Lugares muertos, espacios vivos
Lo recuerdo bien, yo era uno de esos cocolos que en los años 70 hacía mi peregrinación, solo o acompañado, por aquel lugar donde los cuerpos se exhibían caminando o bailando según la cadencia improvisada por los músicos del momento. Algunos se quedaban en sus carros y miraban conspicuamente o se sentaban en el bonete. Otros se mezclaban, pero todos y todas eran parte de ese caudal líquido de gente inquieta, pura melaza, buscando ser parte de una energía compartida. Éramos una multitud diversa con una identidad común, unidos por la sensación de ser por un momento propietarios colectivos de un pedazo de ciudad.
Era un lugar exitoso, concurrido como pocos, vivo como ninguno otro en la capital. ¿Qué hace que un espacio público sea exitoso y otro no? Es difícil de precisar. Hay lugares diseñados por urbanistas, arquitectos o alcaldes (y algunas alcaldesas también), con inversiones en muchas ocasiones millonarias, que no cobran vida, no llegan a ser memorables ni insinuantes y son rápidamente olvidados y peor aún vandalizados. Mientras, otros, improvisados por la propia gente con su mera presencia, las más de las veces sin más mobiliario que algunos materiales reciclados, tienen éxito sin precedentes. Estos surgen en los lugares más insólitos e insospechados, un solar baldío, un pedazo de calle, el estacionamiento de un centro comercial suburbano, un puesto de gasolina, la acera frente a un cafetín con cerveza barata. Juntan a mucha gente que de no ser así probablemente nunca se encontrarían.
Resultaría un esfuerzo fútil, ponerle el cascabel al gato, tratar de dar una explicación definitiva a esta diferencia. Hay muchos gatos y más cascabeles aún. No me arriesgo si digo que el éxito es una mezcla de muchas cosas, tangibles algunas, intangibles otras. Tomando La Marginal puedo mencionar por ejemplo las cualidades únicas del lugar (la vista a la laguna), la accesibilidad (el expreso), la disponibilidad de cosas que conquisten al paladar (los pinchos, mazorcas y bebidas) y alguna atracción que estimule los demás sentidos (la música y luces, la presencia y voces de otros). Son sitios donde se puede ser uno mismo sin pedir permiso y donde se puede ser parte de alguna tribu urbana o grupo con identidad propia. Son también lugares donde los usuarios pueden asumir un cierto grado de control sobre los códigos de actuación.
Abundan los ejemplos de espacios públicos como La Marginal. Muchos de ellos desaparecidos, otros muchos surgidos tenazmente para sustituir los anteriores. Resulta común que los políticos y administradores públicos vean estas iniciativas como una confrontación al orden, al control de las autoridades. Para ellos estos son lugares desgarbados e impredecibles donde manda la gente, sitios del margen, y como tales potencialmente peligrosos. Pero no. Sin dejar de ser un poco de aquello son también y sobre todo lugares de convergencia, acudidos por los que buscan estar con otros. Ante la ausencia de alternativas de lugares de ocio y socialización públicos la propia ciudadanía asume como su responsabilidad la aparición y existencia de estos. No siempre son estéticamente agradables pero pueden ser reformados, mejorados y puestos en forma aceptable por y para todos y todas.
La destrucción de lugares desafiantes de la autoridad puede tomar muchas caras. Para ello se utilizan una diversidad de estrategias. Unas veces se les borra del paisaje de manera directa destruyéndolos con palas mecánicas o sustituyéndolos por lugares diseñados para excluir y controlar las acciones colectivas. En otras ocasiones se actúa con disimulo, de maneras indirectas creando condiciones de incomodidad como la expedición de boletos de estacionamiento de manera indiscriminada. En el caso de La Marginal la manera de hacerlo fue sinuosa y perversa. Vale la pena recordarla para no olvidar, para conocer mejor algunas de las maneras misteriosas como se maneja el urbanismo. Muestra cómo el diseño de ciudades y espacios públicos es utilizado a modo de herramienta para el control de los ciudadanos, como expresión de poder para el beneficio de los que usufructúan ese poder. No hay duda que la Marginal producía ruido para los vecinos de Miramar. Solo pienso que los conflictos se pueden muchas veces resolver mediante la negociación: negociar el volumen, negociar las horas de operación y los días de actividad. No me extrañaría que la invasión cocola haya despertado también otras inquietudes y ansiedades, como una baja en el valor de las propiedades.
