La bendición del vermut dominical
Los religiosos eran los más bestias. Salían de casa de punta en blanco, tomaban el vermú más temprano que nadie y del mediodía en adelante se iban dando tumbos hasta llegar a la iglesia. Pero además de los religiosos bestias, estaban los religiosos tacaños que nunca llegaban al culto. Esos preferían darse tres vermuts que dejar una parte de su sueldo en el diezmo dominical. La cuenta a pagar siempre era menos de cinco euros ¿En el diezmo? En el diezmo quién sabe cuánto más.
Pero pasaron unos cuantos años y los más bestias le cedieron su trono a los más jodidos. Ahora son los jovencitos, los endeudados, los turistas, las familias y, sobre todo, las familias con crías, quienes aseguran la herencia dominical que les dejó la Grecia clásica.
Para mamá y papá, no existe vermut suficiente. El vaso se vacía antes de que el hielo haga el amague de derretirse. Luego, tienen la manía de sacar el corte de naranja y chuparla hasta tragarse los remanentes que aun quedan del vermut. Lo mismo le hacen a la oliva. El vermut de mediodía es anestesia para sus cuerpos cansados. Es la salvación divina antes de trabajar un lunes. La bendición de ajumarse temprano y con la familia de su lado. La misericordia de salir a hacer sociedad aunque el mocoso esté presente.
—¡Te pregunté qué querías comer y no has contestado! Por estar ahí pegada al móvil. Ahora no comes. Y toma las llaves para que te vayas a casa—, reprende una madre a su hija de algunos nueve años. A la niña se le salen las lágrimas, aunque no dice nada.
—¡Madre mía!—, suelta el abuelo algo entristecido.
—Papa, ponle más sifón a ese vermut, vamos—, exige el tío de la que aun llora en plena terraza. La niña chilla de repente: mama que tengo hambreeee. Ahora que llora con hambre, la niña llora aun más.
De las pocas mesas desocupadas, sale otro niño gritón. A este nadie lo calla y a papá casi se le acaba el tercer vermut litigando sobre los autos usados más económicos en toda la industria automotriz. Tal parece que la marca Kia lleva la delantera. Papá está en su salsa y el crío mucho más.
Al levantarse de la mesa, el niño suelta un eructo sin asegurar disculpas y sin cubrirse el hocico. El niñato, que no llega a los seis años, miró orgulloso a su padre y se echó a reír ante el estruendo de aquella flatulencia. El padre, que buscaba desesperado la mirada del mozo como pecador que cachetea la hostia sin haberse confesado, pide que le sirvan la otra copa y así bañar su mediodía, tarde y noche en bendiciones.
Los más annoying son los hipsters americanizados que toman vermú mucho después del mediodía. Suelen embriagarse hasta las narices la noche anterior y levantarse al día siguiente con la única intención de apaciguar la resaca con más alcohol. Son la imitación perfecta y la mutación más cercana a los carismáticos católicos, que se hacen pasar por los auténticos, igual de decadentes que la banda, cuando en realidad son una parodia burda de la renovación carismática pentecostal. Una tradición luterana que, al igual que los hipsters tomadores de vermú, los deja berreando sobresaltados hasta que se les despierta el don de lenguas.
—OMG! I talked to her yesterday and that was the worst conversation ever. She’s so rude! However, I don’t care because i’m gonna leave the job soon—, dice la española plagiando el acento gringo. En la mesa son cinco chicas y dos chicos, en su mayoría trabajan para la industria del mercadeo.
—Te estoy hablando de la psicótica. La psycho que lo seguía llamando. ¿Te acuerdas?- dice la de los labios rojo bermellón.
No tienen break, el vermú es la excusa perfecta para que un hipster annoying siga borracho cuando en Estados Unidos es la hora pico del brunch.
Pero los verdaderos bienaventurados son los que sienten el sabor del vermut por primera vez. Entre los novatos, que casi siempre son turistas despreocupados que caminan con valijas la ciudad, el vermut tiene el mismo efecto placebo que el descanso en el espíritu, ese famoso don carismático que tumba a los creyentes y los retuerce como cucarachas juguetonas.
Cuando la pareja de turistas se baja el primer buche de vermut, la esposa mira a su amado con los ojos que fueron cambiando de achispados a moribundos. La entendí. El vermú emborracha más rápido que cualquier coctel rebosado en Mezcal, Ron del Barrilito o Pitorro. Al acabarse lo poco que quedaba en el vaso, el turista entra al restaurante y paga por una botella desproporcionada de vermú para llevar.
Es indiscutible. Los turistas suelen padecer de una misma gula alcohólica y habitualmente tienen más resistencia que el resto de los creyentes. Pero una resistencia bastante bruta que se disfraza de fe evangelizadora. Como si se tratara de una herencia mística. Que tal vez lo sea si nos encomendamos al Apocalipsis.
Tal parece que el vermut le declaró la guerra a la iglesia desde que el ángel tocó la trompeta y cayó del cielo una súper estrella. La muy perniciosa se estrelló sobre una tercera parte de los ríos y manantiales hasta convertirlos en aguas mortales y lo suficientemente amargas. La estrella se llamó Ajenjo, como el quid del vermú. Y aunque el apóstol Juan trató de enviar señales como mejor pudo, ningún humano imaginó que una revolución vermutiana se convertiría en la bendición de tantos.