El hecho-ficción del Estado Libre Asociado
El hecho-ficción del Estado Libre Asociado (ELA) podría resumirse en que fue una frase mediática que capturó un momento de entusiasmo social y popular, pero después su puertorriqueñidad oficial fue un tapón al potencial de la sociedad, con la justificación de que son los mismos puertorriqueños quienes lo ataponan.
El ELA es un habla; algo a que se alude en la conversación pero una vez se examina, no está. Es alternativa de status desconocida y a la vez tradición conocida, o un nombre que se le puso a una continuidad de lo existente.
Perdurable catch-phrase publicitaria, el ELA sirvió para engañar a muchos puertorriqueños con la «convención constituyente», el referéndum y el relato de un pacto con Washington y, más aún, a la ONU —era lo que principalmente se buscaba— para detener las denuncias contra el colonialismo y la represión criminal que Estados Unidos llevaba a cabo.
El mito del ELA pareció decir: eso que ustedes han logrado, esa buena gestión puertorriqueña de gobierno, de administración, educación, crecimiento económico y demás, ¡eso es el ELA! Sin embargo esa gestión había empezado antes. El ELA añadió el importante elemento visual de la bandera de Puerto Rico.
Instancias socialmente progresistas que a veces se atribuyen al ELA habían sido gestionadas bajo Rexford Tugwell, gobernador norteamericano de inclinación socialdemócrata: legislación social, monopolios de estado de electricidad y agua, educación en español, intentos de planificación y de formar instituciones del país. En comparación con ese último administrador americano, destacan la irresponsabilidad, el desorden y el pobre criterio de los gobiernos puertorriqueños posteriores.
El discurso ideológico del ELA estimuló sucesivas camadas de administradores nativos. Es probable que la generación de puertorriqueños que asistió a la escuela secundaria en los años 50, y a la UPR a fines de los 50 y principios de los 60, resultó la mejor preparada y más productiva. Sus intelectuales (administradores, científicos, educadores, médicos, ingenieros, juristas) directa o indirectamente promovieron la imagen del ELA, al mostrar en la práctica su notable formación, aunque muchos no creyeran en el ELA. Después empezó el declive educativo y de la productividad, que continúa.
Admítase que la Constitución integró unos pocos elementos positivos nuevos: la bandera, exclusión de la pena de muerte, derecho a la huelga, tribunal supremo. La vida real se ha encargado de mostrar los límites grandes de estas conquistas relativas. Con la bandera, por ejemplo, se legitima la mediocridad criolla.
La Constitución disimula que para Estados Unidos la Isla es un mero territorio, pero también sugiere que Puerto Rico es diferente y sobrevivió la primera mitad del siglo 20. No pudo el yanqui arrasarlo todo, Puerto Rico sigue, el ELA lo encarna.
Puerto Rico está diferenciado de Estados Unidos por la geografía isleña separada físicamente, la condición caribeña, y el idioma y otras herencias de España. El sentimiento del ELA ha confundido estos rasgos de diferencia con una «autonomía» de la Isla que el status de 1952 presuntamente representaría. El espectáculo de la identidad alivió la baja autoestima que acompañan las ayudas alimentarias y el desempleo y emigración estructurales.
No es poder del país la Constitución, sino una redacción de instrucciones que serían más o menos las mismas con o sin ELA. La Constitución, el sistema educativo, etc., reflejaron tenuemente reclamos obreros y patrióticos, pero lo importante es todo lo que les está vedado y todo lo que permiten al capital monopólico imperialista. (Cosas así, por supuesto, no se dan sólo en Puerto Rico.)
La represión es psicológica además de económica y política. La imagen del ELA formalizó la inhibición de los puertorriqueños y los institucionalizó en ella. Ha sido una autocoerción para no expandir el espacio simbólico y construir sobre él un desarrollo socioeconómico propio.
Es verdad la restricción colonial, y también que los funcionarios del gobierno de Puerto Rico han podido tomarse iniciativas de desarrollo social e internacionales a las cuales difícilmente Washington se hubiera opuesto, sobre todo desde los años 90, y se abstuvieron por miedo, falta de información e imaginación, imitación de la burocracia federal y otras limitaciones cultivadas localmente. Han reproducido el dictamen de Washington de excluir un desarrollo socioeconómico propio, para que Puerto Rico no se haga nación.
El tema mundial del desarrollo es prioritario para gobiernos, instituciones e intelectuales de decenas de países subordinados o excolonias. Se estudia en centros de investigación en muchos países. En Puerto Rico, en cambio, es casi subversivo hablar de una estrategia de desarrollo productivo del país. El desarrollo es más bien personal e individual, si lo hay; de ciudadanos en el sistema de mercado y ley de Estados Unidos, donde pueden buscar salario, estudiar, crear empresas, recibir ayudas y trasladarse.
El «desarrollo» de Fomento bajo Muñoz Marín y Moscoso fue una invasión de capital norteamericano en una política de invitación sumisa y falta de planificación. Al irse los capitales se aprecia que fue una simulación, una forma moderna de colonialismo cuya apariencia continuó con préstamos y mayor integración de la Isla a la economía estadounidense. Fue, desde luego, parte de una ideología generalizada, de confundir desarrollo de la sociedad con inversiones privadas y mucha circulación de dinero y mercancías.