Las ciudades son, por la naturaleza y riqueza de su diversidad, lugares de conflictos. Una medida del nivel de la cultura urbana y de la capacidad cívica es la manera como se manejan. Allí se optó por la destrucción, impuesta de manera sutil y disimulada, con cara de policía bonachón, con sonrisa de recepcionista de tienda por departamentos.
Un día cerraron La Marginal, la calle estrecha que servía de plaza frente a la laguna de El Condado y frente a Miramar porque, según dijeron los portavoces del Gobierno, iban a rediseñarla y reconstruirla. Nadie se opuso porque se trataba después de todo de mejorar el lugar para el uso de todo el mundo. Pasó mucho tiempo y la gente se fue a otros lugares, buscando otros espacios abiertos donde estar con otra gente y pasarla bien con poco o ningún impacto pecuniario. Pasó el tiempo suficiente para que la gente se olvidara del sitio. Años más tarde, estrenando diseño y espacio, abrió la plaza convertida entonces en parque, con acceso exclusivamente peatonal. No habiendo transporte público disponible ni lugar para los automóviles, solo los residentes de las comunidades vecinas, es decir Miramar y El Condado, podían llegar al nuevo sitio. Aunque es un lugar abierto, sin portones ni muros, de facto el diseño resultaba excluyente para los de afuera. No había que botarlos, ellos se botaron a sí mismos. Muchos años después, con la construcción del parque Jaime Benítez Rexach, cuando ya no era un peligro abrir al público el parque de La Marginal, se proveyó el estacionamiento.
Conocemos muchas historias de sitios que, como La Marginal, fueron lugares de paso y de estar que marcaron mucha de nuestra memoria personal y colectiva. Lugares que sucumbieron de golpe y porrazo, a los designios de quienes toman la ciudad y manipulan el urbanismo para beneficiar a unos grupos y clases sociales sobre otras. Sucumbieron a la creciente privatización del espacio público, pero también a su abandono por el miedo, ese terror colectivo a las sorpresas posibles o inventadas en la ciudad vacía e inútil. Murieron por estar fuera de los nuevos centros de ciudad, por la soledad y la sensación de abandono que activa ese siempre vivo temor al otro. Sin duda, la ciudad de hoy no es la misma que la que sustentó a La Marginal hace tres décadas. Los espacios de hoy deben atraer y facilitar otros intereses y modos de ser, responder a otros estímulos y experiencias. Pero es imperativo que estén ahí como soporte a la vida pública.
Cada cual recordará sus propias marginales, otros lugares del margen criminalizados, y podrá enriquecer este texto con sus propias experiencias. Después de todo, la destrucción de lugares autónomos no es una política urbana nueva. Añado a la lista otro ejemplo de cómo se manipula el espacio público para excluir, para controlar las conductas, esta vez en el San Juan Antiguo del siglo XIX. Alejandro Tapia y Rivera consigna en sus memorias sobre el corte “vandálico” de árboles y la desaparición de asientos en la Plaza de Santiago, un lugar donde los pobres habían adquirido la costumbre de asistir los domingos mezclándose sin mediar distancias con la gente ‘distinguida’ de la ciudad al son de la banda militar <<Quiles Rodríguez, Edwin R. (2007): San Juan tras la fachada, una mirada desde sus espacios ocultos (1508-1900). Instituto de Cultura Puertorriqueña.>>. Al eliminar la protección solar el sitio se volvió inhóspito e inhabitable perdiendo a sus usuarios, perdiendo la actividad dominical y con ello los conflictos de clase, los que probablemente se habrán mudado a otros lugares, a otros espacios disputados. La construcción de paseos fuera del recinto amurallado fue una necesidad de los sectores dominantes para establecer otros dominios públicos distanciados del centro.
Puerto Rico tiene un gran déficit de espacios públicos. A falta de opciones recae cada vez más en la propia gente, en los grupos ciudadanos dar respuestas a sus necesidades, crear sus propios lugares. Solo el atreverse a actuar, a reclamar territorios, hará esto posible, solo la solidaridad, la concertación y la acción colectiva permitirán que se sostengan y se mejoren. Ya se ha dicho, las ciudades se hacen de muchas maneras, a veces con, a veces sin permiso, pero siempre con creatividad.
