Todos tenemos un pedacito adentro
¿Cuántas veces podemos volver a empezar y conservar algo de dignidad? Cada vez que alguien me pregunta qué me trajo a Chicago, no estoy seguro de qué me va a salir por la boca. Una parte de mí quiere decir toda la verdad, sin tapaderas, pero otra más gris y real a veces triunfa, no siempre, y miento. Todavía cuando miento a veces pienso que estoy recayendo en mis viejos comportamientos como en la propia droga.
La adicción y las mentiras van de la mano, eso lo saben todos los que han visto la transformación de un ser querido en espectro, en una copia fantasmagórica de sí mismo.
Intento detenerme y tomar una profunda bocanada de aire, un hondo respiro, para sentir las vibraciones de toda la materia que me compone, pero no lo logro. Nunca. Sigo estando distante de todo lo que me rodea y esa sensación de que hay algo fundamentalmente equivocado dentro de mí, pues eso nunca desaparece. La fascinación con el otro se multiplica, el peso opresor del desastre interior, se dobla al cuadrado, a la quinta potencia.
Bien lo describe Emmett Rensin cuando nos dice que es una mezcla de vergüenza y miedo, pero que la presión lo paraliza. Obviamente Rensin sabe muy bien lo que sentía Hoffman en esos últimos momentos. Como todos los que hemos sentido eso en alguna ocasión. ¿Quién de nosotros no ha fantaseado en ese preciso instante con ese sueño sin fin?
El mejor actor de su generación tirado en las frías baldosas del baño con una jeringa todavía enterrada en el brazo. La vergüenza, esa curiosidad morbosa que nos hace pegar los frenos para ver el accidente automovilístico mejor, o que nos pone a leer los detalles desastrosos de tal disparate, es lo que domina el discurso público. Pobre Hoffman, qué talento, qué desperdicio…
El desperdicio del tiempo, de la vida, del amor, de la familia. Los adictos hemos renunciado a todo en algún momento u otro. Nos hemos rendido ante la nocividad de nuestros deseos rampantes, hemos transado con la inevitabilidad de la anti-belleza que es la adicción. Mientras más oscura la noche, mayor es la atracción.
Supongo que los que no han estado en esa posición tan denigrante, no comprenden la confluencia de emociones, situaciones y contratiempos que llevan a uno de la mano hasta ese rincón sucio que nadie quiere ver en realidad.
Es mucho más fácil llorar a los muertos que sufrir a los vivos. La moraleja está tirada sobre las baldosas con una jeringuilla enterrada en el brazo. Sin ninguna necesidad, valga la aclaración. La única razón por la cual esto sucede hoy día es porque como sociedad no hemos sabido interpretar el delicado balance entre lo exterior y lo interior.
Vidas desperdiciadas, contradicciones en lo más adentro, en la parte más entrañable. Es nuestra realidad, es nuestro pan de cada día. La acumulación de años limpios es puro capricho. Por supuesto, la drogadicción lo que deja es un saldo terrible. Eso lo sabemos todos, especialmente los adictos. Pero como bien lo sospechan hasta los que prefieren no conocer esa sensación que permea la existencia cuando uno se administra el trancazo, la droga entumece los sentidos y suaviza las esquinas. Si no fuera así, no engancharía. Pero de que engancha, engancha.
Es algo físico, es algo real, a veces hasta mucho más real que cualquier otra cosa que pueda tener uno de por medio. Se podrá manifestar de mil maneras distintas, pero el resultado es igual. No es por casualidad que mucho del lenguaje que usan los adictos es idéntico al que usan los enamorados. No faltan parejas que sucumben juntos, tal vez aún más juntos que los que nunca sufren la adicción. Y sin embargo, una y otra vez la naturaleza nos demuestra la existencia de un balance sobrehumano, endémico a nuestra existencia.
La ibogaína, por ejemplo, arresta cualquier adicción y elimina el terrible vengamás que nos lleva de vuelta al punto, al tirador, a la farmacia, a la licorería. Y para colmo de ironías, ya nuestro gobierno es un vendedor de drogas bona fide, o sino, ¿qué es la metadona si no un opiáceo sintetizado? ¿Hasta cuándo vamos a seguir engañándonos a nosotros mismos y continuar con la falacia de que el individuo se lo buscó?
