Filiberto
Filiberto Ojeda Ríos, quien murió en el pueblo de Hormigueros en septiembre de 2005, se mantuvo firme a esos preceptos y, por la época en que vivió y las circunstancias que lo rodearon, usó la rebelión armada para liberar a Puerto Rico de los que han estado en nuestro suelo por 120 años sin haber sido invitados. Fundó con otros (como declara en entrevistas y discursos) el “Ejército Popular Boricua”, que pasó a llamarse “Los macheteros”, y fue instrumental en la formación de las “Fuerzas Armadas de Liberación Nacional” (FALN), grupo responsable por uno de los actos de liberación puertorriqueña más notables en la historia de nuestro país. El ataque a la base Muñiz de Sabana Seca, la Operación Pitirre, como declara el abogado Ron Kuby en el documental, “es el acto más importante de liberación en suelo americano, comparable en su contundencia con el ataque de Pearl Harbor”.
Tildados de “terroristas” por la nación que nos controla, el epíteto solo se puede considerar si no entendemos —como ya he señalado— que salir del colonizador y echarlo de un entorno que no le pertenece, porque es de otros, es un derecho, en este caso de los puertorriqueños. Bajo la definición de “terrorista” que se ha usado para catalogar a Ojeda caería George Washington y los que indujeron la liberación de las trece colonias, mucho antes de que se convirtieran, en las postrimerías del siglo XIX, en colonizadores ellos mismos.
Las acusaciones de “terrorismo” del movimiento por la descolonización de Puerto Rico se esgrimieron en un momento de paranoia mundial (es innegable) contra el expansionismo ruso y sus inclinaciones imperialistas a través del globo. La Guerra Fría agravó el repudio y el terror ante las ideas separatistas de Pedro Albizu Campos y Gilberto Concepción de Gracia en un territorio que, en el momento, servía de una especie de guardián geográfico al canal de Panamá y al tránsito marino de oriente a occidente, y viceversa. La Revolución Cubana le añadió el pique habanero a la tirria del capitalismo estadounidense contra la posibilidad de que el comunismo o el socialismo fueran a dar el traste con la situación exageradamente rica de los que controlan los EE. UU. y el mundo.
Ojeda, sin embargo, estaba concentrado en el asunto político y, aunque usó metodología castrense, nunca dejó de pensar en su ideal: ver el país en manos de sus verdaderos ciudadanos. Además, que la libertad fuera un triunfo del pueblo. El filme nos muestra eso de forma clara, y lo logra presentando al propio Ojeda, diciéndonos de su propio sentir y en su propia voz, lo que considera es el verdadero y único norte del patriota.
Comenzando con los orígenes musicales de Ojeda y su entrenamiento y desarrollo como trompetista, la película nos recuerda también sus ejecutorias con las orquestas “Happy Hills” de San Germán y “La Sonora Ponceña” que, a pesar de todos los malos ratos que se sufrieron en la época de la posguerra (Segunda Guerra Mundial) y el carpeteo (Guerra Fría), traen grandes memorias a los que bailamos con su música. Me parece que otro ejemplo del binomio artes y patriotismo, que se repite en muchos de nuestros héroes (ej. Betances, Hostos, Julia de Burgos, Corretjer, Elizam Escobar —quien aparece en la cinta— y otros), nos ayuda a comprender que una de las cosas que hay que defender, para que el colonizador no nos destruya, son los rasgos culturales que nos definen. El haber renunciado a su arte para laborar por la libertad de la Isla es un sacrificio que resulta ser el preámbulo al supremo: morir por la patria.
Eso hizo: fue asesinado por lo que evidentemente fue un entrampamiento del FBI. Su tiroteo anterior con ellos en Luquillo, en 1985, también lo fue, pero no contaron con que, en ese caso, su ingenio trascendió las maquinaciones de la agencia federal, y Ojeda sobrevivió el tiroteo. En sus juicios sobre este suceso, un jurado lo liberó de todos los cargos que se le formularon. Fue liberado, pero bajo custodia, con un grillete electrónico en el tobillo. A pesar de los abusos “legales” a los que fue sometido, Ojeda continuó su vida pública en espera de un juicio sobre el robo de un depósito de Wells Fargo el 23 de septiembre de 1983, fecha que marca el aniversario del Grito de Lares, el primer intento de independencia para Puerto Rico, perpetrado contra España en 1868. En el aniversario de la efeméride en 1990, Ojeda cortó el grillete y se dio a la fuga. Por los próximos quince años, hasta el 2005 fue un fugitivo del FBI.