La intervención de los gobiernos para socavar las iniciativas ciudadanas en la construcción de la ciudad es práctica común en todo el planeta. La lista interminable incluye no solo lugares de convergencia, plazas y parques, sino poblaciones y comunidades enteras. Hago otra disquisición histórica breve. Traigo a colación las comunidades Ballajá, Culo Prieto y Hoyo Vicioso, también del San Juan decimonónico, en ánimo de establecer otra referencia ancestral. Como todos los barrios populares del mundo, estas comunidades fueron construidas por los pobres para labrar sus propios espacios de subsistencia cerca de los lugares de actividad social y económica de la ciudad incipiente. Las vidas de los que viven en estos lugares de pobreza y riqueza creativa dependen de esa cercanía de la misma manera que el desarrollo de las ciudades depende de los pobres. ¿Qué duda cabe? Sin trabajadores que la sustenten y la construyan no pueden haber ciudades, ni país.
Al igual que Hoyo Vicioso, los barrios Culo Prieto y Ballajá ocupaban terrenos en la periferia del casco antiguo, el primero por la calle San Sebastián final y los otros cerca del convento de Santo Domingo. Fueron eliminados tan pronto hubo la oportunidad de construir proyectos “más útiles o provechosos” en los terrenos. Para el gobernador español Norzagaray, lo dijo públicamente, este proyecto de reforma urbana era una victoria del progreso contra lo miserable y decadente, de la civilización sobre la barbarie. Ese tipo de discurso se mantiene hoy día aunque los actores hayan cambiado.
Es de notar, sin embargo, que de primera instancia se construyeron establos en los terrenos barriales destruidos. Solo después se construyeron los edificios que conocemos: el Cuartel Ballajá, el Asilo de Beneficiencia y el Manicomio Insular. Junto a lo anterior se extendieron y alinearon calles y formaron varias manzanas para expandir el territorio urbanizado.
Todo este auge constructivo y la nueva disponibilidad de terrenos fue bien aprovechado por los comerciantes y especuladores quienes construyeron entonces nuevos edificios de viviendas para consumo propio y alquiler. Los antiguos dueños de sus barrios se convirtieron entonces en arrendadores bajo condiciones de mayor miseria, incomodidad e inseguridad. Hasta el espacio bajo una escalera fue alquilado como habitación. Tapia y Rivera destaca la tugurización dentro de estos edificios.
Los pobres que no pudieron o decidieron no pagar los arrendamientos o los que no aceptaron las condiciones de hacinamiento se reagruparon en otros territorios fundando otras comunidades informales. Así se fundó La Perla en terrenos extramuros rente al mar. Así se formaron otros conocidos posteriormente como Hoyo Frío, Sal si Puedes y Riera-Miranda en terrenos bajos y anegados de Puerta de Tierra. Siempre cerca del corazón de la ciudad, siempre en los terrenos de poco valor comercial hasta el momento, siempre y cuando no aparecieran otros usos o fueran de interés para los que tomaban decisiones a partir de su cuota desigual de poder.
De estos solo queda La Perla, de difícil acceso, escondida tras las murallas, frente a una hermosa y agresiva cabeza de playa. Está en pie por el momento, pero a la expectativa, viendo cómo el capital inmobiliario de manera agresiva compra todo lo que está en venta y ya construye proyectos de interés turístico, como una hospedería. El lugar es espectacular, ya Donald Trump lo miró y lo bendijo como posibilidad. ¿Por qué no ofrecer a los residentes la posibilidad de ser los protagonistas de un redesarrollo de la comunidad donde también quepan ellos? ¿Cómo se beneficia la comunidad de las bondades y el potencial de ese pedazo de ciudad, fuera de convertirse en la fuerza de trabajo para los proyectos de otros? ¿Cómo pensar un proyecto, gestado desde la comunidad, que mejore las condiciones de vida de la barriada a la vez que provea oportunidades de desarrollo económico?