El mito del ELA ha convertido en virtud una pobre organización de las fuerzas sociales puertorriqueñas. La política local excluye proyectos estratégicos. Los proyectos son de corto vuelo, fundados en el interés privado o incongruentes entre sí. Como la política trata de relaciones de fuerzas, y no hay fuerza sin organización, cualquier decisión judicial sobre la soberanía y la Isla tenderá a perder importancia.
Si no hay perspectiva de desarrollo social mueren los deseos de cooperación y las iniciativas de coordinación. No hay un sentido, si todo será igual siempre. Apenas hay el dinamismo cultural de cuya actividad promedio surjan contribuciones originales y de vanguardia que propulsen el desarrollo, y éstas a su vez hagan progresar la reproducción promedio. Sin retroalimentación entre lo ordinario y lo extraordinario el universo productivo será de inercia o deterioro.
Sin organización se olvidan aportaciones pertinentes. Por ejemplo, era buena y merecía ponderación la idea del profesor Pedro Juan Rúa, hace más de veinte años, de expandir el ELA en sentido anticolonial para una mayor autonomía y calidad de vida social, mediante acción innovadora e inteligente. No ha habido esa acción innovadora, y la pregunta es si la inercia la seguirá impidiendo.
Asimismo fue acuciosa la idea que consideró el Partido Socialista Puertoriqueño (PSP) a fines de la década de 1970 de que, si crecía un partido de la clase trabajadora con arraigo en comunidades y centros de trabajo a través del país y en Estados Unidos, era posible una alianza entre el partido obrero y sectores autonomistas de la clase capitalista isleña. Nada de esto ocurrió, y más bien se confundió con simplemente votar por el Partido Popular, a la vez que se autoliquidaba el Partido Socialista.
No ha sido mucho, en fin, el entrenamiento en organizar recursos y unir intelectos y voluntades. Quizá el legado esencial de Muñoz Marín fue acostumbrarnos a disimular nuestra desorganización y nuestra postración ante la organización que impusieran los americanos, y a revestir de elegancia y educación la frustración y represión de nuestras propias fuerzas sociales.
Hay numerosas comunidades humanas a las que les ha sido muy difícil generar fuerzas para hacer estados nacionales u ordenamientos con los cuales plantearse un desarrollo moderno propio. Muchas comunidades indígenas en las Américas y etnicidades en el Caribe, Europa, Asia y África yacen en variados niveles de sometimiento. La violencia del colonialismo y del mercado sin duda contribuyó a su «pasividad».
Puerto Rico tiene parecidos con las llamadas Antillas menores, Islas Vírgenes, Guam y las Islas Marianas, pero evita apreciarlos en tanto se imagina blanco, hispánico y grande, y con un ELA. También tiene el potencial humano para reorganizar su sociedad y posicionarse internacionalmente.
Adviértase, pues, que al aproximarnos a la cuestión hay que desterrar la mentalidad de la culpa. No hay que reducir la reflexión a culpabilizar a éste o aquel, sino ver las tendencias históricas que crearon el saldo presente; analizar cómo se hizo la sociedad, y cómo puede superarse la cultura vieja.
Desde 1898 la hegemonía norteamericana penetró muy hondo en una sociedad dispersa, que estaba empezando a formarse pues España le había asignado un rol militar que mantuvo débiles sus fuerzas sociopolíticas y su cultura productiva y organizativa. No puede un pueblo desarrollar a otro pueblo; cada cual debe hacerlo a partir de sí mismo.
La dominación financiera global tiende —como advirtió el marxismo hace más de un siglo— a que las soberanías sean simples formalidades simbólicas (si se reducen al orden capitalista). Un sometimiento todavía mayor puede dar pie a una «nación cultural», limitada —quizá por largo tiempo— a folklor, imágenes, literatura, espectáculo, rumba. Depende de cuán tolerable sea la realidad material.
Podrían eventualmente deteriorarse o «disolverse» las clases sociales, o aquellas que pueden ser decisivas. Si aumentan la pobreza y la debilidad colectiva en Puerto Rico podría avanzar el concepto de que la anexión es la única vía para tener un gobierno o cuerpo político de alguna legitimidad. Estaría sometido a las fuerzas poderosas que dominan a Estados Unidos, cierto, pero sería, al menos en apariencia, lo único alcanzable en la modesta historia de la Isla. La posibilidad de la estadidad, sin embargo, enfrenta dificultades serias, incluyendo la calidad de los grupos que la representan.
El comentario que se oye a veces de que aquí todo es siempre lo mismo, pasa por alto que la confección del mito del ELA incluyó alguna perversidad. Dejó ver una ventaja de Muñoz Marín para imponerse en la gallera de la política criolla y sobresalir en la tarea que Washington le había asignado: saber de letras y tener creatividad literaria para simular democracia, gobierno y revolución en la fantasía del texto. Dada la cultura cristiana, le ayudó también ser hijo del principal político de la mitología oficial de Puerto Rico, Muñoz Rivera.