Churchill, Trump, Hugo
He leído que a Sir Winston Churchill se le planteó la necesidad de recortar el presupuesto de cultura a favor del despótico aumento que demandaba el gasto militar en plena Segunda Guerra Mundial. Que el Ministro de Finanzas enlistó la prioridad de las bombas, las balas, los tanques y los paracaídas por encima de los museos, las orquestas sinfónicas, la radio cultural y la investigación educativa. Según la anécdota, Churchill no sólo se negó a aceptar el disparate, sino que además respondió, asumamos que con la fuerza de su legendario carácter: ¿Entonces, para qué peleamos?
He leído, además, que la anécdota es falsa. Tal vez se la atribuimos a Churchill porque se sabe es cierto que fue él quien se negó a buscarle asilo en otros países a los tesoros artísticos de los museos de Londres y que fue él –nadie más le escribió el discurso– quien tuvo los pantalones de pedirle a los ciudadanos “sangre, sudor y lágrimas”, mostrando la conciencia de que una cosa son las frías sumas y restas de los que calculan la vida a secas y otra muy diferente, el deber y el haber incalculables de todo eso que nos hace pensar, sentir y ser.
Pienso en Churchill, pienso en Trump. Primero, por lo obvio: por el afán que persiste de dejar al desamparo en los planes presupuestarios a la cultura, al arte y a la ciencia, a favor de una ficticia sanidad militar. Segundo, porque basta con proveer personajes y contextos reconocibles a una cita para que se vuelva no sólo creíble, sino que se multiplique como una verdad irrefutable, tal vez siendo falsa.
Pienso en ambos Churchill y Trump, pero también en Víctor Hugo.
Hugo, en un impecable discurso que pronunciara ante la Asamblea Constituyente de Francia en 1848, se expresó así: “Yo digo, señores, que son doblemente malas las reducciones contempladas en el presupuesto de ciencias, letras y artes. Insignificantes en lo financiero y dañinas en todos los demás aspectos”. En su oposición a que “una urgente necesidad” por reducir el presupuesto nacional devengara en un tajo a todo lo relacionado con educación y cultura, Hugo aclara que el remedio propuesto es peor que la enfermedad: “Este sistema ataca todo, nada respeta: ni las antiguas instituciones, ni las modernas. ¿Y qué momento elige para debilitarlas? El momento en que son más necesarias que nunca, el momento en que, lejos de limitarlas, debería extenderlas, expandirlas. Porque, ¿cuál es el gran peligro en la situación actual? La ignorancia. La ignorancia aún más que la pobreza”.
A mí personalmente me gusta mucho y me suena actual la parte del discurso en que Víctor Hugo dice: “Nos ocupamos del alumbrado de las ciudades, que encendemos todas las noches, y hacemos muy bien farolas en los cruces, en las plazas públicas. ¿Cuándo, pues, entenderemos que puede anochecer también en el mundo moral, y que hay que encender antorchas para las mentes?”
Respetando las distancias, Hugo podría hoy mismo, en el año 2017, espetarle al Congreso de los Estados Unidos el mismísimo listado de instituciones que usara en 1848 para ilustrar su sentir. Cerrar el Museo del Louvre, la Escuela de Bellas Artes de París, el Conservatorio, las facultades de ciencias y letras, todas las bibliotecas, la conservación de monumentos históricos… y el Servicio Nacional de Parques, el Fondo Nacional para las Artes y las Humanidades, el Instituto Nacional del Cáncer, las agencias de protección ambiental y para la salud, todas las entidades para la investigación científica, las becas para poetas, el apoyo a la cinematografía, los programas de cultura para niños y jóvenes, y para adultos también….
De alguna forma, quienes proponen presupuestos como el de Trump piensan que hay que extender la pobreza para que haya menos pobres, que para estar bien hay que estar mal, que más recortes en sanidad y salud son necesarios para que envejezcamos con salud, cabe suponer, y para mermar nuestra capacidad crítica, imaginamos.
Hay un problema con este asunto. No, perdón, hay muchos problemas con este asunto. Uno de ellos es soportar la pregunta de para qué sirve la cultura. ¿Para qué sirve pintar un cuadro? ¿Sirve de algo el latín? ¿Sirven las matemáticas, cuando tenemos calculadoras que nos dan el resultado en el acto? ¿Sirve conocer la historia, si basta con buscar en Internet para averiguar al instante quién fue tal personaje o qué pasó tal año? ¿Sirve de algo hacer investigación en el comportamiento del plasma, un asunto tan rebuscado? ¿Sirve algo de algo? En realidad, ¿para qué es necesario ir a la escuela?
La educación no son sólo datos. Para tener una idea del pasado, de la evolución de pensamiento, del círculo y del triángulo, de nuestros cuerpos, de las obras que se han escrito y que han revolucionado el mundo, hay que estudiar de forma integral el arte y la ciencia. Hay que adquirir conocimientos y experiencias en estos temas porque son parte esencial de la conversión de los individuos en personas, no en seres animalescos que caen en el mundo sin tener noción de lo que hubo antes que ellos, incapaces de asociar dos hechos, de distinguir entre causa y efecto, de articular dos frases inteligibles, de pensar y razonar, de comprender un texto simple. No todo tiene que ser útil práctico. No todo lo importante contribuye como un bálsamo al funcionamiento de la sociedad con menos fricciones. No todo produce adaptación o conformismo, sino todo lo contrario: fomenta el conflicto y el desacuerdo, alimenta la disconformidad y la inadaptación, y eso es bueno.
Hugo resumió un elemento de este conflicto de esta forma. Aquí se los dejo: “Un artista, un poeta, un escritor célebre trabajan durante toda su vida sin soñar con enriquecerse. Cuando mueren, dejan una gran gloria a su país con la única condición de que se proporcione a su viuda y a sus hijos un poco de pan. El país atesora esa gloria, pero niega ese pan”.