Quiero traer a colación otras experiencias más recientes de comunidades que por estar en el medio, muy cerca de los espacios estratégicos han sido amenazadas o desaparecidas del mapa por las llamadas ‘fuerzas del mercado’ apoyadas por el Estado. Estas son dignas de mencionarse porque prueban aún más la vulnerabilidad en la que viven lo desprovistos de poder, lo desaventajados. Resulta importante conocerlos porque muestran cómo se repiten las estrategias de despojo para capitalizar el valor ganado por los terrenos barriales. Debemos contar sus historias porque, principalmente en el caso del barrio de la calle Antonsanti, muestran maneras como las comunidades se defienden y resisten, rehusándose a aceptar el desahucio y la demolición como única alternativa. Es importante subrayar la capacidad de revitalización de los barrios, la posibilidad de insertar allí proyectos que, dentro de los términos establecidos por los habitantes, incorporen las comunidades del margen al tejido y desarrollo de la ciudad en desarrollo. Esto es una alternativa a la eliminación.
Durante la primera mitad del siglo XX, una parte significativa del Caño de Martín Peña, el canal que cercena la ciudad, la hendidura blanda y oscura que separa a Santurce del resto del país, estuvo ocupado por barrios de pobres. Se les llamó arrabales y fueron construidos de material endeble reciclado de la incipiente ciudad comercial e industrial. Fueron fundados por los miserables, los más pobres, con ánimo de esperanza, que salieron de todas las partes del país huyendo del hambre, buscando maneras de espantar la pobreza. Eran en sus orígenes asentamientos de casas de cartón, madera vieja y tela. Sus paredes estaban a veces cubiertas de latón de los envases de manteca o de anuncios de productos como ‘Cortal’ (“corta el dolor al instante”), ‘Brillantina Alka’, ‘Cigarrillos Chesterfield’ y ‘Tiro Seguro’. Sus techos eran de cinc herrumbroso o cartón verde, más duradero frente al salitre.
Los primeros en llegar ocuparon lo poquito de terreno duro que había, los demás lo hicieron sobre el agua, sosteniendo las construcciones enclenques con troncos de mangle o socos de madera. Con la fuerza de la necesidad urgente, paciencia, deseo, trabajo, tiempo, piedra de los mogotes de Cantera, zahoria de edificaciones demolidas y otras basuras de la ciudad, el babote, el suelo baboso y débil del manglar, se convirtió en suelo duro. Con ese mismo esfuerzo y paciencia voluntariosa de los que tienen poco o nada que perder, las construcciones enclenques pasaron a convertirse en estructuras más sólidas.
Algunos de los barrios pasaron a ser parte del imaginario y memoria colectiva de todos nosotros. Para muestra menciono entre los más notorios a El Fanguito, Hoare, Tras Talleres, Tokío, Las Monjas, Bravos de Boston, Cantera y Buenos Aires, algunos de ellos ya desaparecidos. Se estima que para la década de 1950, cerca de 100,000 personas habitaban estos bajos fondos de la capital. Eran una verdadera ciudad del margen, paralela a Santurce, con vida propia y como tal amenazante. Tan es así que Rexford Tugwell, último gobernador estadounidense de Puerto Rico, quedó alarmado al ver cómo prácticamente se ‘comían’ la ciudad. De más está decir que se convirtieron en un problema.
Muchos fueron los intentos del Estado para eliminarlos. En esto mediaron consideraciones de índole social y tal vez sobre todo otras preocupaciones de índole política e ideológica por su carácter inevitablemente amenazante. Eran una confrontación evidente a la imagen, cánones de estética y orden de la ciudad moderna. Esto en un país ansioso por atraer inversiones de capital y de insertarse entre la legión de países desarrollados.
Una lectura de los principales periódicos del país en las décadas de 1930 y 1940 muestra con detalle el carácter de urgencia que cobró el darle una solución final al problema de los arrabales. Las partes de prensa hablan de la separación de fondos públicos y de la búsqueda de fondos federales para remover los arrabales y construir vivienda pública. También hablan de luchas comunitarias, protestas, peticiones de ayuda para mejorar la infraestructura y los servicios y de mítines del Partido Comunista y otros para organizar a los residentes. A través de las noticias podemos confirmar la miseria y las necesidades insatisfechas como también descubrir focos de descontento y lucha.
Las fotos de la prensa son otro documento elocuente de la vida allí. Detrás de la pobreza que pretenden señalar podemos ver la capacidad de los pobladores para construir un lugar donde habitar con viviendas, negocios, iglesias, puentes, calles y lugares de uso común, un mundo que arrastra un imaginario rural tratando de convertirse en urbano. Un lugar con capacidad de convertirse en otra cosa mejor.
