Desde Colombia, una memoria de Cheo Feliciano
A la hora colombiana en que Cheo Feliciano moría en Cupey, Puerto Rico, en un absurdo accidente de carreteras, un poco más allá de las 4 de la mañana me fui a dormir agobiado por uno de mis trabajos por encargo. Para nada esperaba hoy 17 de abril del año 2014, encontrarme en pleno jueves santo, que el desayuno noticioso desde mi correo y desde los medios masivos de desinformación sería el anuncio de la muerte de Cheo Feliciano, aquel caribeño de cepa que hoy sentimos como el amigo íntimo y el familiar que se fue, pues fue precisamente esa palabra, familia, su bandera discursiva de presentación en tarima, con flores para el auditorio que tanto le sacan la piedra a César Miguel Rondón, un talentoso investigador de la salsa que miraba en la actitud de Cheo Feliciano, la figura del hombre que se salía del molde de sus teorías salseras de furia urbana y rebeldía.
Conocí en persona a Cheo Feliciano un enero de 1996 en Barranquilla, cuando vino con toda la tropa salsera sobreviviente de la debacle de Fania y de Nueva York, como industria cultural de la música del Caribe urbano e hispano, que los cleptómanos del racismo lingüístico han adjetivado como «latina», pese a los revires de Orestes Vilató o el Tata Guines, quienes abiertamente manifestaron su desacuerdo porque lo que suenan, nada tiene que ver con Italia ni el mundo mediterráneo sur, que hoy por hacer unos festivales de jazz afrocaribe con el prefijo latin, hasta se creen más dueños de la jugada sonora que nosotros.
Gracias a Luis Daniel Cabarcas, un toludeño universal y compañero de escuela y juegos de mi infancia en el patio, que era arreglista de los relumbres del gram boom dejado en Nueva York por las descargas del Harlem hispano, tuve esa tarde al ángel de la guarda profesional cuando me desvanecía de la impotencia, pues las grandes empresas de la noticia todo lo acaparan. Mi paisano llegó en mi auxilio surgido de la nada con su excelente memoria visual, ese don divino que tenemos los pueblerinos, y esa misma tarde puso para mi en forma privilegiada a los duetos de la Combinación Perfecta del también difunto Ralph Mercado -la antigua RMM- que esa noche harían vibrar el metropolitano de Barranquilla con su descarga de sabor. La primera que me presentó fue a la difunta Celia Cruz; seguidamente a Marc Anthony y la India Linda Caballero, quienes me cantaron a capella para mi programa Música & Mundo, unos promocionales con base en «Vivir lo Nuestro», que hicieron morir de la envidia a los corresponsales de las grandes cadenas.
En esa misma línea y con el mismo favor, me puso Luis Daniel en contacto con Johnny Colón y Ray Sepúlveda, que me cantaron un fragmento de «No vale la pena»; y por cosas de la vida cuando iban siendo las 6 de la tarde, Luchito Cabarcas me señaló la pulpa: Óscar de León, Andy Montañez, Cheo Feliciano y Pete el Conde Rodríguez calentaban sus voces privilegiadas, con unos soneos salidos de allí donde taínos y africanos dejaron la savia zamba de África y Abyayala con dejos andaluces, que nos hacen hablar con un sabor que tanto nos envidian los regionalistas paramunos, que no pueden vivir sin imitarnos y sin gozar el tumbao que nos dejó la historia de herencia.
La verdad es que me quedé lelo sin saber por dónde empezar, hasta que Andy Montañez y el Cheo Feliciano, después de saludarme con aíres de familia, me colaboraron contándome sus historias para un serial de especiales, que hicieron colapsar el teléfono de la emisora Radio Cultural Uniautónoma Estéreo. Allí supe que ese Cheo Feliciano, se hizo cantante de Joe Cuba, por un papayazo de Alfredo Torres el vocalista primigenio de «A las seis es la cita», el más urbano y eterno de los pregones rumberos, cuando Cheo esperaba por la 110 de Nueva York, una oportunidad para hacerse oír, mientras la nostalgia por el Ponce entre urbano y rural de sones jíbaros le carcomía las entrañas. De su viva voz y con la ayuda del Conde Rodríguez, me comentó sobre el significado e influencia de Tito Rodríguez, su paisano, en su forma de cantar, pero que sin embargo -e hizo énfasis en ello- también tuvo mucho que ver con la costumbre de sus padres de hablarse cantando en casa: «no teníamos dinero, pero eramos millonarios en cariño y unidad», me dijo con esa alegría contagiosa.
Alfredo Torres me confirmaría y ampliaría más detalles del Cheo Feliciano para esa época, años más tarde cuando por esos lances de la industria de la nostalgia – que así la bautizó Sergio Santana Archbold el santanás– cuando este vocalista visitó Barranquilla en compañía de Joe Cuba -Gilberto Miguel Calderón- y de Joe Quijano, acusando los estragos de los años en sus caminares maltrechos, bajo la mirada atenta del bogotano Miguel Proaño, el empresario andino de la gran manzana que organiza las giras de muchas de esas estrellas desterradas del firmamento comercial, por las lógicas del mercado y el capital, que declaran la muerte de las figuras que no se someten a sus lógicas o no se ajustan al mercado, como lo confirmaron para esa época Peter Nitrollano – Joe Battan- y el difunto Ernie Agosto, en otra gira que el gusto colombiano por el pasado obligó, a raíz del éxito millonario de la gira de los olvidados de la salsa dura.
Siempre recordaré del Cheo Feliciano esa manera tan fácil para soltar los caballos como esa tarde que se convertía en noche cerca a la piscina del Hotel del Prado, cuando luego de ayudarme con las entrevistas de sus compañeros, con la prudencia del maestro que ha sido muchas veces entrevistado, me sugirió las preguntas que a un periodista novato se le quedan siempre en el tintero. Cheo me hizo reparar en los datos sobre Tite Curet Alonso, Pancho Cristal y el tema «Anacaona»; acude nítido a mis recuerdos con su humildad para reírse de las ocurrencias de los académicos embusteros que pretendieron darle un giro marxista leninista a los soneos del gato, o de los académicos de la cannabis que flotaba como perfume en el también difunto Conde Rodríguez, quienes pusieron la boca en la pared para decir que el fraseo, «échale semilla a la maraca p’a que suene/cha cu chá, pero que cha cu chá» era una alusión a la marihuana con pepitas que traquea durante la traba.
Cheo aprovechó con mucho tacto esa mención durante la entrevista, para narrar la forma como el amor de la familia lo ayudó a vencer las cadenas de la heroína, que tuvieron su vida, carrera profesional y matrimonio en jaque. Me habló y cantó sobre «Juan Albañil» y «Sobre una tumba humilde», o ese inolvidable «yo salí porque llegué/que yo salí por que llegué», con ese sabor que era capaz de llenar el aíre con una sonoridad tan propia de su voz a capella, sólo comparable con el sonido de una steele band que parece llenar el aíre de las mariposas de colores de García Márquez, el compañero del viaje sin retorno en esta fecha tan dura para el Caribe, ahora que le tocó el turno a Cheo Feliciano en ese transporte tan doloroso y definitivo… Esta vez la cita no fue en un escenario, sino en un paraje de Cupey en Puerto Rico, tampoco fue a las 6 de la tarde en la 110 sino a las cuatro y algo de la mañana… En Acapulco, en Puerto Vallarta y otros lares, se quedarán escuchando el grito de familia grabado para la posteridad, con esa energía limpia y buena onda de Cheo Feliciano, el de los soneros de Ponce que saben bailar y que nos dejó su ritmo caliente.