Lo que me llevó a mí a buscar el consuelo de la química es asunto mío, y no creo que compagine con los demonios que llevan a los otros a ese lugar común del desperdicio. Si fuésemos sinceros, lamentaríamos la muerte de Hoffman pero también miraríamos a nuestro alrededor y trataríamos de facilitarle el grito de socorro que todo tecato aúlla en medio de la noche.
Sí, por supuesto, yo quise malversar mi tiempo y comprometerme la salud, ganarme la repugnancia de los míos y la ausencia de los conocidos. La verdad que nunca es fácil decidir cuántas veces nos quedan para sucumbir impunes en la condición enfermiza del que se ha dado por vencido por completo. Dejan de ser segundos actos a la tercera vez, eso sin contar las docenas de veces subsiguientes.
Una ciudad nueva, otra costa sin el salitre de mi juventud, el rigor del mercurio y una población extraña que no conoce mis fallas. Aún hoy, limpio y en Chicago, la vida me parece irreal, un facsímil no tan razonable del milagro de la vida. Pero las inclemencias de la memoria y el recuerdo de los fondos tocados, pues todo eso confluye para desestimar nuestros sueños, nuestras metas. La única meta que tengo el día de hoy –la única meta que importa– es valerme por mí mismo y poder reconocer mi condición en los demás, porque para colmo de peras en el olmo, como adictos no podemos depender de nadie, pero de la misma manera no podemos superar nuestra condición sin la presencia relevante del otro que es como yo.
No tendría que ser así, en efecto, no es así en otros países. La ibogaína es legal en un gran número de países, pero no en los Estados Unidos. Una sustancia cuyas propiedades altamente anti-adictivas se conocen desde el 1954. ¿Qué excusa tenemos para los hijos de Hoffman, para sus seres queridos? Y los que están a nuestro alrededor, poblando los semáforos y ocupando los zaguanes que son lo suficientemente anchos para albergar un cuerpo durmiente, sin techo ni esperanza.
Que fácil ver esos espectros y dar las gracias de que no somos nosotros. Que triste que son nuestros hermanos, nuestros hijos, los novios de nuestras hijas, nuestras nietas. Solo le damos la espalda a los nuestros.
Colorado y Washington tomaron el primer paso hacia un entendimiento real de la problemática de las drogas. Por fin alguien se dio cuenta de que no hay ninguna razón para que los fumadores de yerba tengan que ir a un punto ilegal –donde se consigue heroína, cocaína o cualquier estupefaciente favorito– para conseguir un par de flores de cáñamo.
Como muy bien lo canta Neil Young, cada tecato es como una puesta de sol, y todos tenemos un poquito de ese tecato adentro. Esa es la verdad. Por eso se llenan los bares en los fines de semana, por eso la palabra vino es una de las más antiguas de nuestra historia común, por eso buscamos el alivio de la compañía, la bebida, o cualquiera que sea nuestro vicio predilecto. Negar esa realidad consigna a los Hoffman de la vida al secreto, a la mentira.
Tal vez, esa otra noche que me monté en un taxi borracho, al borde de borrar cinta, y en el cual dejé mi carísima cámara olvidada, sea preferible a encontrarme ante la puerta del viejo que vende la cura para las injusticias del tiempo. Aún, con tres tarjetas llenas de imágenes y casi tres mil dólares en equipo perdido, le doy gracias a… pues a mí, por optar por la legalidad del vino y la afable cultura de la bebelata, otro fondo del que me salvo. Pa’l carajo con las historias que contenían esas imágenes perdidas; la verdad que un día más que no me encuentra tirado sobre las baldosas, con la desesperanza enterrada en el brazo, es una agria victoria que se convierte en nuestro nuevo secreto.
Lloremos, lamentémonos, pero ¿qué vamos a hacer con el primo, el vecino, fulano y mengano? Pues a esos basta con que bajemos la ventana un poquito y le demos el menudo que encontremos a la mano.
Si la adicción es una enfermedad, puede que no tenga cura. Puede que sea algo más fundamental, algo que tenga que ver con la falta de sentido. Pero de que hay cosas, tratamientos, alternativas, las hay, y de sobra. ¿Por qué se las negamos a los que las necesitan más que nadie?
Ver: Philip Seymour Hoffman: The End of Quitting, por Emmett Rensin, en el Los Angeles Review of Books.