A gran parte de ellos, los más cercanos al agua, los más visibles, los más amenazantes, los construidos en terrenos mejores ubicados, les llegó temprano la hora de su muerte anunciada. En su lugar se construyeron autopistas como el expreso Luis Muñoz Rivera sobre partes de Tras Talleres, El Fanguito y Buenos Aires, la estación del proyecto de transporte acuático en donde estuvo el barrio Tokío y el Centro de Bellas Artes y el Centro Gubernamental Minillas donde una vez existió el barrio ancestral cangrejero Minillas.
Todo el proyecto de eliminación de arrabales fue canalizado a través del programa llamado Renovación Urbana iniciado en los Estados Unidos. En sus orígenes este tuvo como objetivo principal la creación de empleos en la construcción luego de la Gran Depresión. No obstante, fue utilizado como punta de lanza para remover poblaciones no deseadas y modernizar centros de ciudad decaídos con proyectos públicos que insuflaran actividad económica. La renovación fue en realidad una remoción de gente y asentamientos, un proyecto para redesarrollar la ciudad abandonada y despoblada y añadirle elementos que estimularan nuevas inversiones privadas. Pero, esta solo consiguió acertar el golpe de gracia a Santurce. Ya para finales de la década de 1950 y principios de 1960 la inversión comercial y residencial había tomado su rumbo tan equivocado como indiscutible hacia las periferias urbanas. Ya la urbanización y los shopping centers se habían establecido como modelos de desarrollo urbano, ya habían tomado vuelo. Al hacerlo habían arrastrado una parte importante de los residentes del centro, de los cascos urbanos, del cual los arrabales, en el caso de Santurce, eran una parte importante. Sin suficiente gente para animar sus espacios, ni consumidores, los centros urbanos no pueden prosperar, sin proyectos de vivienda para generar comunidades, no puede haber ciudad. Las ciudades son mejores, generan más posibilidades de actuación mientras más heterogéneas, más densas, más pobladas.
La eliminación de los arrabales a golpe y porrazo, a manera de proyecto demiurgo, fue implantada, no sin oposición, pero sin grandes dificultades. Gran parte de los residentes pasaron a ser arrendadores en proyectos de vivienda pública o privada, perdiendo toda la autonomía que tenían en sus propias comunidades. Otros se ‘embarcaron’ o construyeron en otros barrios en y fuera del Caño, legal o ilegalmente, donde hubiera terreno disponible. Respecto a la mudanza al caserío el documental Puerto Rico elimina el arrabal de 1954 resulta iluminador. Este muestra las estrategias de aculturación y dominación utilizadas por el Estado para ’capacitar’ a los ‘inadaptados’ para vivir allí, para obtener un pasaje de ida hacia la modernidad y alejarlos así de la ‘barbarie’ de los arrabales.
La borradura de lugares, y de comunidades, es una práctica que se justifica en algunas instancias. No cabe duda de eso. Ese es el caso de algunos segmentos urbanos incluyendo barrios populares, o pedazos de estos, donde las condiciones no ameritan arreglo o se hacen necesarios otros usos genuinamente importantes para los terrenos. Aunque más sencillo, la eliminación total, sin embargo, puede resultar más costosa, sobre todo en términos sociales.
No hay que dudar que la vida en los arrabales era dura y plagada de problemas de higiene como sucede en los lugares de extrema pobreza. Pero, también es cierto, visto de otra manera, eran lugares de fuertes redes sociales, de solidaridad, de posibilidades, donde los pobres asumieron con creatividad el darle solución a sus necesidades de albergue. Los barrios son una versión de ciudad, a partir de la cual los pobres negocian su relación con ella. Como tales son espacios de poder.
Moviéndonos a un tiempo más reciente termino el artículo mencionando otros dos ejemplos de comunidades amenazadas o destruidas por la acción demoledora del capital inmobiliario. Muchos de los barrios construidos en las primeras décadas del siglo XX, se asentaron sobre terrenos que ahora, con el crecimiento urbano han quedado pillados cerca o dentro de los centros urbanos. A medida que los terrenos en las periferias, donde se construyen las urbanizaciones, se hacen más limitados y más costosos para adquirir y dotar de infraestructura, los promotores y especuladores, mal llamados desarrolladores, han recurrido a los centros urbanos para construir proyectos, mayormente de viviendas. La idea no es nueva. Por décadas los urbanistas hemos propuesto la densificación de los cascos urbanos como alternativa al desparrame. Pero, hay una diferencia entre densificar y retomar. En la primera las comunidades y poblaciones residentes son parte del entorno tomado en cuenta en el proceso de diseño. El retomar supone la ocupación total, eliminar todo vestigio de lo anterior, la toma de los terrenos y las comunidades ancestrales para sustituirlas por otras, para los que puedan pagar el alza de los alquileres y las hipotecas. Para las poblaciones mayoritariamente ancianas que quedan en muchos de los barrios esto resulta imposible, teniendo que mudarse, perdiendo en el proceso no solamente los lazos comunitarios sino las redes de subsistencia labradas en y en torno al barrio.
