La generosidad del autoreconocimiento
El incipiente grito de independencia de esta pequeña pero intensa isla del Caribe llamada Puerto Rico, el 23 septiembre de 1868, fue rápidamente sofocado. Casi un siglo después, todo un diseño político culmina en la fundación en 1952 del llamado Estado Libre Asociado. Su arquitectura debe mucho a las estrategias de “ingeniería del consentimiento social” (Engineering of Social Consent), categoría que va de la mano con el concepto de Public Relations, acuñado tan temprano como en 1923 por Edward L. Barnays, y cuyo ideario era claro: convertir a los ciudadanos de los EE.UU. en ávidos consumidores, y hacer del criterio mercantil – hoy se hablaría de “mercadotecnia” – el principio básico de cohesión social en una sociedad liberal y democrática. Un tal programa ha terminado por imponerse en el mundo entero gracias a la apoteosis del capitalismo y del «American Way of Life». Su médula puede resumirse en una consigna: Power, Money & Sucess. Traducido en términos católicos, se diría que el Poder es el Padre, el Dinero es el Hijo y el Éxito es el Espíritu Santo. Es el misterio católico de la Trinidad vertido, a propósito, en la caricatura de un moto publicitario, emulando los eficientes mecanismos de trivialización de los EE.UU. Se trata del monoteísmo del Capitalismo, patentizado en el signo del verdadero dios que es el Dinero ($1.00), con la frase «In God We Trust», la sigla ONE y el lema Novus Ordo Seclorum.
En sus inicios esta nueva fe trinitaria y secularizada, fue concebida en nuestro país para sofocar el deseo de independencia de los puertorriqueños, de una manera mucho más eficaz y perdurable que en 1868. Es así como se establece con un eufemismo, es decir, con un “consuelo verbal” (para valerme de la definición que Sigmund Freud nos ofrece de eufemismo), la idea de una tibia autonomía y la vigencia indudable de una cultura nacional, pero que terminan consolidando, de facto, la subordinación insular al aparato militar y a la expansión del capitalismo norteamericano. Pero lo más importante es que de esta manera se perpetúa una extraña relación de servidumbre voluntaria en nombre de los valores democráticos. No otra cosa es el E.L.A.
Todo ello sucede justamente en el momento histórico en el que Estados Unidos toma el relevo, luego de la segunda guerra mundial, de los exhaustos imperios europeos, pero muy particularmente de la Alemania nazi. De esa manera también, deslumbrado con las ilusiones de la modernidad, la identificación de la democracia con el capitalismo y el paulatino abandono del cultivo de la tierra (ya que se asocia, de manera absurda, la agricultura con pobreza y miseria), el pueblo puertorriqueño entró en la espiral de una patología social de dependencia, contrariando de manera perversa, la necesidad – ni siquiera hay que hablar en este plano de libertad – de crecer y coger el vuelo, que bien puede observarse aún en el más elemental reino animal. Se pasa así del “puertorriqueño dócil” al dócil consumidor puertorriqueño. Pocos países han sido expuestos a una sistemática experimentación con el ideario de mansedumbre y normalización de las poblaciones, característico de las modernas sociedades de masa y de los intereses anónimos del capitalismo, como Puerto Rico. La llamada “unión permanente” con Estados Unidos delata la violencia de aquel sofocado deseo de independencia, pero vuelto contra sí, es decir, acentuando casi hasta el delirio la perpetuación de la minoría de edad, tanto en el plano individual como en el colectivo. Una voluntad de auto-destrucción impregna hoy todo el tejido social, y se traduce, día a día, en el letargo del ánimo, los suicidios, la violencia criminal, la parálisis institucional, la imbecilidad y el ensimismamiento.
Bastaría abrir los ojos para ver. Pero ciertamente no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y no hay peor daño que el que uno se inflige a sí mismo. Rara es la sabiduría; densa y espesa la madeja de la ignorancia. Quizá en algún momento los puertorriqueños y las puertorriqueñas, en un genuino afán de recuperar la nobleza histórica de su espíritu, se decidan a hacerse cargo de sí mismos y asumir plenamente las consecuencias de sus decisiones. Bastaría, a lo mejor, con que leyeran e hiciesen suya esta sencilla pero profunda frase del gran pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson: Trust thyself: every heart vibrates to that iron string. Y que en lugar de convertirse en adictos de su infantilismo, pudiesen vislumbrar al ritmo de la experiencia común de esta hermosa e indomable isla, la generosa alegría del autoreconocimiento y la fuerza indispensable para lidiar con la dura prueba de la existencia.