina mexicanos y nos ha ofrecido modelos críticos que podemos adoptar y adaptar para nuestra propia investigación, en los respectivos contextos nacionales y en el amplio ámbito latinoamericano que aun está por estructurarse.
Fueron varios meses los que esperé hasta que, por fin, pude tener en mis manos este nuevo libro de Juárez López. Cuando, por suerte y por maroma, lo conseguí, lo consumí con el placer con que se come o, mejor, con que se devora un tamal, pero, en este caso, consumía un tamal que casi proustianamente me llevaba al siglo XIX. El provecho, estoy seguro, será bueno y, por ello, le doy las gracias al autor.