En el barrio de la calle Antonsanti de Santurce, cerca del Centro Gubernamental Minillas, la estrategia de desahucio se apoyó en las medias verdades, la información incompleta, la presión y la represión a los disidentes. Primero el Departamento de la Vivienda anunció que iba a expropiar unas casas ocupadas por ancianos, casi todos octogenarios, quienes serían reubicados en una égida que nunca se construyó. Poco tiempo después le llegó el turno a algunas estructuras desocupadas y otras en mal estado, hecho también anunciado como una ganancia para la comunidad. Las casas vacías, sin embargo, quedaron abiertas, una clara invitación a los vándalos para destriparlas de los materiales con valor de reciclaje como el aluminio de las ventanas, una invitación también a las sabandijas para tomarlas como domicilio y a los adictos que las quisieran tomar como hospitalillo. En poco tiempo la desolación causada por las casas mutiladas, mudas, desnudas y chorreando agua por las tuberías rotas, hizo mella en el ánimo, infligiendo una herida de muerte al barrio. El plan agresivo enviaba un mensaje claro: vende cuanto antes, porque la comunidad se viene abajo. Cuando los residentes pudieron tener el cuadro claro y conocer del plan para construir varios edificios en los terrenos comunitarios ya quedaba poco del barrio para ser defendido, ya la mayoría de los vecinos se había desbandado.
En balde resultaron los intentos de los residentes para preparar un plan alternativo a partir del cual negociar el desarrollo propuesto incorporando partes de la comunidad con capacidad de conservación, reutilización y redesarrollo.
Ante la presión de la Policía y el Departamento de la Vivienda, la pérdida inminente y el debilitamiento de la comunidad un grupo de artistas, algunos de ellos propietarios de lo que faltaba por expropiar, asumió la defensa de lo que quedaba por defender. Lo hicieron utilizando las herramientas que conocían mejor, la sorpresa creativa, la gráfica y el performance. Invadieron con imaginación los espacios públicos frente a los lugares donde se deciden los proyectos como este, tales como la Junta de Planificación y la Alcaldía de San Juan. Entre otras intervenciones menciono como ejemplo la obra performática El entierro de San Turce. En la misma un grupo vestido impecablemente de negro recorrió la avenida Ponce de León cargando el féretro de la comunidad a la vista de todos. “Tu barrio puede ser el próximo” leía el mensaje que mostraba uno de los personajes mientras hacía coro en la letanía. “Santurce no se Vende” y “Este Barrio es Nuestro” rezaban otros. Cabe mencionarse también la presencia continua de ‘las ánimas’, los espíritus que protegen el lugar, caminando con túnicas blancas y máscaras por las calles silenciosas del barrio o mirando desde los balcones, recordando que las ciudades son más que las constancias físicas y tangibles, son también sus memorias, sus energías pegadas a las paredes, las presencias intangibles. Con el propósito de dar a conocer los valores arquitectónicos de la comunidad, además de la historia de los espacios en riesgo de desaparecer, llevaron a cabo excursiones guiadas. Todo lo anterior para recabar un apoyo ciudadano más amplio, incluyendo de manera especial el de otras comunidades amenazadas por el desahucio y la mirada codiciosa del capital inmobiliario. A manera de símbolo e hito espacial crearon también el Museo del Barrio, una referencia que, además de aglutinar y servir de refugio para la protesta y la propuesta sirvió para guardar los objetos dejados por los que salieron, ayudando de esa manera a preservar un pedazo de la historia a punto de perderse. El museo fue el último bastión de la resistencia. Su cierre fue la caída de telón. La explanada vacía que sustituyó las casas de arquitectura criolla y los edificios comerciales, uno de ellos diseñado por el insigne arquitecto Henry Klumb, promueve el olvido. Los residentes de la Antonsanti no prevalecieron pero la experiencia de su resistencia merece ser documentada más a fondo.