Los boquetes en la pared de la casa de Luquillo evidenciaban que Ojeda logró algo —según declara también Ron Kuby— que más nadie ha conseguido: sobrevivir un tiroteo con el FBI. Más tarde el súper abogado Luis F. Abreu Elías (quien defendió a Ojeda en el caso de Luquillo) nos señala, que los agujeros de bala están hoy cubiertos por macilla. Ese detalle conmueve, porque cubrir la evidencia de lo que allí sucedió de forma tan banal, muestra cómo el colonizador infantiliza y menosprecia al colonizado. Es un gesto (la macilla) parecido al de los rollos de papel toalla después de María.
El corte del grillete y la fuga son presentados en el filme, pero se obvia el operativo que arrancó la vida de Ojeda. Me pareció muy bien que así fuera y que se le permitiera al espectador imaginar lo qué allí pasó. El tiroteo de Hormigueros está sugerido dos veces (al principio y cerca del final) por la única parte del documental que inteligentemente está escenificada: las balas rompen en mil pedazos los cristales y se incrustan en la pared. Los cristales rotos por las balas son una metáfora de la lucha por la libertad y, junto a la bazuca que se disparó contra el edificio federal en Hato Rey, y la destrucción de los aviones en Palo Seco, sirven, con gran efecto cinemático, de leitmotiv a la historia de este valiente.
Marrero Alfonso ha escogido sus testigos muy bien. Es predecible que los puertorriqueños hablarían a favor de las creencias de Ojeda, y así es. De hecho, hay cierto humor típico puertorriqueño, en lo que es, eventualmente, una tragedia, en el recuento estupendo, y en la espontánea narración de Juan Segarra Palmer. No solo se percibe su orgullo por lo que se logró, sino la satisfacción de haber llevado a cabo un operativo de tal magnitud, como fue la destrucción de los aviones en la Base Muñiz. Impresiona la claridad de pensamiento y palabra del magnífico testigo Hilton Fernández Diamante, quien aparece rodeado de libros que es evidente que lee. La calidad de sus expresiones, y sus interpretaciones de la situación, le hacen gran merecedor de su nombre.
Le añaden valor al documental los testigos “americanos” que muestran saber la situación de Puerto Rico, y que comprueban que no todos son enemigos. Ya he mencionado al impresionante Ron Kuby. Su aseveración del orgullo que sintió de estar al lado de Ojeda es un momento inolvidable. Pero están las sosegadas y profundas expresiones de Linda Backiel para recordarnos que no se pueden hacer acusaciones generalizadas y desprecios colectivos, y que, para sostener nuestro argumento, se necesitan aliados del otro lado que comprendan la historia y la situación.
Desde los tiempos de Albizu, a través de su relación con Eamon de Valera, el movimiento separatista en Irlanda ha tenido cierto paralelismo con el nuestro. El abogado irlandés Richard Harvey nos familiariza con un aspecto de la vida de Ojeda en Irlanda, que, por lo menos para mí, era desconocido.
Para completar la solidez que debe tener un documental, y que este tiene, Marrero Alfonso nos permite escuchar a agentes del FBI dar sus opiniones sobre Ojeda (¡terrorista y peón de la Cuba de Fidel!) y recoge pietaje de las expresiones oficiales sobre cómo el resultado final del ataque de Hormigueros fue culpa del prófugo y no de ellos. Es lo que se espera: el imperio siempre tiene la razón. Por suerte, gracias a documentos como este, la prensa libre y la libre expresión, sabemos la verdad. No dejen de verlo.
Nota: El documental se exhibe esta semana en doa salas de Caribbean Cinemas.