La eliminación del residencial Las Gladiolas en Hato Rey es otro ejemplo reciente de la toma de territorios de comunidades desaventajadas y limitadas de poder. El que las cuatro torres que albergaban la comunidad de residentes de ingresos bajos estuvieran localizadas a dos cuadras de la ‘Milla de Oro’, el centro bancario y corporativo del país, establece un marco claro para comprender la insistencia en desaparecer el proyecto.
Siete años antes de la implosión que convirtió en polvo todo el material duro, preparamos a petición de los residentes, un estimado para hacer reparaciones a los edificios. Con una inversión de un millón de dólares era posible reparar los ascensores averiados, soldar algunas conexiones en las barandas y parar la erosión en torno a una zapata. Era suficiente para poner al día los edificios. Cinco años más tarde el monto de las reparaciones aumentó, según el estimado del Departamento de la Vivienda, a $42 millones, haciendo de la reparación una estrategia no viable por su costo y convirtiendo la eliminación en la única alternativa posible. ¿Por qué? ¿Qué sucedió?
Durante ese tiempo el Departamento se dedicó a poner presión a los residentes para mudarse a otros proyectos de vivienda, en una tónica de “aprovecha ahora que mañana puede ser tarde”. Muchos se fueron y otros decidieron resistir recurriendo al foro judicial para detener la amenaza que como espada de Damocles se ceñía de manera agresiva sobre su comunidad. Los apartamentos de los que se iban se dejaban abiertos, como sucedió en la calle Antonsanti, incitando a los depredadores de edificios a robar el cobre de las tuberías, el aluminio de las ventanas, las puertas, los equipos de baño y lo demás que era posible extraer y vender unas calles más abajo. El agua corriendo por los pasillos, las viviendas ahora convertidas en cadáveres, los ascensores rotos y sin reparación, las escaleras y pasillos sin iluminación, la basura sin recoger y la presión de la Policía fueron en escalada hasta que los últimos residentes, no pudiendo sostener más el barco a flote, se fueron a otra parte. La estrategia de ‘deterioro planificado’ y ‘descuido disfrazado de olvido’, dio al traste con la resistencia y el afán de muchos residentes de prevalecer en su negociación. Poco tiempo después de salir Arcadio, el último vecino, las cuatro torres cayeron abajo, desplomadas como cíclopes impotentes ante la fuerza mortal de varios cartuchos de dinamita estratégicamente colocados en las columnas.
Estas historias cuentan de autonomías arrebatadas y pérdida de lugares desde donde poder ser y hacer de maneras alternativas, distintas. Hablan de construcciones del margen, ‘inconvenientemente’ localizadas. Dan fe de proyectos autónomos, de resistencias, disidencias, desafectos y represiones. Cuentan historias de lugares creados y vividos desde posiciones subalternas, a partir de identidades y cánones de orden y estética distintos a los que se imponen desde las instituciones dominantes. Dicen de cómo se ejerce poder en y sobre la vida cotidiana a través del control sobre el espacio.
Pensando en esto último y hablando en un contexto más amplio, considero que la conquista de la ciudad y la construcción de espacios alternativos es parte esencial de las luchas contra la desigualdad, por la afirmación de la diversidad, la descolonización y la liberación. El espacio, sin ser determinante, posibilita o limita, hace presente o invisibiliza los proyectos para construir otros mundos mejores posibles. Al asociar los procesos y propuestas alternativas a un lugar, a un espacio y a un tiempo, creamos una referencia, proyectamos un sentido de logro que deja en nuestra memoria un sabor a posibilidad, porque ya vimos pasar una muestra. Corresponde construir, consolidar y documentar estos espacios de nosotros, fuera de los ejes de la espacialidad dominante, en las márgenes. Nos pueden servir de basamento para fundamentar estrategias y tecnologías de construcción de otros proyectos de cambio.
Recuerdo aquí la propuesta del filósofo y educador Iván Illich allá en el CIDOC de Cuernavaca. Decía que para construir las zapatas del cambio había que crear espacios autónomos donde se viva desde ya la experiencia de esos mundos nuevos. Es decir, pensar y actuar el futuro ahora para construir desde esos espacios las referencias de lo posible y de lo que parece imposible. Eso es.